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Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que no advirtió la presencia del otro hasta que una mano grande y fuerte se apoyó en su hombro. Dio un nervioso brinco hacia adelante y giró en el aire al mismo tiempo para poder encarar al recién llegado. Se oyó un pequeño grito y al principio Zarza no supo distinguir si había sido ella quien había gritado. Pero no. Fue el otro. O la otra. Fue el travestí, asustado por el inesperado salto de Zarza.

– ¡Ay, guapa, me has dejado el corazón estrujadito! -exageraba el travestí, dándose pequeños golpes en el pecho con sus rojas y puntiagudas uñas de tigresa.

– ¿Qué quieres? -preguntó Zarza, cautelosa, manteniendo la distancia.

– Nada, dulzura, nada. Tengo un recado para ti, eso es todo.

Era guapa, tal vez treintañera, muy femenina. Llevaba un opulento abrigo de visón y por debajo emergían unas tetas duras como el cemento y azuladas de frío.

– ¿Un recado? ¿De quién?

– Ay, no sé, nena, de un caballero que andaba por aquí y me lo ha dado. Toma, tú sabrás.

La mujer le tendió un papel. Era un sobre pequeño, como los que usan en las floristerías para las tarjetas, y dentro había una hoja arrancada de una agenda de bolsillo con dos líneas escritas en letras mayúsculas: «"A las 4 de la madrugada en tu apartamento. No faltes o te arrepentirás"». Zarza miró instintivamente a su alrededor.

– ¿Quién te ha dado esto?

– Ya te lo he dicho, ricura, un caballero con muy buena pinta… Ahí mismo estaba, en esa esquina. Me llamó, medio el sobre y me dijo que te lo diera.

– ¿Pero qué aspecto tiene? Descríbemelo.

– Yo no quiero saber nada, guapa, no quiero líos, es un señor normal, con gabardina, estaba oscuro, me dio dos mil pesetas y sefiní, que quiere decir que se acabó y queme largo, tía. Chau.

Y, en efecto, se fue, desapareció corriendo entre las sombras agitando su voluminoso abrigo a las espaldas.

Zarza volvió a quedarse sola en mitad de la plaza, pero ahora se sentía desprotegida y expuesta. Escudriñó la embocadura de las calles a su alrededor, las figuras de hombres y mujeres que entraban y salían del Desiré. No vio a nadie que le recordara a su hermano. Un hombre con gabardina y buena pinta. ¿Habría cambiado mucho Nico en este tiempo? ¿Seguiría siendo el Nicolás de siempre? A veces, Zarza temía no poder reconocer a su gemelo. Sentía un inquietante extrañamiento con el pasado, una lejanía casi enloquecedora con su propia biografía, con la mujer que un día fue. Aquellos años cumplidos en brazos de la Reina aparecían en su memoria como depositados al otro extremo de un oscuro y largo túnel, lejos de ella, muy lejos, unas vivencias remotas que podían pertenecer a otra persona. Zarza resopló. Ésa era la razón por la que estaba aquí. Había regresado a la Torre para hablar con Caruso; necesitaba verle porque necesitaba mirar lo que se agazapaba al otro lado del túnel. Consultó su reloj; era la 1:10.Todavía no había decidido si obedecería la orden perentoria de su hermano y acudiría a la cita, pero, en cualquier caso, tenía tiempo de sobra hasta las cuatro. Tiempo para intentar subir a la Torre.

El gorila de la puerta la detuvo. Era un chico moreno, probablemente norteafricano, con un ligero acento gutural.

– Eh, tú, ¿dónde vas?

– Quiero ver a Caruso.

– ¿Quieres ver a Caruso? ¿Quieres ver a Caruso?

Se pasmó tontamente el muchacho; era muy joven y tal vez muy nuevo, y todavía estaba demasiado impresionado por el poderío de su jefe.

– Aquí no se puede ver a Caruso así como así, tú qué crees…

– Dile que soy Zarza. Me conoce.

Zarza habló con toda la convicción de la que fue capaz, pero no estaba ni mucho menos tan segura de que Caruso quisiera verla. En realidad, temía ser despedida sin contemplaciones. El gorila sacó un teléfono móvil, marcó un número, se cuadró de manera casi imperceptible.

– Una chica con el pelo rojo quiere ver al señor Caruso… Dice que se llama Zarza y que la conoce…

Transcurrieron unos instantes, durante los cuales el norteafricano mantuvo sin pestañear su posición de firmes. Luego escuchó algo, suspiró, se relajó. Cortó el móvil.

– Que subas -sonrió, amistoso y coqueto de repente-. Es el noveno piso.

– Ya lo sé.

Entró en el portal y cogió el ascensor de uso general, pringoso y lleno de pintadas. El otro ascensor era privado y sólo subía a las dos últimas plantas, pero necesitabas llave para utilizarlo. Pulsó el botón del noveno y el aparato ascendió ruidoso y renqueante. Cuando llegó al piso, Zarza aporreó la puerta para que la abrieran; en el noveno y en el décimo, la puerta del ascensor de los bárbaros estaba cerrada con cerrojos por fuera, para que los clientes no molestaran al jefe.

– Calma, escandalosa -gruñó Fito, liberándola de su encierro.

