– Lo peor, Michéle, lo peor de lo que he hecho es que planeé -fríamente lo que empecé a ejecutar…
– No me lo digas.
– Aun cuando lo quisiera no encontraría palabras. Cuando me confesé me resultaba imposible hacerme entender… ¿Roland, sabes? Siempre lo aborrecí. Tú hubieras querido adoptarlo porque ya no esperabas ser madre. Era a la vez un reproche vivo y una irrisión viva. Y he aquí que Xavier, después de haber posado los ojos sobre cada uno de nosotros, en adelante iba a detenerse en él. No por preferencia de corazón, al menos los primeros días, sino porque creía al chico amenazado como los gatitos que hice ahogar al día siguiente de nuestra llegada. Por esa criatura endeble y sin nombre he creído siempre que Xavier había ofrecido su parte de felicidad terrena, renunciaba a Dominique, le daba a Dominique… ¿Y yo? ¿Qué era para él sino uno de los instrumentos de su suplicio? Yo formaba parte de su pasión. Compréndeme: no se trataba de celos de amistad o de amor. Era algo de otro orden. Entonces imaginé…
Vacilaba. Ella esperó que no iría más adelante. Pero él agregó:
– No siempre estoy igualmente seguro de mis intenciones: casi nada es completamente deliberado… Pero esto lo fue. Xavier veía en Roland a uno de aquellos cuyo Ángel contempla la faz del Padre. Y bien, fingí creer que esa ternura… No me atrevo a decirte… Le hice creer que tenía mis sospechas… Suscité en su espíritu el inmundo equívoco. Primeramente recuerdo sobre su pobre cara ese horror, y en seguida esa angustia. Aléjate de mí.
Ella permaneció un instante con los labios pegados contra su cuello.
– ¿Y yo? -decía-. ¿Y yo? Tenía unos celos mortales de Dominique. Desde que vi a Xavier resolví turbarlo. Cada una de mis miradas fue culpable… Además, tú lo sabías, tú eras mi cómplice. Yo te había servido de anzuelo para atraerlo, para retenerlo.
Él le tapó la boca con la mano. No hablaron más.
Jean dijo, de golpe:
– Nunca había pensado: la peor prueba para él debió de ser descubrir lo que su sola presencia había desencadenado en Larjuzon y que había venido a consumar la pérdida de los que había pretendido salvar.
– A menos que haya sabido, él que sabía todo con anticipación, que cada uno de nosotros debía seguir ese camino para alcanzar la paz que hemos logrado, ese camino y no otro.
Jean extendió el brazo, encendió la lámpara.
– Mírame, Michéle -dijo-, mirémonos el uno al otro. ¿Cómo te atreves a hablar de la paz en que estamos? Piensa en lo que es cada instante de nuestra vida desde que él ya no está.
Ella se sentó en la cama. Suspiró:
– Sufrimos…, pero en paz. Tú mismo lo has reconocido, te ha dado su paz. ¿No es acaso verdad?
Jean vaciló antes de contestar en voz baja:
– Sí, es verdad. Sí, sufro más de lo que he sufrido jamás, y sin embargo estoy en paz, yo que nunca lo estuve, yo que fui un chico apaleado por un bruto y que a los dieciséis años sorprendí a mi madre, a quien adoraba…
Esta vez le tocó a Michéle apoyar la palma de la mano derecha sobre los labios de Jean. Dijo:
– Lo que Xavier creyó, ¿lo crees tú también?
Él no lo negó.
– Sí, Michéle. Ahora sé que el amor existe en este mundo; pero está crucificado, y nosotros con él.
VIII
Jean entro al cuarto de Michéle, que tejía junto a un fuego pobre y con un chal sobre los hombros, semejando a la anciana que sería un día.
– Casi no se ve. ¿No enciendes la luz? No, ella veía bastante para tejer.
– Ya está -dijo él-. Cierran sus maletas. El auto llega.
Ella no había alzado la cabeza. Preguntó:
– ¿Y él?
