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– Porque yo no quiero tener hijos.

– Está bien.

– O a lo mejor sí que quiero, yo qué sé, ésa no es la cosa, o sea, no era a eso a lo que me refería -se embarulló aún más-. Yo sólo quería decirte que no estoy enferma, que no corres peligro conmigo.

– Me alegro.

– ¿No ibas… no ibas a preguntarme?

– No.

– Pero estabas dispuesto a acostarte conmigo…

– Si.

– Tampoco preguntaste hace siete años. ¿No te preocupaba, no te preocupa?

Urbano frunció el ceño.

– Cuando estoy contigo no me importa morirme -dijo al fin.

Y volvió a apretarla entre sus brazos, que eran diez, que eran cien, mil hermosos brazos de varón palpando y recorriendo hasta los más remotos recovecos de su cuerpo de hembra. Zarza sintió que su sexo se abría como un volcán, todo fuego y violencia. Aflojó las piernas, desfallecida, convertida en un agujero radial, una estrella de carne. Ella era una niña, ella era una virgen. Ella era un paquete de Navidad envuelto en celofán y alegres lazos. Era la primera vez que se ofrecía. Fuera de su padre y de su hermano, Zarza no había amado nunca a ningún hombre. Urbano la tumbó en el suelo; la desnudó a tirones, se desnudó a tirones, entreabrió los muslos de Zarza con sus manos fuertes y separó el canal mojado y palpitante como Moisés separó las aguas del Mar Rojo. Es decir, fue un acto portentoso. Siseantes roces de pieles sudorosas, jadeos y gemidos, líquidos ruidos del placer. Esos ruidos magníficos que tal vez estuvieran traspasando ahora la pared, que tal vez alcanzaran los oídos de los vecinos; sólo que ahora Zarza se encontraba de esta parte del muro, de esta parte del mundo, donde estaba la vida. Los comienzos del universo debieron ser así, como la explosión de un coito luminoso; un revoltijo de humedades mezcladas, de ingles apretadas y de recónditas anatomías que se refrotan, hasta que la tensión de la carne crece y crece y estalla en un espasmo de plenitud, el cataclismo original en el que empieza todo.

Se quedaron enredados el uno en el otro, como algas anudadas por la corriente. Y, en efecto, Zarza sentía pasar los minutos sobre ella como un suave batir de olas en la playa, espumosas ondas de un tiempo feliz. Zarza la jorobada y Urbano el tullido: dos pequeños monstruos con heridas, arrojados a la arena por la marea. Zarza se apretó un poco más contra el cansado y satisfecho cuerpo del hombre, y sintió por primera vez que estaba en casa.

Lo peor es que las desgracias no suelen anunciarse. Caminaba Zarza a paso vivo por las calles heladas y se preguntaba si seria capaz de reconocer el día de su muerte. ¿Amanecería esa última jornada igual a todas?¿O podría intuirse su condición final por alguna nota distintiva, algún indicio? ¿Cierta grisura o pesadez del aire, una premonición de frío entre los huesos? Zarza había salido muy temprano de la casa de Urbano; se escapó mientras el carpintero estaba dormido, porque no quería que el hombre la acompañara a Rosas 29. Necesitaba enfrentarse a Nicolás ella sola. Cumplir con su destino, fuera el que fuese.

Había decidido ir andando hasta el chalet; era una media hora de trayecto y quería aprovecharla para despejarse y poner en orden el galimatías de sus pensamientos. En el bolso llevaba 950.000 pesetas. Urbano le había dado el dinero que tenía en el taller para pagar una carga de madera y ella lo había aceptado. De nuevo estaba en deuda. ¿Será este el día de mi muerte?, pensaba Zarza, mientras atravesaba la ciudad invernal, todavía nocturna y somnolienta. Allá arriba, sin embargo, la oscuridad del cielo empezaba a desteñirse en un azul cobalto. Tal vez ese azulón tan profundo y tan bello fuera uno de los anuncios del final. Dicen que es justo ante la muerte cuando la hermosura de la vida se acrecienta.

«"Si no supiéramos que vamos a morir, seríamos como niños; al saberlo, se nos da la oportunidad de madurar espiritualmente. La vida sólo es el padre de la sabiduría; la muerte es la madre."»

Estas palabras las escribió Perry Smith en la penitenciaría de Kansas mientras esperaba ser ahorcado, cosa que sucedió en 1965. Unos años antes, Perry, en compañía de Richard Hickock, entró en una granja de un pueblecito de Estados Unidos y asesinó al bueno de Herb Clutter, a su esposa Bonnie y a sus dos hijos quinceañeros. Mataron a la familia de granjeros con el fin de robarles, pero no se llevaron casi nada. Les maniataron y amordazaron, y luego degollaron a Herb y dispararon a los demás. Con toda tranquilidad, sin remordimientos. Un infierno metódico y carente de cólera. Este crimen real fue la base de la mejor obra de Truman Capote, A sangre fría.

Truman trató a los asesinos mientras éstos estuvieron en la cárcel, a la espera de que se cumplieran sus sentencias de muerte. Se hizo amigo de ellos o algo semejante, aunque durante más de dos años Capote deseó secreta y fervientemente que los jueces no aceptaran los desesperados recursos de los condenados y que les ahorcaran de una maldita vez, para poder terminar así su obra maestra. Ése fue el infierno inconfesable de Truman Capote, su joroba de tullido, su equipaje de miserias, y por eso, y por otras muchas cosas, acabó su vida hundiéndose de patas en el Tártaro. Cada cual se labra su propio camino hacia la perdición.

