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Abrió la puerta y penetró en la casa sombría, apenas iluminada por el resplandor de las farolas. Cerró la hoja tras de sí y se quedó escuchando el silencio unos instantes. No parecía haber nadie. Avanzó cautelosa hasta la sala y se acercó a verificar si su pistola seguía sobre la repisa de la chimenea, donde la había olvidado. Pero el arma no estaba. Zarza suspiró; le costaba respirar ese aire mohoso y saturado de vivencias antiguas. La casa, a su alrededor, parecía poseer una cualidad animaclass="underline" era una criatura herida, tal vez una ballena erizada de arpones a punto de hundirse en un mar de tinieblas.

Con un esfuerzo de voluntad, Zarza se arrancó a sí misma de la sala y de su quietud de víctima propiciatoria. Salió al pasillo y se dirigió, tanteando la pared, hacia el despacho de su padre. La puerta de la habitación seguía entornada, como la última vez, cuando tuvo miedo de entrar y salió huyendo. Dentro se atisbaba una negrura casi física, una densa masa de oscuridad. Zarza sintió que el pánico volvía a trepar por su interior, como una araña que sube hacia la garganta. Aspiró profundamente varias veces, sacó la pequeña linterna que Urbano le había dado y empujó la puerta con la punta de los dedos. El haz de luz chocó en primer lugar contra el gran ventanal de hojas correderas, cegado por la persiana rota. Zarza dio un paso titubeante. Se detuvo. Intentó serenarse. Dio dos pasitos más. Ahora estaba dentro del despacho. Agarrotada por la tensión, empezó a girar sobre sí misma, alumbrando la habitación con el foco. Polvo arremolinado en los rincones, paredes deslucidas, una mancha de humedad y al fondo, cerrada como siempre, la pequeña puerta que comunicaba el despacho con el salón. El cuarto se encontraba por completo vacío; no sólo no estaba la caja de música, sino que ni siquiera había ninguna de esas briznas de mobiliario que se desperdigaban por el resto de la casa como los despojos de un naufragio: el somier oxidado del dormitorio de la tata, el espejo picado de la sala, la silla en la cocina. Nada, en el despacho no había nada. Apagó la linterna y regresó a la sala, aliviada y confusa.

Las ocho menos cinco. ¿Y si su hermano no viniera? La artificiosa luz de las farolas ponía un matiz de irrealidad en el entorno: la sala parecía un decorado, un forillo pintado en el que iba a tener lugar alguna representación poco importante. Sacó los billetes de su bolso, los contó y los colocó sobre la repisa de la chimenea. Quería que Nicolás viera que el dinero existía. Quería que pudiera cogerlo sin acercarse a ella. Su hermano, su demonio, su bersekir temible. Cada cual se construye su propio tormento.

La vida era dolor, pensó Zarza. La vida era una gota de crueldad entre tinieblas. El Tártaro era un infierno frío, un espacio lóbrego y siniestro. Hesíodo decía que era un enorme abismo: «"Horrendo, incluso para los dioses inmortales"». También la Blanca era un lugar glacial. Engañada por la falsa promesa de limpieza y orden que proporciona el frío, Zarza fue adentrándose en el territorio cristalizado de la Reina y terminó atrapada dentro de un témpano. Los hielos también queman y a Zarza se le abrasaron la dignidad, la esperanza y las venas. Recorrió todo el camino de su propia perdición hasta el final, hasta el mismo centro del infierno, el corazón del Tártaro.

Cuando fue ejecutado, Perry tenía veintisiete años. Colgado de su cuerda en el patíbulo, tardó dieciséis minutos en morir. Dicen los partidarios de la pena capital que el nudo de la horca desnuca al condenado, que la médula se daña y la muerte desciende piadosa e instantánea. Pero esto si que es un cuento tártaro, una mentira atroz, un engaño siniestro. Perry pataleó con sus piernas tullidas durante un largo rato y mientras tanto lo más probable es que la lengua se le hinchara, que tuviera una erección y que los ojos amenazaran con salir de sus órbitas. Hasta que al fin llegó la muerte bondadosa, la muerte que todo lo iguala y todo lo borra. Esa muerte que es como una lluvia fina y persistente que va lavando el mundo de las menudas vidas de los humanos.

La vida de Perry, pensaba Zarza ahora, fue un disparate, un desperdicio, un destino de animal de matadero. Aunque todas las existencias humanas eran en el fondo disparatadas, contempladas desde el fluir de la lluvia que las arrastra. Tanto el poderoso y fiero Gengis Khan, que soñaba con imperios monumentales, como la más humilde de sus víctimas, tal vez una niña violada y degollada en la gélida estepa, habían desaparecido de la misma manera por el desaguadero, junto con una legión de reyes y mendigos, sabios y cretinos, dinosaurios y amebas. Todos se habían igualado y reducido a la mera descomposición de un grumo orgánico. El estruendo de las antiguas civilizaciones al hundirse no es hoy más audible que el crujido de una hoja seca cuando se pisa.

Las farolas de la calle se apagaron. Fuera ya era de día, un día invernal y mortecino, con un cielo bajo tallado en nubes pétreas. El resplandor amarillo del alumbrado público había sido sustituido por una luz más débil pero más descarnada, por una lividez grisácea que había devuelto a la sala su cualidad real. El lugar ya no parecía un decorado, sino un espacio consistente, desolado, vagamente amenazador. Zarza tragó saliva; experimentaba la clara e inquietante sensación de estar despertando tras un largo sueño.