Jean hizo un gesto de ignorancia o de duda, y declaró:
– Para mí, se queda.
Michéle posó la labor sobre las rodillas, los ojos fijos sobre el fuego, y murmuró:
– Déjalo ir. Te trajo aquí. Es todo cuanto podía hacer.
– Si se queda -dijo sombríamente Mirbel- no será por nosotros. Si se queda…
– ¿Será por Roland? ¿Tú crees?
– ¿Por qué me lo preguntas, puesto que lo sabes?
Ella no contestó, volvió al tejido. Se quedaron así, sin hablar.
– Si se tratara -dijo ella de golpe- de un chico como hay tantos que uno tiene ganas de besar todo el tiempo…
Mirbel se encogió de hombros:
– Hasta ésos siempre terminan por mostrar lo que son: monos llorones.
– Sí, quizá -murmuró Michéle-; los chicos ajenos…
Él se irguió tan bruscamente que hizo tambalearse la silla, y se acercó a la ventana tenebrosa. Dijo:
– Ya está el auto.
El motor roncaba. Oyeron a Dominique, que desde la ventana le pedía al chófer que fuera a buscar el equipaje.
– ¿Bajamos?
Michéle se había levantado. Jean pareció vacilar:
– Después de lo que nos hemos dicho… Entonces subieron desde el vestíbulo gritos de animal degollado:
– Es Roland. ¡ Ah, ése…!
Mirbel bajó, se detuvo en el rellano de la escalera, se inclinó sobre el pasamano. El chico rodeaba con sus brazos las piernas de Dominique:
– ¡ Quiero irme con usted! ¡ Quiero que me lleve!
Le daba puntapiés a Xavier, que se esforzaba por separarlo. Brigitte Pian, ya instalada en el auto, permanecía extraña a lo que la rodeaba. Como Xavier repetía: "Yo me quedo", el chico gritó de pronto, con acento de odio:
– ¿Usted? ¿Qué me importa usted? -Se desprendió de Dominique, y volviendo hacia Xavier su carita, crispada por el furor-: ¡Qué me importa usted!
– Te escribiré -dijo Dominique-, no te perderé de vista. Desde lejos velaré por ti.
– Desde lejos, desde lejos -gimió él.
Y de nuevo se colgaba del vestido de la joven. Entonces apareció en el último peldaño Jean de Mirbel. Se dirigió lentamente hacia el chico, que, al verlo, soltó a Dominique y permaneció inmóvil. Erizado, sin un grito, era un pájaro fascinado. Mirbel dijo a Dominique:
– Suba pronto, lo vigilo.
Le sonrió. Ella se inclinó sobre Roland para un beso rápido, subió al taxi. Cuando arrancaba, el chico, despertado de su estupor, se precipitó hacia el umbral, lanzando gritos. Mirbel lo asió por el cuello, se puso bajo el brazo aquel paquete aullante, atravesó el comedor y lo arrojó en la biblioteca, cuya puerta cerró con llave, que guardó en el bolsillo:
– Vas a tener toda la noche para adoptar buenas resoluciones. Mañana por la mañana habrás vuelto a ser razonable y podremos conversar.
En el vestíbulo miró a Michéle y a Xavier, que hablaban en voz baja y que se interrumpieron al verlo entrar.
– Prohibo a quienquiera ocuparse de él y hasta dirigirle la palabra.
– Cuando eras chico te trataban así y sufriste toda tu vida -dijo Michéle-. Además, tiene que comer y beber -agregó-, y dormir.
– Hay un sofá -replicó fríamente Mirbel-. Le llevaré un pedazo de pan y una manta… y también una bacinilla, como se pone el cajón con serrín para el gato -agregó riendo.
– Morirá de miedo -dijo Xavier. Pero Mirbel nunca había conocido a nadie que hubiera muerto de miedo.
– Van a servir -dijo Michéle.
No, Xavier no estaba enfermo; aseguró que le ocurría a menudo no sentarse a la mesa por la noche. Le rogaba a Michéle que lo disculpara. Mirbel murmuró: