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Los soldados del Duque caen a sus pies como espigas cortadas. Los hombres bestia están envolviendo a Puño de Hierro, que presiente su fin. De pronto, su hombro choca contra otro hombro con un rechinar de metales. Puño de Hierro vuelve la cabeza: junto a él está el Caballero de la Rosa. Son los dos únicos sajones que quedan en pie en ese rincón del campo de batalla, rodeados por los turbulentos bersekir. Durante un tiempo legendario e interminable, los dos caballeros luchan desesperadamente por su vida contra los demonios: espalda contra espalda, como luchaban las parejas de enamorados en la mítica e invencible cohorte sagrada tebana. Espalda contra espalda, pues, y redoblando sus esfuerzos porque la defensa del uno implica la del otro, el Duque y el bastardo consiguen mantener a raya a las criaturas del inframundo. Hasta que al fin, cuando ya creen que no van a poder resistir por mucho tiempo, los hombres bestia dan media vuelta y desaparecen de repente: llegan tropas del Rey para reforzar el colapsado flanco izquierdo. Los hermanastros han salvado la vida.

En realidad, han salvado algo más. Heridos como están y cubiertos de sangre, ambos sienten menos dolor del que sentían antes. Dice Harris, o Chrétien, que no tienen que hablarse: los dos saben muy bien lo que han de hacer.

Terminada la campaña contra Thorkell, los hermanastros regresan al ducado. Nada más llegar al palacio derriban con grandes mazas la puerta tapiada de la torre de Gwenell. Por el agujero sale un olor inmundo; y luego, arrastrándose, cubierta de excrementos, envuelta en la sucísima maraña de su cabellera, aparece Gwenell. Que ya no es Gwenell, sino una criatura infernal, un demonio patético con los mismos ojos alucinados que el bersekir vikingo.

Jadea y ulula esa cosa espantosa, perdida la razón y mostrando un terror indescriptible. Entonces el Caballero de la Rosa y Puño de Hierro toman a la vez la misma decisión: desenvainan las espadas y atraviesan el pobre y retorcido cuerpo de la mujer, matándola en el acto. Como quien sacrifica a un perro agonizante para que no sufra.

Después, mandan lavar, adecentar y vestir con sedas finas el cadáver. Velan la muerte de su muerta durante tres días, sin comer, sin dormir y sin beber, arrancándose a tirones el pelo de la cabeza, haciéndose largos tajos con los puñales en brazos y mejillas. Luego la entierran, ordenan revestir los muros del palacio con lienzos negros y se retira cada uno a una torre. Cumplen allí la pena que les ha impuesto el confesor, siete años sin abandonar sus aposentos, rezando y meditando, no conociendo hembra, comiendo frugalmente. Hasta que al cabo salen de su encierro, hombres maduros ya, con el pelo canoso y la mirada un poco lagrimeante, mucho más delgados, perdida su musculatura de guerreros. Cenan Edmundo y Gaon por primera y última vez en la gran sala; deciden que Edmundo se hará cargo de un pequeño señorío que el Duque le cede y que Gaon se quedará en el castillo de Aubrey; y al día siguiente se separan para siempre los dos hermanos, camino del resto de sus vidas.

Zarza todavía no había decidido si añadir o no esta segunda versión en su edición de El Caballero de la Rosa.

Volvió a casa de Urbano de manera instintiva, sin pararse a pensarlo. Estaba agotada y el cansancio parecía actuar sobre ella como una droga relajante, produciéndole una sensación de tranquilidad casi narcótica, un desapego de las cosas enfermizo, semejante al de una persona que se está desangrando. Pulsó el portero automático y Urbano contestó enseguida, como si hubiera pasado la noche al lado del aparato. Cuando llegó al segundo piso, el hombre la estaba aguardando con la puerta abierta: vio su gesto tenso, su cara expectante, y toda la calma de Zarza desapareció bajo un súbito arrebato de furor.

– ¿Por qué me dejaste ese dinero ahí? -gruñó a modo de saludo.

– Para ver qué hacías.

– Pues ya has visto lo que he hecho, maldita sea. ¿Porqué mierda tenias que probarme?

– ¿Por qué llegas atacando? ¿Para que yo no tenga la oportunidad de echarte en cara lo que has hecho?

Zarza recapacitó un instante; no, le atacaba porque tenía miedo. ¿Dónde estaba esa anestesiada serenidad de hacía unos minutos? Estaba asombrada: cuando venía hacia acá no tenía la más mínima intención de agredirlo. Ahora Zarza miraba el rostro de Urbano, su boca pequeña y bien dibujada, sus mejillas carnosas, y se sentía frágil y en peligro.

– ¿Por qué no fuiste lo suficientemente hombre como para echarme de tu casa por las claras? Porque en realidad era eso lo que querías. Me dejaste el dinero para que lo robara y me largara. Para poder decirte a ti mismo que no tengo arreglo, que no merezco la pena. Porque no tenías cojones para echarme.

Soltó Zarza todo esto en mitad del descansillo y sin respirar. Arrojó encima de Urbano sus maldades más sucias, más violentas. Quería hacerle daño. Para que la expulsara para siempre de su vida.

Urbano resopló, y apretó pensativamente sus manazas, haciendo crujir sonoramente los nudillos. Después la miró, suave como un cordero:

– Es posible eso que dices. Pero has vuelto. Y me alegro.

El estómago de Zarza se contrajo dolorosamente hasta no ser mayor que una canica. Empezó a rebuscar dentro de su bolso con manotazos histéricos:

– Pues yo no. Yo no me alegro. Toma tu maldito dinero. Tengo que marcharme. Toma tu dinero.

Los billetes escaparon de sus manos y se desparramaron por el suelo, y el bolso entero acabó por volcarse con tintineante estrépito. Zarza se agachó a recoger las cosas, intentando disimular el nudo que le agarrotaba la garganta. ¿Pero era posible que se pusiera a gimotear cada dos minutos? ¿Acaso se iba a convertir ahora, después de tantos años de control y sequía, en una llorona blanda e insoportable? Urbano, también a cuatro patas a su lado, acercó su cara a la de ella, como un perro hociqueando a otro.

– ¿Quieres seguir discutiendo de todo esto en la escalera o pasamos a casa?

Zarza no podía hablar sin delatar su situación lacrimosa, así es que frunció el morro y asintió malhumoradamente con la cabeza. Entraron en la sala y se sentaron cada uno en su sofá, como dos pasmarotes, tiesos y ceñudos. Transcurrieron los minutos con lentitud insufrible mientras Zarza atisbaba al hombre a hurtadillas. Tenía unas manos hermosas, ágiles y grandes. Y ese rostro contundente que la edad había mejorado. O tal vez fuera cosa de la mirada de ella; tal vez ahora ella le estuviera mirando de otro modo. Pero Zarza no quería, no podía ilusionarse.

Urbano carraspeó. Había permanecido sumido en sus cavilaciones, muy dentro de sí mismo, un territorio remoto. Ahora que lo pensaba, Zarza se daba cuenta de que apenas si conocía a Urbano. ¿Cómo había podido vivir con él todos esos meses sin interesarse por él, sin preguntarle?

– Tú no sabes casi nada de mí, Zarza. Casi nada -rompió a hablar Urbano con voz ronca.

Y Zarza se estremeció ante la coincidencia de pensamiento.

– ¿Tú crees que soy un cobarde? Contesta sinceramente. Por ejemplo, apareces por aquí al cabo del tiempo, después de lo que hiciste, y no te echo de casa. ¿Te parece que soy un cobarde?

Zarza se puso en guardia. Tenía la garganta apretada y una vaga molestia rodaba por su pecho.

– No, no lo eres.

– Dime la verdad, no tengas miedo, no me vas a hacer daño. ¿Soy un cobarde?

– No. No lo creo.

Y era cierto. Ahora no lo creía.

– Te voy a contar una cosa, Zarza. Mi padre era de origen campesino, pero se vino a la ciudad y entró a trabajar en una gran fábrica de componentes eléctricos. Terminó de jefe de personal. Supongo que se lo ganó con su esfuerzo, como él mismo nos repetía todo el tiempo, pero también debió de ayudar lo servil que era con la empresa. Sus compañeros le odiaban y no tenía amigos. Cuando murió, no vino nadie al entierro. Siempre fue un borracho, pero cuando le hicieron jefe empezó a beber whisky en vez de tinto, y la cosa empeoró. Que yo sepa, nunca nos puso una mano encima, ni a mi madre ni a mi hermana ni a mí; pero siempre le tuvimos miedo. Le bastaba la palabra para ser brutal y lograba que te sintieras como una mierda.

Urbano hizo una pausa. Los hijos de los borrachos se alcoholizan, pensó Zarza.

– Te voy a contar una escena. Con una escena basta. Un día estábamos en la casa del pueblo. Porque en las vacaciones siempre volvíamos al pueblo, y mi padre alardeaba de coche bueno y se iba al bar a beber whisky envaso largo. Y estábamos un verano delante de la casa, yo tenía quince años, estábamos sentados en el porche, y atardecía. Mi padre limpiaba su escopeta de caza y creo que yo estaba intentando estudiar, porque nunca fui bueno en el colegio y siempre me quedaban asignaturas para septiembre. Entonces mi padre me dio en el brazo y dijo: «"A que no tienes huevos para pegarle un tiro a ese chucho"».Miré. Frente a la casa pasaba un perrillo callejero, el típico canelo de tamaño medio, delgado como una raspa y con el morro oscuro. Hociqueaba por las cunetas de la carretera buscando algo que comer.«"Venga, coge la escopeta"», ordenó mi padre, tendiéndola hacia mí.«"Ya está cargada y todo."»La cogí. Yo tenía quince años. Me la eché a la cara. Sabía disparar; mi padre me había enseñado a hacerlo, apuntando a botes. Ahora apunté al perrillo y empecé a sudar. Mi padre se reía: «"Venga, cabrón, dispara… si es muy fácil…"». No pude hacerlo. Simplemente no pude. Bajé el arma y mi padre me la quitó. «"Ya sabía yo que no tendrías cojones", dijo; "ya sabía yo que eras un maricón"».Apuntó rápidamente al perro y disparó. Recuerdo todavía el estampido del tiro, los chillidos agónicos del chucho. Salí corriendo hacia la carretera y me acerqué al animaclass="underline" se retorcía con expresión de loco en la cuneta, malherido en el vientre, gimiendo como un niño. Yo no sabía que los perros podían gemir como las personas. Así es que agarré una piedra y le aplasté la cabeza.