– Lo que sufre es la moral.
Xavier, sin contestar, esperó que la pareja hubiera entrado en el escritorio. Ya no oía gritar al chico, y ese silencio era peor que un grito. Fue hasta la escalinata, empezó a bajarla lentamente. Una luna velada derramaba su resplandor sobre los espacios vacíos que la muerte de los viejos pinos multiplicaba en el parque de Larjuzon. ¿Qué hacía en aquel minuto el chico desesperado en la biblioteca oscura? ¿Y Dominique, por los caminos, prisionera de una vieja hada sin entrañas? ¿Y la pareja que iba a comer frente a frente en el triste comedor? ¿Y él? ¿Qué hacía allí? ¿Por qué sufría a causa de tantos extraños? Pues su tormento eran ellos y no Dominique. Podía ir a buscarla al día siguiente, dependía de él encontrarla. ¡En cambio los otros! Una rama le tocó el rostro como una garra mojada. Distraídamente había salido del sendero. Un animal se movió casi a sus pies entre las hojas secas. Dos lechuzas se contestaban, y el grito iba disminuyendo. Dio algunos pasos, su pie tropezó con el tronco de un pino caído, se sentó sobre él y se dejó penetrar por el frío húmedo. ¡ Qué enemiga es la naturaleza! Pero estaba mal desear la muerte. Como con el adulterio, no está permitido cometer el suicidio ni aun dentro de su corazón. Avanzó nuevamente, guiado por la lámpara del vestíbulo, y vio a través de la puerta vidriera a Michéle que salía del comedor. Jean la seguía. Reñían a propósito de Roland. Xavier permaneció en la terraza. Las voces habían callado. Imaginó en el escritorio a Michéle, ya inclinada sobre la labor, y a Jean, con las piernas estiradas y las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón de pana. De pronto lo vio atravesar el vestíbulo. Tuvo apenas tiempo de apartarse de la zona de luz que el reflejo de la lámpara proyectaba sobre la terraza.
– ¿Estás ahí, Xavier? Mirbel dio algunos pasos. Avanzó una mano que tanteaba:
– Ah, estás aquí…
– Déjelo salir, Jean, es demasiado cruel… Estaban muy cerca el uno del otro.
– Es tu culpa -dijo Mirbel, en voz baja-. Tú me vuelves malo. Xavier preguntó:
– ¿Qué le he hecho?
Jean repitió la pregunta riendo:
– ¿Qué me has hecho? ¿Me preguntas qué me has hecho?
– Cualquiera que sea mi culpa, el chico es inocente.
Mirbel no dejaba de reír:
– ¡ Pero vamos! Son los inocentes los que pagan: eso forma parte de tu sistema… Y sabes, es capaz de todo ese chico cuando está fuera de sí. Si le ocurriera algo podrías golpearte el pecho…
Xavier atropello a Mirbel, atravesó el vestíbulo y el comedor. Ningún ruido llegaba de la biblioteca. Llamó:
– Roland. -Y como no había respuesta, agregó en tono de súplica-: Dime una palabra, una sola palabra… -Oyó a Mirbel detrás de éclass="underline"
– Se hace el muerto.
Xavier golpeó la puerta con sus puños.
Entonces se alzó una voz rabiosa desconocida:
– Usted, déjeme.
Xavier respiró profundamente. El chico estaba allí, vivía.
– Bien hecho -dijo Mirbel, siempre riendo.
Xavier, sin contestar, tomó el candelero de la mesa del vestíbulo.
– Hay que salir de esta noche mal empezada -dijo-. Mañana por la mañana comprenderá mejor, tendrá piedad.
– ¿Piedad de qué? ¿De ese insecto que uno ni siquiera tiene derecho a aplastar?
– No, no -interrumpió Xavier-, usted no quiere su mal, no le haría verdaderamente daño: es uno de esos chicos a los que usted y yo terminaremos por parecemos…
Mirbel volvió a repetir:
– ¡Imbécil! Ya son hombres. Observa a éste: quiere a Dominique y te odia…, ¡a los diez años! Me imagino que los niños a quienes llamaba Cristo no debían de tener más de cuatro o cinco años, ¿no lo crees?