Entonces sintió algo. Un remover del aire, un crujido, un susurro. Un cambio infinitesimal en la materia. Y supo, sin necesidad de comprobarlo, que él se encontraba ahí, que ya no estaba sola. Los cabellos se le erizaron en la cabeza, empezando por la base de la nuca y subiendo, en una lenta oleada, hasta la parte superior del cráneo.

– ¿Eres tú? -dijo con voz rota- ¿Estás ahí?

A su alrededor se apretaba el silencio, pero era un silencio que respiraba, que latía, que ocultaba un tumulto de sangre circulando por azulosas venas. Zarza volvió a estremecerse. Su corazón era un martillo neumático rompiéndole el pecho. Nicolás debía de estar fuera, en el vestíbulo, que, visto desde donde ella se encontraba, era un cubo impreciso e inundado de sombras. O tal vez estuviera a la derecha, tras la hoja batiente que llevaba a la cocina. Aunque también podía aparecer a sus espaldas, por la pequeña puerta que comunicaba la sala con el despacho de su padre. Esa puertecita, repentinamente tan amenazadora como la del traidor Mirval, siempre estuvo cerrada con llave, por eso ahora no se le había ocurrido utilizarla. Y ni siquiera se había detenido a comprobar si el cerrojo seguía echado. Zarza advirtió que la zarpa del pánico apretaba su estómago. Hizo un esfuerzo sobrehumano por controlarse y se repitió a si misma que en el despacho de su padre no había nada. Nada. No había que tener miedo, por lo tanto. Sólo el razonable temor a la violencia de su hermano. Sólo el asumible temor a lo real.

– Sé que estás ahí. Por favor, sal de tu escondite. Déjame que te hable.

El silencio poseía una cualidad vertiginosa, como si la realidad anduviera mucho más deprisa de lo normal; el tiempo se le escapaba a Zarza entre los dedos, y esto era así, comprendió de modo repentino, porque ella ahora quería vivir. Ya no se trataba de una mera cuestión de supervivencia, respirar y seguir, del empeño ciego de las células, del desesperado forcejeo de la bestia contra la trampa. No, ahora Zarza deseaba vivir de manera consciente y voluntaria. Empezaba a abrigar en su interior una esperanza loca: la creciente intuición de que quizá pudiera perdonarse. Por eso, porque la vida comenzaba a parecerle un lugar estimable, era por lo que no estaba dispuesta a seguir adelante a cualquier precio.

– Nicolás, no sé cómo explicarte… Comprendo que quieras vengarte de mi. Yo no me voy a resistir. No voy a escaparme. Llevo toda la vida huyendo y estoy cansada. No quiero seguir así. Castígame o perdóname, pero acabemos de una vez.

La casa crujió alrededor de ella. Chasquidos de maderas viejas, de vigas astilladas.

– Si quieres que te diga la verdad, creo que ya estoy suficientemente castigada… Entiendo muy bien la rabia que sientes: yo siento lo mismo. Rabia por esta vida sucia y fea, por esta mala vida que hemos vivido. Y tú todavía tienes suerte, porque ahora puedes descargar tu furia conmigo. Resulta muy cómodo buscarse un culpable. Pero luego, después de que te hayas vengado, seguirá todo igual. La misma vida de mierda, la misma violencia comiéndote el corazón, la misma rabia. El otro día dijiste que no se puede volver a empezar. Es verdad, pero tengo un amigo que dice que se puede ser feliz siendo un tullido.No sé cómo explicártelo. Yo quiero vivir, Nicolás. He hecho cosas horribles, como denunciarte, pero tú también has hecho cosas horribles. Vivíamos los dos en el dolor, en el dolor que nos habían hecho y en el que nosotros hicimos. No se puede vivir ahí. Es un agujero sin oxígeno.

Zarza sintió que los ojos se le volvían a inundar de lágrimas, desbordada como estaba por su nueva emocionalidad, por esa blandura sentimental que últimamente padecía. Era una ñoñería repugnante. O tal vez no.

– Te he traído dinero. Todo el dinero que he podido reunir. Está ahí, sobre la chimenea. Son 950.000 pesetas. No es mucho, pero no tengo más. No te creas que estoy intentando pagar tu compasión. Y tampoco mi culpa. Esas cosas no tienen precio. Te lo he traído porque te quiero. No, esto no es verdad: porque te quise. Por lo mucho que nos quisimos, Nicolás. No sé si lo recuerdas. Fue en esta misma casa. Cuando éramos niños e ignorantes. Cuando todavía no habíamos hecho nada. Porque hicimos malas cosas. Elegimos hacerlas. Fuimos unos cobardes, tú y yo; nos acomodamos dentro de nuestra pena, nos hicimos un nido en ella, nos creímos moralmente justificados. Ahora te pido que nos demos otra oportunidad, que elijamos mejor. Para qué seguir odiándonos y odiando. Intentemos vivir.

Zarza apenas si conseguía hablar con voz audible. Tenía la garganta tan seca y tan apretada que las palabras le hacían daño. «Con mi pistola, pensó». Tal vez me pegue un tiro con mi propia pistola. Aunque no, Nicolás nunca lo haría así, desde las sombras. Primero se asomaría y diría algo. Siempre le gustó rodear sus actos de teatralidad.

– Te lo pido, hermano. Por todas las cosas buenas que hemos vivido juntos. Y también por todas las cosas malas. Escucha, no hemos tenido suerte, pero tampoco nos la hemos ganado. Yo también podría reprocharte algunas cosas. Fuiste tú quien me llevó a la Blanca; y luego me buscaste un empleo en la Torre. Pero para mí la partida está acabada y las deudas saldadas. Te lo pido, Nicolás. Intentemos vivir.