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– ¿Qué quería saber de usted? La razón de su presencia aquí, la que Jean me dio, ¿es la verdadera?

Él preguntó:

– ¿Qué razón? -con aire displicente. Observaba de lejos a Roland, de cuclillas e inmóvil al borde de la zanja que cortaba la pradera.

– Que usted habría cedido a una extorsión: el mismo Jean empleó esta palabra. Habría retardado su entrada en el Seminario porque Jean no quería volver aquí si usted no lo traía…

– Oh -dijo Xavier-, si no hubiera tenido realmente ganas de volver… Quizá sea un pretexto que se dio a sí mismo -agregó a la ligera-. Me imagino que se trataba de una salida falsa…

– Sin embargo, usted a su vez tomó una decisión grave: se le esperaba en el Seminario. Su ausencia, aunque sea momentánea, puede tener consecuencias…, al menos me parece.

Xavier se detuvo, cortó un tallo de menta y lo aplastó entre los dedos, luego se lo llevó a la nariz. Y observaba a Roland, siempre inmóvil al borde de la zanja.

– ¿Qué estará mirando? -preguntó.

– ¿Sí o no? -dijo ella, con impaciencia-. ¿La decisión que usted ha tomado es grave?

Él sonrió, se encogió de hombros.

– Quién sabe si no me he sentido feliz yo mismo encontrando un pretexto…

– ¿Para no entrar en el Seminario? Ella lo examinaba con aire concentrado.

– Es una idea que se me ocurre de pronto -agregó-, en ese momento no tuve conciencia.

– ¿Está contento de haber escapado?

– preguntó ella, en un tono un poco vulgar-. Oh, es que a su edad…, sí, entreveo lo que ocurrió: el encuentro con Jean le sirvió de excusa… ¿Es eso?

Apenas la escuchaba. La conversación había tenido lugar. Poco le importaba que hubiera o no una parte de verdad en lo que ella acababa de decir.

– Creo ser una buena católica -insistía-. Sin embargo, confieso que siempre me ha asombrado…

Él sacudió la cabeza como para espantar una mosca.

– Discúlpeme, pero quisiera saber qué es lo que el chico está mirando. Vuelvo en seguida.

Michéle se quedó pasmada en medio del sendero, siguiendo con la mirada al muchacho que corría por la pradera. No había soltado el tallo de menta. Bajo sus pasos surgían langostas que volvían a posarse un poco más lejos. El olor a pasto mojado le gustaba desde la infancia. Roland no se movía, aunque lo había oído llegar, y continuaba en cuclillas.

– ¿Qué está mirando?

– Los renacuajos.

Ni siquiera había alzado la cabeza. Xavier se sentó en cuclillas junto a él.

– Los estoy observando desde anteayer. Todavía no son ranas. Me gustaría ver cuándo cambian.

¡ Qué delgada era su nuca! ¿Cómo podía aquel cuello soportar la cabeza? Ya tenía grandes rodillas. Xavier le preguntó si los animales le interesaban. El chico no contestó. Quizá considerara que era evidente o acaso cedía a una pereza mentaclass="underline" no tenía ganas de hablar con aquel desconocido.

– Tengo un libro sobre animales, lo mandaré cuando haya vuelto a casa.

– ¿Hay figuras? Sí, había figuras.

– Pero no hay que mandarlo aquí. No me quedaré mucho tiempo.

Dijo eso en tono indiferente. Xavier le preguntó si no se encontraba a gusto en Larjuzon: él no pareció comprender la pregunta. Sobre la rama de un saúco, al alcance de la mano, se había posado una libélula azul y roja. Acercó la mano, cerró bruscamente el pulgar y el índice, tomó las dos alas estremecidas. Dijo:

– La tengo.

Después, con una brizna de pasto recorrió el corselete de la libélula.

– Tiene pinzas en la punta de la cola. Pero no me puedes agarrar, chiquita.

– Adonde va a ir, ¿también habrá animales?

Contestó que no sabía, sin apartar ni un segundo los ojos del insecto, que movía las patas y retorcía su largo cuerpo anillado.

– ¿Por qué no se queda en Larjuzon? Abrió los dedos. La libélula no voló en seguida. Dijo:

– Tiene un calambre.