Xavier, sin contestarle, subió la escalera, cerró casi con violencia la puerta de su cuarto. No podía soportar oír a Mirbel hablar de Cristo, aun cuando ninguna blasfemia se mezclara a sus palabras. Se sentó en una silla "para pensar", como decía cuando era colegial. "¿Qué haces sólito en vez de jugar?" "Pienso en cosas…" Hubiera querido ser libre de pensar solamente en Dominique. Pero no iría en busca de Dominique antes de haber situado a Roland…, a menos que se lo llevara con él. Roland aceptaría seguirlo para juntarse con Dominique… Pero la casa Dartigelongue no era acogedora. Nada podía hacer por la criatura, salvo no perderla de vista. Xavier continuaría de guardia junto a él. No buscar más allá de lo que se le pedía: no abandonarlo un solo día, una sola hora, un solo segundo. Antes morir que abandonarlo. "Y aunque todos los otros se pusieran de acuerdo para echarlo a la calle, yo montaría mi guardia fiel." Un gallo cantó, engañado por la luna. El bosque rodeaba a Larjuzon de un gemido ininterrumpido que no entrañaba tiempo ni fuerte ni débil. Era una queja unida y apacible, como de una muchedumbre humana innumerable donde ningún corazón se quejara con más fuerza que los otros. Imposible orar: estaba el chico, y detrás de él Dominique; su pensamiento no alcanzaba a nadie más allá de los dos rostros. Entonces tomó del bolsillo y la oprimió, la cadena, los granos negros, el último medio, el más humilde, el más criticado, que le era concedido para orar en las horas en que se sentía menos capaz. El cuerpo, por una vez, sustituía al espíritu rebelde. El ritmo monótono de la oración angélica se juntaba con la súplica del parque, presa del viento del Oeste. Oyó puertas que se cerraban, ruidos de grifos. Una persiana golpeaba, y alguien la aseguró. Reconoció en la escalera el paso de Michéle: sin duda iba a cerciorarse de que nada grave ocurría en la biblioteca. Volvió a subir en seguida y cerró la puerta con pasador.
Cuando la casa estuvo dormida, Xavier, con una caja de fósforos, salió de su cuarto después de haberse quitado los zapatos; como no calzaba sino calcetines de lana, llegó sin que un solo tablón del piso hubiera crujido hasta la puerta de la biblioteca y prestó atención. Hubiera podido creer el cuarto vacío, pero terminó por sorprender un suspiro, una palabra confusa. No deseaba nada más que esa seguridad: el niño estaba allí, vivo, y parecía tranquilo. Xavier volvió al vestíbulo, pareció vacilar, hizo girar sin ruido la llave de la puerta de entrada. Recibió en plena cara un soplo tan amargo y húmedo como si hubiera estado cargado de brumas.
La piedra del porche era fría para los pies sin zapatos. Bajó los peldaños. La grava, delante de la casa, le hacía daño. Dio toda la vuelta y vio que la estrecha ventana de la biblioteca estaba abierta. Las piedras formaban un saliente, y había un caño de gotera: un muchacho más hábil y más ágil hubiera podido intentar escalarlo, ¡pero él! Entonces recordó haber visto contra la espaldera de la huerta una escalera de mano. La huerta se encontraba alejada de la casa, sobre un antiguo terreno húmedo a orillas del parque. No era nada llegar hasta ahí, aun no teniendo en los pies sino calcetines de lana: lo difícil sería llevar la escalera en la oscuridad. Pero ¡qué! Apenas medio kilómetro. Xavier tomó el sendero, cuya arena le pareció al principio deliciosa, aunque a veces una aguja de pino, un pedazo de corteza, le arrancaran un grito. Avanzaba con precaución, mirando hacia arriba, porque las copas de los árboles lo ayudaban a no salirse del camino. No pensaba ni en Dominique ni en Roland, sino en la escalera que quizás el peón hubiera quitado de allí. Cuando se acercaba al bajo donde estaba la huerta, los pies sintieron a través de la lana el frío de la hierba mojada. Los ojos, habituados a la semitiniebla, no tardaron en reconocer la escalera contra el muro. Le pareció más larga de lo que había creído, más pesada de lo que había imaginado. La tomó primeramente bajo un solo brazo hasta llegar al sendero, entonces la cargó sobre el hombro y no tardó en arrastrarla, no pudiendo llevarla a cuestas.
Ya no miraba las copas de los árboles, sino la tierra. Avanzaba, y cada paso agudizaba las heridas de sus pies. A menudo se detenía. Durante un rato bastante largo anduvo perdido fuera del sendero, y las espinas, las jaugues, como decían en Larjuzon, las piñas roídas por las ardillas lo ponían en carne viva. Cuando hubo encontrado su camino, el pensamiento de lo que todavía tenía que recorrer hasta la casa, en la oscuridad, cargado con la escalera, lo abrumó. Ah, como para pensar en Dominique, en el amor de ambos, en su vocación, en los escrúpulos que generalmente lo desgarraban. Era su carne la que estaba desgarrada. Esa cruz de la cual hablaba sin cesar, con la cual creía hasta ese día haber alimentado su meditación… Pero que descubría de golpe en lo más secreto de una noche húmeda y fría, que nunca la había conocido ni realmente cargado; la cruz no era, como él estaba persuadido, un amor rechazado, una inclinación dolorosa, una humillación, un fracaso, sino realmente un madero que aplastaba un hombro herido, y esa piedra y esa tierra, en ese momento, le destrozaban la piel de los pies. Avanzaba en una tensión atroz y creía ver moverse ante él una espalda esquelética; discernía las vértebras, las costillas levantadas por un jadeo precipitado y el surco violeta de viejas flagelaciones: el esclavo de todos los tiempos, el esclavo eterno.