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– ¿Qué más te dijo ese hombre?

– Que viniera a las cuatro. Que subiera al 5º C. Creí que estarías dentro. Y que te diera esto.

La otra Zarza metió la mano en su despellejado bolso y sacó una cajita de metal cuya tapa anunciaba pastillas mentoladas. Pero dentro no había caramelos, sino una jeringuilla y una papelina. Zarza rechinó los dientes, esos dientes que la Reina le quiso arrancar. Un dedo de hielo le recorrió la espalda. Ella no era nadie, ella no era nada; ella caminaba por el túnel hacia el infierno de siempre, hacia ese sordo dolor que le estaba esperando al otro lado. Estaba ya a punto de hundirse en el pánico cuando pensó en Miguel. Metió la mano en el bolsillo de su chaquetón:«sí, ahí seguía el cubo de Rubik que su hermano le había dado». Un pequeño objeto de plástico que ahora parecía tan poderoso como un talismán. Apretó el juguete dentro del puño y se dijo que, en realidad, su hermano ya la había salvado de la Blanca en la cárcel. La Reina reinaba en la prisión, pero ella había aprovechado sus años de condena para limpiarse; y lo hizo por Miguel, por el recuerdo de Miguel, por el horror de lo que le había hecho. Si entonces todo eso la protegió, ¿por qué no iba a servirle también ahora? Zarza respiró hondo, abrió la papelina y la sacudió con energía sobre la acera, regando la calle de polvos blancos.

– ¡Qué haces! -chilló la otra Zarza, dejándose caer de rodillas al suelo.

Se mojó de saliva el dedo índice e intentó recoger, a cuatro patas, el material desparramado.

– Qué desperdicio… gemía.

Zarza sacó una tarjeta de la caja de metal. Estaba escrita con las habituales letras mayúsculas: «"Esto ha sido un regalo de la casa o una broma, como prefieras. Pero ya estoy cansado de jugar. Te espero a las ocho de la mañana en Rosas 29. No faltes. Es el final".»

– No hagas eso… -murmuró Zarza, mientras la otra Zarza seguía lamiendo el polvo y la porquería de la acera. No hagas eso, por favor.

La mujer se levantó con gesto contrariado. Tal vez fuera más joven que Zarza, pero estaba muy rota.

– No tenias que haberlo tirado… -se quejó.

– Lo siento. Pero el hombre de la gabardina te ha pagado, ¿no? Te habrá dado dinero. Puedes comprar más.

– Sí, pero no tenías que haberlo tirado… -repitió, enfurruñada como un niño.

– Está bien, ya te he dicho que lo siento.

La otra Zarza se apartó un mechón de pelo de la cara. Tenía las uñas negras y partidas. Observó a Zarza con mirada inquisitiva.

– Nos parecemos, ¿no?

Zarza intentó disimular su repugnancia.

– Sí, creo que sí. Nos parecemos.

La otra Zarza se encogió de hombros.

– Era un tipo muy raro. Hay muchos tipos raros. En la noche.

Seguían las dos la una frente a la otra, mirándose a los ojos. Igual de altas y posiblemente con las mismas heridas. Zarza se recordó en la noche, en la siniestra rareza de las noches, siempre bordeando el pánico. El asco no es lo peor cuando estás en la calle: los humores, los olores, los sudores de tipos pestilentes. Lo peor no es el asco, sino el miedo. Súbitamente, Zarza se sintió caer en los ojos de la otra Zarza, en el interior de la otra Zarza, en el aliento de la mujer que tenía enfrente. Fue un instante de ofuscación vertiginosa, un delirante espasmo: se notó dentro de ella, de la otra Zarza, mirándose a sí misma; con las uñas rotas, la vida calcinada, las venas aullando por amor a la Reina. Se vio en mitad de la noche, de las noches, navegando sin brújula por aguas tormentosas, en la perpetua oscuridad de la laguna Estigia. Zarza se tambaleó.

– ¿Qué te pasa? -preguntó la otra Zarza.

De nuevo su vocecita fina y enfermiza puso una distancia necesaria y volvió a dibujar el mundo en torno a ellas.

– ¿Qué te pasa, tía? Parecía que te ibas a desmayar…

– No es nada… Es que estoy cansada, sólo eso…

La otra Zarza la observó con gesto suspicaz. Zarza conocía bien esa expresión: era la mirada del miedo, la alerta constante del animal nocturno, a ver si esta tipa se me muere, a ver si está fingiendo, a ver si es una trampa, a ver si las cosas se complican, a ver si estoy en peligro. La mujer dio dos o tres pasitos nerviosos, sin moverse del sitio, atusándose el deteriorado cabello con manos inciertas.

– Bueno. Yo he cumplido. Me abro murmuró.

Y desapareció sin ruido, camino del dolor y de la Blanca.

Veinte años después de haber encontrado el manuscrito de El Caballero de la Rosa en un monasterio de Cornualles, Donald Harris, el inglés ignominioso, anunció un nuevo hallazgo: una versión distinta de las páginas finales del manuscrito, tal vez un borrador desechado por Chrétien o, por el contrario, un texto que el autor redactó posteriormente con intención de mejorar el original. Cuando Harris hizo público este segundo descubrimiento, su reputación estaba justamente en la apoteosis de la ignominia. Le Goff había publicado su célebre ensayo cinco o seis años atrás, dándole la razón con respecto a la autenticidad de El Caballero de la Rosa; a partir de entonces, el mundo académico había intentado recuperar con discreción a Harris, pero éste, en vez de callar prudentemente y disfrutar de los buenos tiempos, se había comportado de manera intolerable en todos y cada uno de los foros a los que había sido invitado, insultando bárbaramente a los expertos que habían dudado de su veracidad, carcajeándose de los profesores que le habían ninguneado y anunciando a los cuatro vientos que el catedrático que le había despedido se acostaba de forma regular con las becarias del departamento. Todo esto acompañado de un gran aparato de blasfemias y regado abundantemente con alcohol. Digamos que no era un hombre popular.