En el corredor de la muerte, Perry escribió un ensayo filosófico de cuarenta páginas titulado De Rebus Incognitis (De las cosas desconocidas), que terminaba con la frase antes citada. Perry era casi un enanito, porque un terrible accidente de moto había acortado brutalmente sus piernas. He aquí una bonita historia tártara, como diría la asistente social de la cárcel de Zarza; uno de esos relatos de carencia y dolor que tanto abundan en el indecible secreto de las vidas. Perry era hijo de una india cherokee y un irlandés. Sus padres domaban potros en los rodeos y formaban una pareja artística llamada Tex y Fío. Ella era una borracha y se acostaba con todos, así es que el padre se largó y se hizo trampero en la remota Alaska. Fío siguió bebiendo con ansia criminal y un día consiguió ahogarse en su propio vómito (como la madre de Zarza, ahogada en la rosada espuma de los barbitúricos). Dejó en la calle a cuatro niños pequeños, que fueron repartidos por distintos orfanatos. Cuando maniató y amordazó a Herb Clutter, Perry temió que el granjero se sintiera incómodo tumbado en el frío suelo del sótano; de modo que trajo un colchón y colocó compasiva y amablemente al hombre sobre él. Luego le rajó la garganta con un cuchillo.

¿Hasta qué punto puede uno ampararse en la desgracia para dejarse ir, para no aspirar a otro paisaje que el de la propia brutalidad y el propio dolor, para vivir enterrado en la informe madera y carecer de cualquier conciencia de los límites? O bien, ¿hasta qué punto es posible escapar del propio destino, de una vida tan cerrada y mutiladora como los dientes de acero de una trampa para osos? Los hijos de los borrachos se alcoholizan, los hijos de los dementes enloquecen, los niños apaleados apalean.

O tal vez no.

Nicolás había sido un niño especial, un chico único. Siempre sacaba unas notas fabulosas en el colegio, aunque apenas se molestaba en estudiar. Lo leía todo, lo conocía todo, lo recordaba todo. No tenía amigos: reinaba con lejana displicencia entre sus compañeros. Zarza era la única persona que conocía sus sueños de grandeza, porque Nicolás ardía de frenética ambición de conseguirlo todo. Quería ser un inmenso escritor, y un filósofo revolucionario, y un historiador definitivo. Más que nada, quería simplemente ser el mejor, fulgurante proyecto que su padre se encargaba de reventar con un apretado programa de humillaciones. Pero Nicolás siempre volvía a levantar cabeza, encocorado y rabioso como un gallito.

Hasta que llegó la Reina. Puede que Nicolás se acercara a ella como un acto de rebeldía contra su padre, aunque para entonces el señor Zarzamala ya hubiera desaparecido para siempre, en su segunda vida de fugitivo; pero los padres son como la viruela, sus cicatrices permanecen mucho tiempo después de que la enfermedad se haya ido. Lo más seguro, sin embargo, es que Nicolás se arrojara en brazos de la Blanca para medirse una vez más a si mismo. Para demostrar su propio poder.

«-Eso que dicen de la adicción es una tontería. Cuentos de tipos débiles. Es como el alcohol. Bebemos lo que nos da la gana y no pasa nada, ¿no?»

Bebían lo que les daba la gana y vomitaban de cuando en cuando. También vomitaron con la Blanca, pero fue distinto. Todo era distinto en el helado reino de la Reina.

«-Tú hazme caso a mí decía Nicolás.»

Y Zarza se lo hacía, porque siempre estuvo sometida a su poder.

Caminaba Zarza por las calles pensando en todo esto ya su alrededor la ciudad despertaba, laboriosa. Restallaban los cierres metálicos de los bares al levantarse, el tráfico empezaba a arremolinarse en los semáforos, unos operarios aupados a una escalera grúa desmontaban las marchitas bombillas navideñas y el mundo entero parecía prepararse para una nueva representación de la agitada vida. Ella, en cambio, tal vez se estuviera dirigiendo hacia su muerte. Tenía miedo, pero al mismo tiempo sentía una extraña resolución, el alivio de lo definitivo. Ocurriera lo que ocurriese, Zarza se creía preparada para aceptarlo.

Cuando llegó a Rosas 29 eran las 7:45 de la mañana. Peleó con la cancela herrumbrosa, se escurrió por el estrecho quicio y volvió a entrar en el jardín dilapidado, en ese pobre edén derrotado y caduco. ¿De verdad pensaba Zarza que Nicolás podía matarla? Ciertamente le sabía capaz de la mayor violencia: de pequeño le habían expulsado del colegio porque clavó un lápiz en el estómago de un compañero. Siempre fue un chico extraño y a veces le cruzaba por los ojos un relumbre de fuego, una furia demente (los hijos de los locos enloquecen).

Tampoco a Nico le gustaba que le tocaran: era casi tan arisco como Miguel. Sólo se dejaba acariciar por Zarza a la hora de la siesta, en los veranos, cuando se metían entre los matorrales, ocultos por la maraña de hojas y envueltos en las lentas y pegajosas hebras de las telarañas, mientras el aire olía a hierba seca y el zumbido de los moscardones agujereaba la tarde.

Ahora Zarza estaba delante de esos mismos matorrales, que eran muñones polvorientos y sin follaje, palitroques engarabitados, esqueletos de un jardín fallecido hace tiempo, y sentía que en su interior ella también arrastraba parecidos cadáveres, los resecos despojos de las muchas Zarzas que había habido.

Urbano tenía razón; también ella era una jorobada, una tullida. Una enana con las piernas quebradas como Perry. Ya lo decía Nicolás: no se podía volver a empezar. No se podía partir otra vez de cero, porque siempre llevabas tus ruindades y tus mutilaciones a la espalda. Si uno pudiera olvidar; si uno pudiera lavar la propia memoria, como se lavan las salpicaduras de sangre tras cometer un crimen. Pero los recuerdos te marcan como hierros candentes.