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Michéle detuvo un instante sobre él una mirada atenta.

– Mañana nos explicaremos. Luego se irá o se quedará. Por lo menos, todo será claro entre nosotros.

Le tendió la mano.

– Dejémoslo dormir -le dijo a su marido.

Mirbel la siguió, luego entreabrió de nuevo la puerta y dijo a media voz:

– Era seguro, le gustas. ¿Y tú cómo la encuentras?

Como Xavier callaba, continuó diciendo en voz baja:

– Si te gusta te la doy. -Y agregó en seguida-: Estoy bromeando.

Y volvió a cerrar la puerta.

Era el momento en que Dominique entraba en el cuarto de Brigitte contiguo al suyo. La vieja acababa de llamarla. En el fondo de la alcoba velaba, sentada. El crespón ya no le sostenía las pocas serpientes blancas y amarillentas de la cabeza. La boca, hasta el día siguiente, estaría vacía. Pero liberado de los vidrios negros el gran rostro surcado había recobrado una expresión humana.

– Ha estado ausente mucho tiempo, hija mía.

– Tuve que ir al cuarto de Octavie a buscar la llave del armario de ropa blanca.

– ¿Conversó con ese muchacho? ¿Qué impresión le hace?

La joven vaciló. Sonrió en el vacío:

– Tal vez como esperaba lo peor, me pareció, en fin…, parece un hombre de veras, después de todo -agregó ruborizándose.

– ¡ Ah, picara! ¡ Ah, bandida! -rugió Brigitte Pian con una especie de ternura-. Vaya a dormir y no sueñe demasiado con ese hombre, que es un hombre de veras.

– Yo sólo dije que lo parecía -protestó Dominique-. No impide que lo haya sorprendido…

– ¿Cómo lo sorprendió?

Dominique se mordió el labio inferior.

– No, no hacía nada extraordinario: rezaba a los pies de la cama. Sencillamente.

– ¡No faltaba más que no lo hiciera! Imítelo en ese punto, mi hijita. Se lo repito: no es necesario tener fe para rezar. Hay que rezar para tener fe. ¿Me quedan pastillas de goma? ¿Quedan dos? Es bastante. Déme mi rosario, que está sobre la cómoda. No, no apague.

Se quedó sola. El corazón le latía demasiado de prisa. Hacía setenta y ocho años que latía. El rosario que miraba en el hueco de su palma no tardaría en encadenarle las dos manos, heladas y juntas para siempre. Observó las enormes venas. Las ocultó bajo las sábanas.

III

– ¡Vas ha tener un espléndido desayuno!

Xavier despertó sobresaltado y vio a Mirbel, en pijama, esforzándose por abrir las cortinas.

– ¡Malditas cortinas! Paciencia, rompo los cordones.

Abrió los postigos. Entró un olor a bruma. Dijo que sería un lindo día, que esa bruma era el buen tiempo. Se sentó al pie de la cama, con aire feliz.

– ¡Ah, este Xavier! No necesitaste mucho tiempo: están todas alrededor de la bandeja de tu desayuno. La vieja Pian no quería darte dulce. ¡ Si hubieras oído protestar a Michéle y a la secretaria! Transigieron: no tendrás jalea de grosella, sino de ciruela, que hace dos años se está enmoheciendo. La secretaria se ofreció para traerte la bandeja, pero a la vieja Pian le pareció que no era correcto. ¿Sabes lo que dijo? Dijo: "No me preguntó a qué hora era la misa. ¡Ahí lo esperaba!" A lo que la secretaria contestó que sólo los jueves había misa. Pero la vieja replicó que no podías saberlo, y que no te habías inquietado, y no te otorgó circunstancias atenuantes. En fin, todo eso prueba que se interesan por ti, que te ha bastado aparecer. Yo estaba seguro, pero no creía sin embargo que las tendrías en un puño tan pronto.

Michéle, que anoche se desató mientras dábamos la vuelta al parque -no te repetiré todo lo que insinuó contra nosotros dos…- bueno, ya está aplacada. Puedes mucho, ¿sabes?

Su hermosa mirada se había velado de nuevo. Con un movimiento de cabeza de colegial apartó el mechón rojizo; estaba tranquilo y hablaba sin fiebre.

– Sí, ella también te necesita… ¿En qué piensas?

