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La infancia era el lugar en donde pasabas el resto de tu vida. Zarza se tapó la cara con manos temblorosas.

– Martina, por favor… Es algo muy importante para mi. Papá me tocaba. Nos tocaba. Abusó de nosotras. Sólo te estoy diciendo la verdad.

– ¡La verdad! ¡La verdad! -jadeó la hermana con voz ronca.

Se miraron a los ojos, asustadas y lívidas. Martina hizo un visible esfuerzo por controlarse. Se pasó la lengua por los labios secos y habló con lentitud y firmeza:

– Estás enferma. No sé por qué te inventas todo eso, pero te lo inventas. Siempre fuiste patológicamente posesiva. Querías ser el centro de todo, como mamá. Por lo menos nuestro padre trabajaba para nosotros, nos mantenía, pagaba nuestros colegios, se cuidaba de todo. Si no llega a ser por él, nos hubiéramos muerto de asco y de abandono. Con esa madre que nunca se levantaba y que sólo pensaba en su propio ombligo. Como tú. Estás enferma. Por eso te pasó lo que te pasó.

Zarza sintió un asomo de vértigo. ¿Habría algo de verdad en lo que decía? Pero no, desde luego que no. Su hermana se engañaba.

– Eres tú quien te engañas, Martina. No quieres acordarte de lo que sucedió porque es mucho más cómodo ignorarlo.

– Venimos de una familia desgraciada, Zarza. Tan desgraciada que no sé quién pegaba a Miguel, por qué aparecía de repente lleno de cardenales. A lo mejor fuiste tú, o esa fiera de Nico. O mamá la loca. O el propio Miguel, a lo mejor se golpeaba sin saber lo que hacia. O incluso papá, el pobre papá. Venimos de una familia tan desgraciada que lo único que sé es que yo no fui. YO NO FUI, ¿entiendes? Sólo me fío de eso. Venimos de una familia desgraciada, pero ahora vosotros ya no sois mi familia. Ahora tengo a Paola, y a Ricardo, y a Álvaro. Y esta casa tan bonita, y el dinero, sí, que me da tranquilidad y seguridad. Y estoy dispuesta a defender a mi familia con uñas y dientes. Es la obra de mi vida y estoy orgullosa de lo que he hecho.

Qué sola debió de estar Martina en la infancia, se dijo Zarza. Ella, por lo menos, tenía a Nicolás. Pero Martina era una niña extremadamente callada, siempre bien peinada, quieta y obediente, con los calcetines limpios y subidos, la cartera del colegio ordenada con toda pulcritud. Se pasabalas horas estudiando o leyendo, escondida en una esquina de la casa, sin hacer el menor ruido, hasta el punto de que todos olvidaban su presencia. Ahora que lo pensaba, Zarza se daba cuenta de que no guardaba en su memoria ninguna imagen de Martina riendo. Sintió algo parecido a la piedad y decidió abandonar la discusión.

– No tienes por qué defenderte, Martina. No quiero atacarte.

– Y yo no quiero echarte de mi vida, Zarza. Es que medas miedo.

Las palabras de Martina golpearon a Zarza en una zona blanda y lastimada.

– Es la segunda vez que hoy me dice alguien que me tiene miedo… ¿Tan dañina soy? -preguntó con un susurro casi inaudible.

Martina se mordió los labios por dentro, como hacía cuando era niña y se ponía nerviosa. Se removió incómoda en su silla.

– Bueno, supongo que sobre todo te haces daño a ti misma… -dijo al fin.

La frase no sonaba muy convincente, pero resultaba casi afectuosa. Callaron las dos durante unos instantes, exhaustas. En el silencio se escuchaba el tictac de un enorme reloj de pared, de esfera redonda y niquelada.

– ¿Qué vas a hacer con Nicolás? -preguntó Martina.

– No sé.

– Vete a la policía.

– No. Otra vez, no. Ya sabes que le denuncié cuando lo del atraco.

– Hiciste bien.

– No sé.

– Pero Nico puede ser peligroso…

– Ya lo arreglaré con él de alguna manera. No te preocupes.

Enmudecieron de nuevo, mientras el reloj palpitaba pesadamente en la pared.

– A mi me parece una indecencia suicidarse, sabes…-dijo Martina de repente-. Estoy hablando de mamá. Es una indecencia tener niños pequeños y matarse. Eso demuestra su enorme egoísmo. Mamá no pensaba en nadie, sólo en ella misma.

Zarza recordó las viejas y abultadas cicatrices que cruzaban las muñecas de su madre, y un vago sentimiento de culpabilidad le apretó la garganta. Carraspeó con nerviosismo y dijo:

– Yo creo que sufría mucho. No supo hacer nada mejor con su vida. Estaba enferma.

– Ya lo creo que sufría mucho. Estaba encantada de sufrir. Le encantaba ser una víctima y compadecerse de sí misma. Hace falta ser espantosamente egoísta para instalarte de esa manera dentro de tu dolor. A todos nos cuesta vivir, pero no hacemos que el precio de nuestra vida lo paguen los demás.

– Eres injusta.

– Ella sí que fue injusta con nosotros.

Zarza titubeó unos instantes:

– ¿Sabes?… Durante muchos años pensé que… Tenía la obsesión de que papá había podido matar a mamá… Con las medicinas, sabes… Echándole una dosis demasiado grande… Hubiera sido fácil. A veces todavía pienso que fue así.

Martina la miró con curiosidad, y luego suspiro.

– No sé, Zarza… cada cual escoge aquello que quiere creer… Cada cual escoge los recuerdos que quiere tener. Y cada cual escoge la vida que quiere vivir.