Xavier insistió. Por primera vez lo llamó por su nombre.

– ¿Por qué no se queda aquí, Roland? Se encogió de hombros:

– Están hartos de mí.

Su acento no delataba ni tristeza, ni rencor, ni nostalgias. Comprobaba que en Larjuzon estaban hartos de él.

– Sin embargo, la señorita lo quiere mucho.

El niño agregó:

– Si no fuera por eso… -Se interrumpió.

Xavier insistió en vano:

– Si no fuera por eso… ¿ qué?

Pero el chico no volvió a reaccionar. Se había acuclillado de nuevo, dándole la espalda a Xavier, que insistió:

– ¿Es buena la señorita Dominique?

– Debería volver el dos de octubre -dijo-, pero tiene licencia a causa de su pleuresía…

– ¿Tuvo una pleuresía?

En ese momento Michéle, cansada de esperar en el sendero, vino hacia ellos. Preguntó riendo:

– ¿Me planta por este mocoso? Parece que le gustan los niños, pero temo que de éste no se pueda sacar nada, se lo prevengo. He hecho lo que he podido…

Xavier dijo en voz baja y en tono irritado que hacía mal en decirlo delante de él. Michele no se enojó.

– No comprende nada, se lo aseguro. Peor para ti si te mojas los pies -agregó volviéndose hacia el niño-. No tienes otros zapatos.

El chico había tomado un aire hosco, cerrado. Imposible no pensar en el insecto que se hace el muerto. Volvió al arroyo y se sentó.

– Adoro los chicos -dijo Michéle-, pero éste no es interesante.

Volvieron al camino. Después de un silencio Xavier dijo:

– ;A mí me interesa.

– Sin embargo, no es para hablarme de él por lo que hemos salido esta mañana. ¿ Se va o se queda?

Ella se había detenido en medio de la avenida y lo examinaba de cerca, como si hubiera querido sacarle del ojo un grano de polvo. Él vio que tenía un punto negro sobre la aleta de la nariz, una arruguita en la comisura de los labios, el rastro rojo de un grano en el ancho cuello.

– La que tiene que decidir es usted, señora. Estoy en su casa, después de todo. Me iré hoy mismo si usted lo desea.

– Oh -protestó-, no sería la tradición de Larjuzon. Somos más hospitalarios.

La mujer se echó a reír, y él vio un diente oscuro, casi azul.

Xavier callaba. Caminaba junto a ella y era peor que si hubiera estado ausente. Ella exclamó de pronto:

– Oh, estuve mal, estuve mal… -Xavier pareció despertar y la miró-. No debí hacer esa reflexión delante del chico. Perdóneme, señor. Nunca he sabido hablar con los chicos. Eso se aprende con los suyos, me imagino, pero yo…

"¡ Con tal que no llore!", pensaba Xavier. No, no lloraba.

– Ahora estoy segura de que si usted se quedara sería para ayudarnos. Pero primero tiene que conocer nuestra historia desde el principio. Éramos casi dos chicos cuando nos quisimos. Lo que era Jean a los quince años. Qué maravilla era…

– Fui al mismo colegio que él, con diez años de intervalo -dijo Xavier-. Todavía en mi época existía una leyenda Mirbeclass="underline" sus rebeldías, los castigos que le infligía su tutor…

– El verdadero drama fue entre su madre y él, que la idolatraba. Ella estuvo horrible… Y sobre todo le reveló… Pero no, no tengo derecho a hablarle de estas cosas. ¿Cree -preguntó bruscamente- que se curará alguna vez?

Pero Xavier no la escuchaba. Miraba a Dominique que venía hacia ellos, arrastrando al chico, que lloriqueaba y estaba cubierto de barro.

– Me pregunto -suspiró Dominique-, cómo se las arregló para caerse en una zanja tan pequeña y ensuciarse de esta manera.

Él explicó con voz entrecortada que había querido atravesar el vado.

– ¿Sabe, señorita?, el vado que hicimos ayer. La piedra grande se movió.

– Y bueno -dijo Michéle, con aire excedido-, vaya a cambiarlo. La joven se resistió: