– Sí -interrumpió Michéle, sombríamente-, a la merced de Dominique.
– ¿ Dominique?
Él se detuvo: habían regresado a la terraza.
– Depende de nosotros que no esté aquí mañana… No, no me sigas -agregó al ver que ella subía la escalinata tras él-. Será mejor que todo ocurra entre la vieja y yo.
– Deja la puerta entornada -dijo Michéle-, yo me quedaré en el vestíbulo.
VI
– Pero, Roland, tu isla es una península. Y como el chico protestaba:
– ¿No ves que está unida a la tierra…? La isla de Roland era un tronco de álamo que avanzaba en el lecho del arroyo.
– La tierra está demasiado húmeda para que merendemos aquí -dijo Dominique.
Roland empezó a llorar: ella le había prometido que merendarían en la isla…
– Desde donde estamos podemos estudiar el trabajo que habría que hacer para que tu península se convierta en una isla
– dijo Xavier-. Habrá que abrir este istmo, cavar un canal. Entre los dos podremos hacerlo.
Roland olvidaba secar sus lágrimas y sonarse, quería ir a buscar las herramientas para empezar los trabajos.
Dominique le susurró:
– ¡ Qué buena idea! Corre a buscarlas.
Diez minutos para ir y volver…, se quedaría diez minutos sola con Xavier.
– No -decidió Xavier-, primero merendemos, ya veremos después.
El chico, que había salido corriendo, volvió y se sentó entre ambos. Dominique le dio bizcochos y chocolates. Xavier tomó un racimo de uvas que elevó hacia la luz: "¡Qué dorado es!" Dominique trajinaba:
– He traído limonada, ¿quién quiere?
Parecía estar allí sólo por el chico, y el mismo Xavier escuchaba con atención lo que él contaba respecto a las herramientas que la señora de Mirbel le había regalado.
– Era para Pascuas, cuando me trajeron aquí…
Fingió no oír a Dominique que decía:
– Ya no te hacen muchos regalos. Royendo su bizcocho vino a sentarse junto a Xavier.
– ¡Qué sucias tienes las rodillas! ¿No te da vergüenza?
– Qué sería -suspiró Dominique- si yo no estuviera aquí.
He aquí los propósitos que cambiaban, y transcurrían los minutos de aquel día de otoño tibio y dulce, sobre ese tronco de pino puesto al sol donde estaban sentados el uno junto al otro una vez más, quizá la última. Las arañas de agua se agitaban, luego permanecían inmóviles, y la corriente las arrastraba. Roland gritó con voz ahogada:
– Una ardilla…, allí…, ¿no la ven? Miren la cola…
Golpeó las manos, la ardilla saltó sobre un roble, luego sobre un pino, y Roland corría alzando la cabeza. Ella pronunció en voz baja su nombre:
– Xavier…
Él no se movía, los ojos entornados. No sabía afeitarse. Bajo la barba oscura tenía la piel de un niño. Ella inclinaba la cabeza hacia aquel hombro que no se apartaría. Pero Roland volvió: ya no veía la ardilla. Dominique le preguntó:
– ¿Y tus herramientas? ¿No quieres ir a buscarlas?
Xavier intervino:
– No, es demasiado tarde para empezar los trabajos. Mañana por la mañana lo haremos.
Roland protestó que habría luz hasta las siete y salió corriendo por la pradera.
Dominique tomó la mano de Xavier y preguntó tristemente:
– ¿Me tiene miedo?
Él negó con la cabeza, se acercó a ella y los hombros se tocaron. Ella enlazó sus dedos a los suyos, las palmas también unidas. Estaban tan inmóviles que una libélula se posó sobre la rodilla de Xavier. En la pradera, al otro lado del arroyo, se alzó un poco de bruma. Del camino llegaban balidos, campanillas y el grito gutural del pastor. Dominique tenía los pies desnudos en las zapatillas azules. Él cerró suavemente la mano sobre el tobillo izquierdo de la joven.
– Tiene frío… -dijo. Ella sacudió la cabeza y suspiró a media voz:
– Estoy bien. Estoy a su lado… Él preguntó:
– ¿Es verdad? No, no es verdad.
– ¿Que soy feliz a su lado? Lo miró, y él comprendió que la joven estaba a punto de llorar.
– Va a volver… -murmuró ella. Él pensó que esperaba un gesto… No estaría mal tomarla dulcemente de los hombros… ¿No había cerrado ya su mano sobre el tobillo? ¡ Qué delgado era su brazo! Acercó la boca; dijo:
– Su brazo también tiene frío… -Por fin la atrajo hacia sí, y sintió que todo su ser accedía a esa felicidad que no era el mal.
Detrás de ellos oyeron a Roland, que gemía y lloriqueaba. Se desprendieron el uno del otro.
– ¿Qué tienes? A Dominique le duele la cabeza y descansaba sobre mi hombro. ¿Es eso lo que te hace llorar, tontito?
Los sollozos ahogaban al niño y le impedían hablar. Dominique se arreglaba el pelo. Preguntó con voz distraída:
– ¿No encontraste tus herramientas? ¿Las perdiste?
– ¡No! Es que la señora de Pian la manda buscar… ¡Se van! ¡ Se van! Se la lleva, llamó por teléfono para pedir un auto…
Ambos se incorporaron. Roland rodeó con los brazos las piernas de Dominique. Repetía entre lágrimas:
– ¡ Se va! ¡ Se va!…
– Pero ¿por qué? ¿Cómo lo sabes?
– Se pelearon, se dijeron palabrotas…
No pudieron sacarle nada más: "Se dijeron palabrotas…" Avanzaban los tres por la pradera mojada.
– Tal vez haya comprendido mal -murmuró Dominique-. ¿Qué ha podido pasar? Ya se arreglará, siempre terminan por reconciliarse…
Xavier preguntó:
– ¿Usted cree? -No se atrevían a mirarse.
VII
Jean habia dejado entreabierta la puerta del saloncito, como Michéle se lo había pedido. En cuanto entró la anciana dejó sobre una mesita el rosario de gruesas cuentas, jalonado de medallas. Le bastó una mirada para comprender que Mirbel venía a atacarla y que quería andar ligero. Las primeras palabras del muchacho fueron para alegrarse de encontrarla sola "teniendo que pedirle un favor", y adelantó una silla.
– Si sólo depende de mí… -dijo Brigitte.
– Se trata del chico Dartigelongue.
– Ah, ¿de veras? ¿Del chico Dartigelongue? -repitió la señora. Ya estaba enterada. El terreno elegido por Mirbel le resultaba conocido. Repitió en voz baja-: Ah, ese pobre muchacho, sí, sí… -y de pronto, con aire decidido-: Y bien, ¿quieres saber lo que pienso? Estoy de vuelta de mis prevenciones. Es un chico que habría que volver a llevar de la mano.
– Ahí la esperaba -dijo Mirbel-, respecto a eso quería ponerla en guardia. Ella rió con sorna:
– ¿ Ponerme en guardia? ¿ A mí?
– No, madre, de ninguna manera debe tratar de tomarlo entre manos como acaba de decir, ni intervenir en lo que concierne a su vocación, su vida interior. Sé hasta qué punto él sufriría.
Ella no se inmutaba, un reflejo bailaba sobre sus cristales negros. Lo veía venir. Él insistió:
– Es nuestro huésped, ¿no es cierto? Debemos protegerlo contra ciertos avances inspirados por las mejores intenciones. Créame que nunca lo he dudado.
Se asombraba de que Brigitte Pian no reaccionara ante el ataque. Era él quien, a pesar suyo y a medida que hablaba, alzaba el tono:
– Su buena voluntad la ciega y la arrastra. Sólo usted no tuvo conciencia de lo que tenía de intolerable, ante nosotros, su alusión a la carta de la idiota de su madre, totalmente incapaz de comprender un espíritu de esa raza. No permitiré que bajo mi techo pueda encontrar cómplices en la persecución que prepara contra Xavier. En una palabra, le ruego, madre, que no hable más con mi amigo y no haga la menor alusión a la lucha que en este momento lo desgarra. Brigitte Pian continuaba de piedra. Cuando él calló, se quitó las gafas, descubriendo unos ojos oscuros que expresaban profunda calma. Esperó un poco antes de contestar, balanceando el busto, sonriendo a lo que iba a decir.