Fito era el matón de confianza de Caruso. Un tipo con la nariz aplastada y una nube blanca en un ojo. Tenía aspecto y comportamiento de bulldog; detestaba el desorden, el ruido, la vida social, la humanidad. Con un gesto, Fito indicó a Zarza que levantara los brazos y la cacheó rápida y eficientemente. Hacía siete u ocho años que no se veían, pero la contemplaba con una absoluta falta de interés, como si hubiera estado con ella el día anterior. Fito sacudió la cabeza, señalando a Zarza que podía pasar. El entró detrás de ella y cerró la puerta.

El solo hecho de volverse a encontrar en aquella sala hizo que Zarza rompiera a sudar copiosamente. El lugar seguía más o menos igual que antes: los mismos espejos, los mismos sillones entre macarras y modernos tapizados de leopardo sintético, la librería de cristal y bronce sin un solo libro, el piano de cola con el que Caruso solía acompañarse, con dedos aporreantes, cuando cantaba fragmentos de zarzuela. Ahora había, además, un modoso tresillo de flores que Zarza no recordaba, una mesa de comedor con ocho sillas y un enorme árbol de Navidad, saturado de bolas y con las luces de colores encendidas.

– Vaya, vaya, vaya, qué sorpresa… aunque no tanta, porque el Duque ya me había dicho que andabas por aquí…

Caruso bajó por la escalera interior con andares de estrella. Era un tipo bajo y cuarentón con los hombros caídos, los mofletes caídos, la barriga caída. Parecía poseer una masa carnal demasiado blanda y haber sufrido los efectos de una aceleración brutal. Sus labios, lisos y muy estrechos, estaban constantemente ensalivados. Ahora esa boca fina y húmeda se distendía en una sonrisa sarcástica:

– Pero la auténtica sorpresa es comprobar que sigues viva… La última vez que te vi pensé que reventarías, la verdad…

Caruso apartó un pequeño triciclo que había en la base de la escalera y se acercó a ella.

– De mi hijo pequeño. Ya ves, me he casado. Están arriba, durmiendo. Una niña y un niño. Y mi mujer. Ser padre de familia es lo más grande. Lo más grande. Te lo digo yo, que lo he vivido todo. Y que lo sigo viviendo, no te creas. Yo, en mi casa, hago lo que me da la gana. Y mi mujer se aguanta. Ella es cubana. Completamente blanca, pero cubana. Tenía catorce años cuando me casé con ella. Y era virgen. Ya sabes, yo aquí siempre me he quedado con lo mejor.

Zarza apretó los puños. Tenía las manos chorreando. Caruso dio una vuelta en torno a ella, contemplándola con ojo crítico. Iba vestido con un traje gris bastante vulgar, con camisa lila y sin corbata. La camisa, abierta hasta el tercer botón, dejaba entrever un pecho liso y lampiño, una carne gomosa, como de pollo.

– Chica, no sólo no te has muerto, sino que vuelves a estar bien. Pero que muy bien. Primera clase, con ese aire de princesa desdeñosa que tienes… Gustan mucho las princesas desdeñosas. Es un placer follártelas y ver cómo se tragan el orgullo…, además de otras cosas…

Rió con voluntaria zafiedad, sin ninguna alegría, más para violentarla que otra cosa.

– ¿Y qué quieres de mí, princesa? ¿Vienes a buscar trabajo?

Caruso apresó las mejillas de Zarza con su mano derecha:

– Por mi puedes quedarte y empezar ahora…

Zarza sacudió la cabeza para liberarse y dio un paso hacia atrás.

– No vuelvas a tocarme -dijo, con una voz más temblorosa de lo que ella hubiera deseado.

– Está bien. ¡Está bien! Soy un civilizado hombre de negocios. Claro que no te tocaré, si tú no quieres. Tú te lo pierdes, chica. Aquí podrías ganar mucho dinero… Acuérdate, al principio lo ganabas. Luego te perdió tu mala cabeza. Pero siéntate, ¡siéntate! ¿Quieres tomar algo?

Caruso se repantigó en uno de los sillones de leopardo e indicó a Zarza que ocupara el otro.

– No, gracias. No quiero nada -contestó ella, permaneciendo de pie.

– Pues tú dirás. Y dilo prontito, porque no tengo tiempo -dijo Caruso con creciente fastidio.

Las luces parpadeantes del árbol de Navidad ponían reflejos verdosos y rosados en su cara. Zarza jadeó, angustiada, e intentó tragar saliva infructuosamente. Su cerebro era una cámara oscura, una cubeta de revelado en la que se iba positivando, poco a poco, en confusos y todavía indiscernibles manchones, la fotografía de su pasado.

– Mi hermano… -farfulló al fin, con la boca seca.

– ¿El chulo ese que tenias? Ya me ha dicho el Duque que va detrás de ti…

– ¡No! No… No me refiero a ese… Hablo del otro… de mi hermano pequeño… Recordarás que yo le… Un chico subnormal… Quería preguntarte qué pasó con él…

Caruso abrió los ojos, sinceramente sorprendido:

– ¿Quién? ¿Qué? Pero, ¿de qué me hablas?

– Mi hermano subnormal… Yo le traje un día aquí y…¿Tú sabes de qué habla, Fito? -preguntó Caruso.

Fito, que seguía adherido a la puerta de entrada, tieso como una gárgola, movió la cabeza negativamente. Caruso frunció el ceño.