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– Supongo que es mi turno…

Xavier percibía el furor que asomaba entre las palabras, pero no lo alcanzaba: estaba tranquilo, desbordaba de felicidad. Miraba a Dominique, que apartaba los ojos a propósito para que él pudiera posar los suyos sobre su rostro, sobre su cuello, sobre aquel brazo desnudo un poco flaco que todavía no era el brazo de una mujer. Iban a separarse. Por el momento no deseaban estar juntos, cada uno tenía ganas de estar solo para pensar en el otro. Sólo lo miró en el momento en que él iba a salir del cuarto detrás de Mirbel y le sopló al oído:

– Entonces, a las cuatro, frente a la casa…

Al salir Xavier creyó ver por primera vez unos pinos que se erguían y formaban un círculo oscuro alrededor de la dicha que desbordaba de él. Qué suerte, después de todo, que Jean estuviera junto a él y poder hablar con alguien de lo que acababa de surgir de pronto en su vida. Oía la voz monótona y rezongona de Jean. Había que contestar cualquier cosa. Preguntó:

– ¿Por qué se atormenta? ¿Por qué quiere ser desdichado? ¿Por qué se hace daño adrede?

– Eres tú quien me hace daño -dijo Mirbel-. Yo no te busqué. Yo no te provoqué. Si en el tren uno de los dos se echó sobre el otro fuiste tú el primero. Te desafío a negarlo.

No pudo continuar. Entonces dijo Xavier:

– Usted es mi amigo. Nunca he deseado tanto como hoy tener un amigo.

– ¿Ya no me tienes miedo?

Xavier sacudió la cabeza. El viento lanzaba el humo de una fogata sobre un campo cosechado que limitaba el parque hacia el Oeste. Se sentaron en un cantero, bajo el sol de mediodía.

– Le debo demasiada felicidad -agregó Xavier, con pasión-. Si no fuera por usted…

Iba a decir: "No hubiera venido a Larjuzon, no hubiera conocido a Dominique".

– Está bien -agregó Mirbel-, no agregues nada.

Se había erguido sobre sus flacas piernas y se alejó algunos pasos. Xavier, ensimismado, no recobró su alegría. Mirbel volvió a sentarse junto a él sin una palabra. Lo miraba. De pronto dijo:

– No debiste contarle a Roland la historia de José, sino la de Isaac.

Y como Xavier lo interrogara con la mirada:

– A tu Dios le gustan los sacrificios humanos, pobrecito mío.

Xavier jugaba con la arena del cantero, la dejaba deslizarse entre los dedos. Dijo:

– Isaac no fue inmolado.

– Te veo venir -dijo Mirbel riendo- Vas a recordarme que se casó con Rebeca. Cambió bruscamente de tono:

– Mi amiguito, tienes que resignarte; no te casarás con Rebeca.

– Usted no tiene más poder sobre mí que la señora de Pian sobre Dominique -protestó Xavier, con voz temblorosa.

– ¡Como si se tratara de mí o de la vieja Pian!

Mirbel se había levantado de nuevo. Xavier vio, de abajo arriba, como un árbol, gran cuerpo de hombre erguido contra el cielo.

– ¡ Ganimedes, eso eres! ¿Conoces la historia de Ganimedes?

– Déjeme -gritó Xavier;

Corrió hacia la talanquera del parque y la cruzó de un salto. Pero ya el otro caminaba junto a él.

– Es verdaderamente extraño que yo tenga que recordarte cuáles son las garras que te sujetan.

Xavier alargaba el paso, esforzándose en vano por alejarse de Mirbel. Repetía a media voz, obstinado:

– ¡ No! No a través del hombre que es usted, no. No es por su voz por la que Dios me hablará.

Roland apareció a la vuelta del sendero; corría y gritaba:

– ¡Está servido! ¡Está servido! Se arrojó sobre Xavier, que lo tomó en sus brazos, diciendo:

– Eres más pesado que un burrito.

Lo apretaba contra sí, hasta hacerle daño.

– Ni siquiera se imagina que mi isla está muy cerca de aquí -dijo Roland-. Pasó al lado sin verla.

Xavier lo dejó en el suelo y lo tomó de la mano. Mirbel los seguía de lejos.

IV

En la mesa se sintió observado por todos, de reojo. Había preguntado en medio de un gran silencio si Roland almorzaba en el comedor.

– No -dijo Mirbel-, -come demasiado mal.

Brigitte Pian agregó que ni siquiera en la cocina lo aguantaban, que le servían aparte, en el antecomedor.

– Sí, pero es un error que cometemos -dijo Michéle con vivacidad. Se levantó, abrió la ventana y llamó:

– Roland, ¿estás ahí? Sube. Vas a almorzar en el comedor. Se oyó su voz:

– ¿Al lado de la señorita?

– Sí, al lado de la señorita. Michéle puso ella misma el cubierto. Él entró y miró a Dominique con ojos que brillaban de alegría. Pero ella no reparaba en el niño.