De modo que, cuando se sacó el nuevo manuscrito de la manga como un prestidigitador saca un conejo, el mundo académico encaró el asunto con recelo, casi con desmayo. Por un lado, no se atrevían a volver a dudar abiertamente de la autenticidad de las páginas, puesto que con anterioridad ya se habían equivocado de un modo ostentoso; pero, por otra parte, se negaban a apoyar, con su respaldo, a un individuo que les caía tan mal. Así es que ignoraron oficialmente la nueva aportación de Harris. No hubo críticas, reseñas o referencias públicas en congresos, revistas ni reuniones; privadamente, sin embargo, el asunto fue la comidilla de los historiadores durante varios meses.

Muchos sostenían que estas nuevas páginas eran evidentemente un puro fraude y que eso demostraba que también El Caballero de la Rosa había sido una falsificación, por más que el gran Le Goff hubiera caído en la trampa. Otros mantenían que esta segunda parte parecía ficticia, pero que eso no afectaba en absoluto la autenticidad del manuscrito primero. Y aún había unos pocos, entre ellos el prestigioso erudito clásico Carlos García Gual, que aseguraban que ambos textos eran originales y muy valiosos; y que el comportamiento del mundo académico había sido escandaloso y miserable, primero persiguiendo y hundiendo a Donald Harris, y luego silenciando su segunda aportación con crueldad olímpica. Sea como fuere, lo cierto es que a partir de aquel nuevo incidente Harris redobló su ingesta alcohólica y apenas si logró vivir un par de años más antes de reventarse el hígado.

Desde luego, el texto alternativo encontrado o falsificado por Harris resulta algo extraño, aunque mantiene el tono narrativo de Chrétien y posee una fuerza épica notable. Las nuevas páginas empiezan años después de la huida del bastardo. Edmundo ya se ha convertido en el Caballero de la Rosa y Gaon, en el cruel Puño de Hierro. Ambos han dedicado su vida al arte de la guerra y recorren el territorio inglés de batalla en batalla. Hasta que un día son reclamados por el rey sajón Ethelred II para entrar en combate contra los feroces vikingos; el Caballero de la Rosa acude solo y en calidad de mercenario, mientras que Puño de Hierro llega con su propio ejército ducal, como buen vasallo de su soberano. Allí, en el campamento real, se reencuentran los dos hermanastros por primera vez. No hablan entre sí y se rehuyen; saben que no pueden dirimir sus diferencias por el momento, porque los vikingos se encuentran muy cerca, dirigidos por el célebre y temible Thorkell el Alto. Y, en efecto, la contienda se inicia al día siguiente. Los vikingos son unos enemigos formidables: el terror que producen les precede y a menudo sus adversarios huyen sin siquiera atreverse a presentar batalla. Son unos hombres gigantescos y fornidos, guerreros orgullosos que no luchan por un soberano sino para sí mismos, en pos del botín y de la gloria; desdeñan el dolor de las heridas y son capaces de arrancar cabezas humanas con las manos (como el niño le arranca la pata a un saltamontes, dice Chrétien, o Harris). El combate, que ha comenzado al amanecer, se prolonga, fragoroso y brutal, durante todo el día. Cuando llega la noche, nublada y sin luna, y los hombres ya no alcanzan a ver a quién están tajando con sus grandes espadas, ambas partes acuerdan una tregua. Se cosen las heridas, las cauterizan; cambian las hachas melladas por unos hierros nuevos; comen y duermen algo. Ya la mañana siguiente, al despuntar el sol, los supervivientes vuelven a ocupar el campo de batalla, un antiguo sembrado ahora pisoteado y cubierto con un limo rojizo que apesta a sangre.

El segundo día las bajas son aún más numerosas: los hombres están heridos y cansados, descuidan su defensa, dan mandobles de ciego. El resultado de la contienda es todavía incierto; las tropas de Ethelred son más numerosas, pero los vikingos están practicando una carnicería. Súbitamente se escucha un agudo clamor y hay un brusco movimiento de retroceso en el ala izquierda, que es donde se encuentra Puño de Hierro. El Duque ve a sus hombres correr, les grita, les insulta, ensarta a dos o tres, obliga a los demás a presentar batalla. «"¡Son los bersekir!"», ha gritado antes de morir, empavorecido, uno de los soldados que el Duque ha ejecutado.«Son los espantosos hombres bestia.»

Las fuerzas vikingas tienen un arma secreta: pequeños grupos de guerreros sagrados salidos directamente del infierno. Van desnudos, carentes de armadura, tan sólo cubiertos por pieles de animales. Unos, los bersekir, son los hombres oso; otros, los ulfhednar, los hombres lobo. Profieren escalofriantes alaridos, las armas no les hieren ya penas son humanos. Enloquecidos y demoníacos, avanzan en pequeños racimos por el campo de batalla arrasándolo todo. Un ululante puñado de estos diablos está justamente ahora frente al Duque, que alza la maza y la descarga contra la criatura más cercana; el bersekir da un paso atrás pero no se desploma, como hubiera debido hacerlo por la horrorosa herida que ahora se abre en su pecho. Puño de Hierro contempla los ojos del guerrero diablo: encendidos como carbones, alucinados. Se cuenta que, antes de la batalla, los bersekir danzan en torno al fuego y se atiborran de bebedizos mágicos.