– Pensaba en ese chico -dijo Xavier-, en Roland..

– ¡Ah, no!, ¡no te preocupe ese chiquilín atroz!

Mirbel agregó, tratando de dominarse:

– Si no te lo mencioné es porque no creí encontrarlo aquí. Michéle es muy novelera: hace seis meses necesitaba, costare lo que costare, un chico en la casa; si yo la hubiera dejado, habríamos adoptado éste sin esperar más. Hoy está muy contenta de que me haya resistido… Volveremos a llevarlo al sitio de donde lo sacamos.

– Es imposible -dijo Xavier.

– ¿Por qué te interesas por él? Hay millares de chicos como éste y ni siquiera piensas en ellos.

– Es éste el que se encuentra en mi camino, éste y no otro.

Jean tomó a Xavier por el pelo y le sacudió la cabeza, tratando de reír:

– Por mí viniste a Larjuzon, Xavier, no lo olvides. Sólo por mí. Tu presencia aquí es un asunto que nos pertenece a nosotros dos exclusivamente.

Aguardó. Xavier permanecía con la cabeza como muerta echada sobre la almohada. Mirbel insistió:

– Por supuesto, tendrás que fingir con las mujeres, con las tres mujeres. Habrás podido darte cuenta anoche de que la vieja adora a Dominique. Es hasta increíble si se piensa en su naturaleza de hierro, en la dureza de toda su vida. Y tiene casi ochenta años.

– Aquí está el desayuno -dijo Xavier. Octavie sólo contestó con un gruñido. Mirbel dijo:

– Es una muchacha de aquí, no tiene estilo, pero la vieja Pian te dirá que trabaja como un caballo. ¿Tomas el desayuno en la cama?

No, Xavier prefería tomarlo levantado. Le dijo a Mirbel que se reuniría con ellos fuera.

– Por lo que comprendo, me echas.

En cuanto Xavier estuvo listo salió del cuarto, empezó a bajar la escalera, creyó oír un suspiro, se inclinó y vio sentado en el último escalón a Mirbel, que lo esperaba. Su corazón no hubiera latido con más violencia ante un hombre armado de una cachiporra. Volvió a su cuarto, fue a la ventana. Había todavía un poco de bruma entre las ramas. La enredadera del muro, que llegaba hasta las persianas, estaba tan mojada como si hubiera llovido. El sol, nublado, no podía nada contra el rocío de la noche. Traqueteos, cantos de gallo, el martillo sobre el yunque de la herrería, ladridos, un largo silbido del aserradero, ¡oh rumor de la vida bien amada! No había rezado las oraciones de la mañana, pero no por olvido. No había querido rezar. Había tenido miedo de rezar. Había retardado ese instante. Y helo aquí traído a la fuerza ante ese cielo, ante esos pinos cuyos miembros negros estaban crucificados en el vacío. Ni siquiera tuvo necesidad de decir: "Dios mío…" Se arrodilló y su frente tocó el marco de la ventana. Sus ojos, abiertos, no veían el cielo, sino el zócalo podrido a lo largo del piso.

Una mano le tocó el hombro. No se movió. Se sintió izado por las axilas, abrió los ojos sobre el rostro inclinado de Mirbel. Balbució:

– Rezaba mis oraciones y, como siempre, me dejé arrastrar por la imaginación. Pensaba en no sé qué.

Mirbel lo observaba sin contestar, sacudiendo levemente la cabeza. Después de un silencio dijo:

– Hemos perdido demasiado tiempo: Michele ya está en la terraza acechándote. Es mejor terminar cuanto antes. Después ven a buscarme aquí.

– No -dijo Xavier-, en mi cuarto no. Lo esperaré abajo.

Pasó ante Mirbel, bajó los peldaños de la escalera de dos en dos, casi corriendo atravesó el vestíbulo y vio a Michéle en la escalinata.

– ¡Ah!, por fin… Déjanos -dijo dirigiéndose a su marido-. Daremos una vuelta por el parque y te lo devuelvo.

– Tienen todo el tiempo que quieran.

Mirbel los siguió con la mirada. Xavier no sentía ninguna angustia ante la espera de lo que ella iba a decir, más bien un vago aburrimiento: que nos expliquemos pronto…, que no haya que volver sobre esto.