Xavier encendió la vela, miró cómo la llama devoraba lentamente, palabra tras palabra, letra tras letra, los grandes rasgos violetas, luego sintió vergüenza. Entreabrió la puerta… En el escritorio hablaban todos a la vez: el ruido le permitió bajar la escalera y llegar a la puerta sin ser oído. Tomó por primera vez el camino del pueblo, seguido por las miradas de las viejas que cosían, sentadas en sus sillas bajas ante los umbrales. Vio la iglesia a la derecha al extremo de la callejuela. La puerta que sacudió casi con rabia estaba cerrada con llave. A través de los postigos entreabiertos una voz le gritó: "La sacristana tiene la llave, pero está trabajando su campo". Xavier se acercó a la ventana y preguntó "si estaba expuesto el Santísimo".
– Creo que sí -respondió la voz-, porque sé que la sacristana se inquieta en alimentar la lámpara y que todas las noches hay "Hora Santa" para las señoras.
Xavier, agradecido, dio la vuelta a la iglesia. Era el antiguo cementerio cubierto todavía de lápidas funerarias con inscripciones borrosas. La ortiga crecía con fuerza en aquella tierra a la que habían retornado tantos seres humanos.
El presbiterio, románico, surgía de la vegetación inculta, nave venida de fuera y hundida desde hacía siglos en esa greda alimentada por la carne de los hombres. El sol estaba todavía caliente. La hiedra negra zumbaba de avispas, y ese zumbido no se confundía con el rumor de la aldea. Xavier había apoyado su frente en la cabecera, la cabecera de Dios.
La lámpara debía arder en esa soledad absoluta. El prisionero guardado bajo llave estaba al otro lado del muro. Xavier no se habría sorprendido si las viejas piedras se hubieran apartado, las que lo separaban de su amor. El aserradero, la pala de una lavandera, un gallo, ladridos, el traqueteo de una carreta, lo que los muertos habían oído todos los días de su vida olvidada, él, que estaba vivo, no lo oía. Sintió de golpe que ya no soportaba ese escozor de la ortiga contra la pantorrilla izquierda. Sonaron las cuatro. Recordó que lo esperaban.
V
– ¿Buscas a tu amigo?
Michéle se había encontrado con Jean a la vuelta de un sendero. Contestó:
– ¿Lo buscas tú también? -en un tono que no pareció herirla.
Xavier no estaba en su cuarto, y ella ignoraba adonde podía haber ido:
– Quizás al pueblo -dijo ella-, a la estación, para informarse de la hora de los trenes.
No, Jean no lo creía.
– No se irá mientras esté aquí cierta persona…, al menos ésa es mi impresión -insistió.
– Le importaría muy poco Dominique si no hubiera ese mocoso entre ellos -dijo Michéle-. Me pregunto de dónde proviene ese gusto de los sacerdotes por los chicos mal nacidos.
– Es que son almas fáciles de someter y que nadie se las disputa. Almas al alcance de la mano. Basta una pelota para atraerlas. La mayoría no busca más que su placer, pero el sacerdote se dice: "Aunque de diez pueda tener uno solo…"
Hablaba para sí mismo con una vehemencia amarga, como si hubiera querido convencer a alguien. Michéle no lo escuchaba. Él calló, atento a un pensamiento secreto.
– No -agregó él, de pronto-, no se quedará aquí a causa de Dominique, más bien se irá a causa de ella…
Michéle lo interrumpió:
– No veo por qué… -y él no se atrevía a descubrirle su pensamiento. Caminaban el uno junto al otro, con pasos lentos, como antaño, unidos por una inquietud común. Por lejos que Xavier los separara, volvían a juntarse en él.
– Dominique no tiene ningún interés en hacer que se vaya -dijo Michéle.
– No, no tiene ningún interés…, ¡pero él! Todavía no comprendes que pertenece a la raza que huye de la criatura amada.
Ella se encogió de hombros:
– ¡Las cosas que se te ocurren!
– Sí -agregó él-, ¡por supuesto!, se quieren -afirmó en voz casi baja-. Salta a la vista. Además, lo sabes perfectamente. Como si los dos no hubiéramos advertido al mismo tiempo todo lo que concierne a ese ser.
Ella protestó:
– Yo me intereso por ti. Sólo tú me interesas en él.
Dieron algunos pasos en silencio. Mirbel dijo en voz baja:
– Si la vieja se fuera…
– No dejará el lugar libre si no se lleva a su secretaria… Pero ¡míralos!
Michéle alzó la cabeza y vio a Dominique y a Xavier: iban hacia el arroyo precedidos por Roland, que corría. La joven llevaba el cesto con la merienda. No habían visto a la pareja.
– Consiguió llegar a sus fines -dijo Michéle.
Jean sacudió la cabeza:
– ¡ Como si Xavier pudiera ser el fin de alguien!
– Entonces, ¿qué buscas?, ¿qué esperas?
– Nada por el momento, salvo lo que tengo…
Y como ella repetía encogiéndose de hombros:
– ¿Lo que tienes? ¿Qué es lo que tienes?
– Piensa dónde debería estar ahora -agregó él, ardientemente-, dónde estaría
desde hace varios días si no me hubiera encontrado…
– ¡Un seminarista más o menos! ¡Vaya problema! ¡Vaya victoria!
Su burla no pareció llegarle. Ella se encogía de hombros, repitiendo:
– ¡Qué locura! ¡Estás totalmente loco! ¡ Por supuesto que estás loco!
Él no se enojó: seguía el hilo de su pensamiento.
– Y luego -agregó después de un silencio-, olvidas que hay golpes dados por sorpresa. Con paciencia podemos sorprenderlo en los momentos en que se cree abandonado. Piensa en la edad que tiene. No ha llegado todavía a sentir horror por la criatura, ¡lejos de ello! Dios lo ha visitado y ocupado antes de que se hubiera desprendido de él. Se lo hice comprender esta mañana. Los místicos han inventado reglas, etapas de ascensión… Pero al Espíritu no le importa nada. Créeme: este Xavier desbordante de gracia puede estar a merced de una palabra tierna, de una caricia, si es casta en su comienzo…