Tal vez su hermana tuviera razón, pensó Zarza; tal vez los humanos reinventaran cada día sus biografías, de la misma manera que Chrétien inventó un pasado fabuloso para el duque de Aubrey. Martina había sido una lectora furiosa, una alumna modelo. En el colegio, todos le auguraban un futuro profesional brillante. Sin embargo, cuando se casó con Álvaro abandonó la universidad y los estudios y se convirtió en la tópica ama de casa de clase alta, un prototipo insulso y plano que ella representaba a la perfección. Zarza la contemplaba ahora, con sus uñas pintadas y bien cuidadas, sus cadenas de oro al cuello, sus pantalones de marca y su jersey de lana dulcísima, probablemente cachemir, y calculaba que, cuando menos, debía de llevar medio millón de pesetas encima en ropa y complementos. Martina personificaba todo lo que Zarza detestaba, pero era el resultado de una voluntad de ser así; su meticulosa convencionalidad era una construcción, porque la infancia no les había preparado para una existencia burguesa, sino para el abismo. La vida de su hermana podía parecerle a Zarza lamentable, pero sin duda era su vida, la que ella había escogido libremente. En esto Martina era como Martillo: personas dispuestas a tomar una opción, a luchar por ella, a pagar el precio necesario. Zarza se puso en píe.

– Tengo que irme.

– Está bien. Vaya, no te he ofrecido nada de tomar -dijo Martina, en un tono ligero y artificial.

Zarza se irritó:

– No me sueltes tontas frases de cortesía, por favor. No soy una visita y nunca tuviste ninguna intención de ofrecerme nada.

Martina se echó a reír.

– Tienes razón. Creo que era demasiado pronto para que compartiéramos un café… Pero quizá la próxima vez podamos tomarlo…

Y eso sí sonó casi sincero.

A estas alturas de la noche había algo que asustaba más a Zarza que la furia vengativa de su hermano, algo escurridizo e innombrable que se agazapaba dentro de su memoria. Azuzada por ese miedo interior, Zarza echó a caminar por las calles vacías sin pararse a pensar en el peligro cierto que corría. Aquella mañana se había sentido despavorida y acosada en esas mismas aceras, a plena luz del día y rodeada de gente, pero ahora, encandilada por sus barruntos íntimos, Zarza atravesaba la ciudad como sonámbula, cruzando calles sin cuidarse del tráfico y doblando esquinas sin pararse a comprobar si la perseguían.

Un error lamentable, porque en esta ocasión sí que había alguien siguiéndole los pasos. Era una silueta furtiva que se detenía cuando Zarza se paraba, que apretaba la marcha cuando Zarza corría. Las calles estaban vacías, el asfalto mojado por el relente; la madrugada, gélida, escarchaba la superficie de los coches aparcados. La ciudad entera comenzaba a cubrirse de una pátina de hielo rechinante y ofrecía un aspecto desolado. Por ese desierto inhóspito y urbano, entre luces de semáforos parpadeantes, caminaban Zarza y su perseguidor a toda prisa, como un pájaro seguido a distancia por su sombra.

Anduvieron cerca de media hora, Zarza plenamente ignorante de llevar compañía. En ese tiempo abandonaron el elegante barrio de Martina, cruzaron el nuevo distrito profesional, subieron por el antiguo centro comercial y enfilaron al cabo las calles hacia la ciudad vieja, el corazón roñoso de la urbe, allí donde los desvencijados edificios se apuntalan los unos contra los otros y las fachadas están llenas de desconchones. La ciudad de la noche, el territorio de la Reina. Era la una de la madrugada, pero en ese confín de la miseria la vida se iniciaba justo entonces. O, al menos, cierta vida. Sólo en estas calles agobiadas comenzó a encontrar Zarza alguna animación: vagabundos envueltos en diversos estratos de indescriptibles ropas, travestís desnudos bajo abrigos de pieles, mulatas resoplando de frío con los muslos al aire y un termo de café y coñac entre las manos, clientes merodeantes e indecisos, chulos y traficantes. Cuando Zarza llegó a la plazuela del Comendador se detuvo al amparo de la estatua. Allí, frente a ella, al otro lado de la pequeña plaza triangular, estaba la entrada de la Torre. En realidad era un edificio de apartamentos construido en los años sesenta, en plena especulación inmobiliaria. Angosto y alto, sus diez pisos sobresalían un buen trecho por encima de las viejas casas circundantes. Era una abominación arquitectónica, con cristales ahumados y aluminios baratos de color verde guisante. En el bajo estaba el Desiré, un inconcebible bar de copas, tan estrecho y largo como un vagón de tren. La interminable barra arrancaba desde la puerta y llegaba hasta el fondo del local, y tras ella, iluminadas por focos estratégicos, atendían nueve o diez chicas con los pechos al aire. Junto al Desiré estaba la entrada a los apartamentos, un mísero portal con palmeras pintadas en las paredes. El edificio entero pertenecía a Caruso, que se había reservado las dos últimas plantas para su uso privado. Los apartamentos de los restantes pisos sólo se ocupaban por horas.

Zarza no había vuelto a pisar esa plaza desde que Caruso la echó de la Torre. Durante los últimos años había estado viviendo en una ciudad mutilada, en un mapa urbano salpicado de territorios prohibidos que ella evitaba cuidadosamente. Pero ahora se había atrevido a regresar a una de esas zonas dolorosas, ahora volvía a pisar un suelo que quemaba. Contemplaba Zarza la Torre frente a ella como el pequeño roedor contempla, paralizado por el miedo pero también fascinado, a la serpiente que va a devorarle. ¿Intuye el ratón, dentro de su terror, que al instante siguiente va a vivir la experiencia más importante de su vida? La muerte es una especie de oscura apoteosis. La boca de Zarza se llenó de una saliva salobre y pesada. También ella iba al encuentro de una revelación definitiva.