Miraba a Xavier. Era la misma mirada tierna y secreta que lo había trastornado dos horas antes en el cuarto donde había contado la historia de José. Pero ¡qué lejos estaba ya esa alegría! Tan lejos que le parecía imposible recobrarla. La angustia volvió a surgir en él, un sufrimiento inhumano que había que soportar sentado a la mesa, comiendo y bebiendo con aquellos seres, rodeado de ellos como de una jauría sujeta por un ser invisible. Sin embargo, la misma mirada tan tierna y tan grave huía, escapaba de la suya. No había cambiado en nada. ¿Qué cosas se le ocurrían? Tenía su salvación al alcance de la mano, la armonía de todas sus contradicciones, todos sus abismos colmados. ¡Oh vida simple y verdadera! Vida sufriente de la pareja humana, con los hijos que hay que alimentar y educar, con modestas cruces erguidas a cada vuelta de la jornada, para que continuéis presente, Dios mío, en el seno de esa pobre felicidad hecha de privaciones, de vergüenzas, de lutos, de pecados, y que se pierde en la angustia de todas las muertes…

Octavie trajo la correspondencia con el café. Xavier reconoció en dos de los sobres esa tinta violeta preferida por su madre. Había escrito a la vez a su hijo y a Brigitte Pian. La anciana se había quitado las gafas negras.

– Una carta de su querida madre. Debe de haberse cruzado con la mía. ¿Usted la había prevenido de su presencia aquí?

Sí, Xavier le había escrito desde Burdeos. Brigitte Pian usaba impertinentes para leer y mantenía las páginas de la carta materna un poco alejadas de los ojos. Meneaba la cabeza, hacía un ruidito con la lengua, puntuaba su lectura con exclamaciones retenidas, ahogadas a último momento.

– Será necesario -dijo doblando las hojas- que tengamos una explicación muy seria.

– ¿A propósito de qué? -preguntó Xavier.

Y dejó sobre la chimenea la taza vacía. Oyó reír a Mirbel detrás del diario que fingía leer. La anciana no pareció desconcertada:

– Entérese del contenido de la carta que usted mismo ha recibido; quizás entonces comprenda de qué se trata.

Cuando Xavier llegaba a la puerta y pasaba ante Mirbel, éste lo retuvo del brazo y le dijo en voz baja:

– ¿Sabes lo que me recuerda esta escena? Ignoro si cuando tú estabas en el colegio recitaban durante la Cuaresma, en el Vía Crucis, las mismas fórmulas que en mi tiempo. Recuerdo que en la estación en que Cristo está atado a la cruz, el sacerdote decía:

"Pero lo que le pareció más horrible fue verse expuesto desnudo a la vista de una inmensa muchedumbre de espectadores…" Xavier soltó su brazo de un tirón: -¿Por qué me recuerda ese texto? Salió, subió la escalera apresuradamente, cerró la puerta con pasador, se echó de bruces en la cama. Mirbel acababa de definir su tortura: expuesto desnudo… Pero, entonces, ¿cómo no tener en cuenta todo lo que, antes del almuerzo, había oído concerniente a Dominique? Se levantó, abrió la carta de su madre; sintió la tentación de quemarla sin leerla. Encendió un fósforo, lo apagó, se persignó.

…Jamás creímos ni tu padre ni yo que ibas a perseverar más de algunas semanas, pero encontraste la manera de asombrarnos y de sobrepasar lo que esperábamos. Que te hayas dejado raptar, la palabra no es demasiado fuerte, en el tren que te conducía al Seminario, por un libertino de la peor especie, bastaría para perder toda esperanza sobre ti, si la divina Providencia no se hubiera manifestado una vez, más en la presencia de Brigitte Pian en Larjuzon. Créeme, mi pobre criatura, es ésta una gracia inesperada. Para que comprendas lo que esa gracia significa debo decirte que al recibir tu carta me precipité a casa de tu director, que aún tenía sobre la mesa las líneas que le habías dirigido desde París. Debes saber que ni siquiera piensa contestarte. No porque abrigue el menor rencor contra ti, pese a la situación más que delicada en que lo has colocado frente a sus colegas de París. Pero registra en lo que te concierne un fracaso total. Ya no ve ningún remedio para tu inestabilidad. Asegura que cuando un director se ha equivocado tan torpemente, su deber es hacerse a un lado y desaparecer. Ya estás prevenido: no debes contar más con él. Por suerte, la señora Pian tiene gran experiencia de las almas. Le escribo por el mismo correo; me creo autorizada por nuestras relaciones, qué se remontan a muchos años, obras de caridad que hacemos juntas, y, en fin, por las circunstancias providenciales que la llevaron a Larjuzon en el momento en que tú llegabas, para confiarle respecto a ti todo lo que es necesario que sepa. No he creído deber disimularle ninguna de las extravagancias de tu vida religiosa, le he hecho conocer el diagnóstico de tu último director: que decididamente no hay nada más que esperar de un espíritu tan incurablemente superficial como el tuyo "y tan lleno de falsas gracias que sólo denotan una sensibilidad morbosa". A propósito de morboso, te ahorro los comentarios de tu hermano. Me afligieron mucho, aunque no he comprendido todo su alcance. Sobre ese punto, por lo menos, he podido defenderte, pues nunca he dudado de tus costumbres ni de tus escasas inclinaciones hacia ciertas cosas. Gracias a Dios, nunca le has dado demasiada importancia a lo que tiene tanta para los muchachos de tu edad. Pero hay allí un peligro, según dice tu padre, que repite que le preocuparía menos un "juerguista descarado". También sobre este punto he creído poder dar algunas explicaciones a la señora Pian. Por lo tanto, harás bien en hablarle con el corazón en la mano, con más libertad que a mí misma. Nada la asombrará. Está en edad de oírlo todo.