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Ya el cura, un poco apartado de la lámpara, no era sino una delgada forma negra clavada en la pared. Entonces Xavier había pronunciado estas palabras absurdas (¿las había pronunciado realmente?): "Sin embargo, estoy aquí. He venido". El otro lo había mirado largamente y había contestado: "Ha venido para que le impida cargar con el fardo que no está a la medida del hombre". Y Xavier: "He venido para ayudarlo a llevar su cruz…, o quizá para llevarla en su lugar". El sacerdote había suspirado: "¡Qué locura!" Y Xavier: "La verdad es esa locura". El sacerdote había alzado hacia él unos ojos sin pestañas, de un celeste desteñido. Y luego Xavier había tomado su impermeable. El sacerdote llevaba la lámpara de queroseno y bajaba ante él. Decía: "Tenga cuidado con este escalón…"

Xavier ya se había alzado el cuello de su gabardina. Tenía la mano sobre el picaporte: "Escuche", imploró de pronto el sacerdote. Xavier se volvió:

– ¡ No haga eso!

Xavier se apoyó en la puerta. El cura dejó la lámpara sobre un peldaño.

– No tome por ese lado. Como Xavier murmuraba:

– No lo comprendo…

– Sí, por supuesto que me comprende. Usted es temerario. Peca por temeridad.

– No, soy cobarde. Dios lo sabe.

El sacerdote miró largamente a Xavier, tan endeble en su impermeable gastado, luego cerró los ojos.

– Le tengo lástima -dijo-. No cargue con ese fardo.

Y como el muchacho preguntaba:

– ¿Qué fardo?

– Mi vida -contestó el sacerdote.

– Es demasiado pesado para usted. Lo aplastará.

El sacerdote había recordado después que a pesar suyo había dicho: "Lo aplastará". Entonces Xavier:

– ¿Puesto que no es verdad? ¡ Puesto que se trata de un mito!

– Sí, un mito…, pero nunca he negado que cubre…

– ¿Que cubre qué, señor cura?

El sacerdote respondió secamente:

– Cosas oscuras en las cuales-es mejor que usted no se meta.

El rostro de Xavier se iluminó:

– Usted tiene fe -dijo.

El sacerdote meneó la cabeza.

– ¿En un sentido amplio? Por supuesto. Creo en fuerzas ocultas con las cuales es temerario jugar.

Xavier repetía:

– ¡ Usted cree!

– Creo en un poder que acaso no sea el que usted supone. No lo deje penetrar en su vida.

– Está en mi vida -dijo Xavier, en voz baja-, puesto que usted está en mi vida. No puedo arrancarlo de mi vida. Nadie tiene el poder de apartar a nadie.

El sacerdote murmuró:

– Eso es verdad… Uno de mis colegas -agregó vacilando- está unido a una mujer… Sabe que aunque la abandonara, ella seguiría formando parte de su destino, para siempre.

– ¡Todas esas cuentas que saldar! -suspiró Xavier-. ¡Todas esas relaciones personales de hombre a mujer, de hombre a hombre, cada una de las cuales será juzgada aparte! La pregunta "¿Qué has hecho de tu hermano?", que nos será formulada tantas veces como en el curso de nuestra existencia hayamos reinado sobre alguien, hayamos tenido poder sobre un corazón, sobre un cuerpo, hayamos usado y abusado de ese cuerpo…

– Vayase -gritó el sacerdote-, ¡ déjeme!

Había abierto la puerta… Había empujado a Xavier por los hombros.

XIII

¿Qué podia haber al avanzar? Recordó aquel lugar del camino, cuando eran niños, en la cima de un cerro donde sólo se veía el cielo y que ellos llamaban el fin del mundo. Nada más allá de aquel cuarto, de aquella casa, de aquella noche. Y el Autor de una destrucción tan paciente había desaparecido a su vez, al ser arrancada la última ternura.

Xavier experimentaba una gran paz y no sabía que eso era la desesperación, la verdadera, la que no se libera entre lágrimas y que hace avanzar a su víctima entre dos paredes hacia una puerta que basta empujar para entrar en el descanso que no terminará nunca. ¡Oh sueño! ¡Oh pobre corazón que sólo sabía amar! ¡Oh memoria, por fin anonadada con todos los nombres y todos los rostros que retenía en su profundidad!

Abrió la ventana, empujó los postigos. Ningún soplo movía las copas de los árboles: inmovilidad que hacía pensar en una petrificación. Los pinos, que nunca duermen, dormían aquella noche, y era tal el silencio, que Xavier oía el agua correr bajo los álamos, muy lejos, del lado en que Roland tenía su isla. Pensó en el tronco de pino tumbado; se había sentado en él junto a Dominique. Sin duda aquel cadáver de árbol permanecería allí durante años sin ser explorado; quizá se pudriera menos rápidamente que aquel cuerpo vivo asomado a una ventana, semiencaminado ya en el frío de la noche. Y Xavier calculaba las pocas probabilidades que tendría de matarse si se dejara ir: las piernas rotas quizá…, a menos que cayera sobre la cabeza.

Se volvió violentamente como si tuviera que hacerle frente a alguien que lo hubiera empujado de los hombros; no, nadie. Nadie, salvo esa faz desencajada en el espejo sobre la chimenea, esa cara delgada, todavía adolescente, bajo el pelo desordenado, y que lo miraba. De pronto sintió piedad de él, se tuvo lástima. Pasó lentamente sobre los párpados las palmas de las manos y pronunció en voz baja: "Pobrecito…" Hubiera querido que alguien estuviera allí, cualquiera, alguien: una criatura viva como él y perecedera. Pensó en Roland, que dormía arriba, en su cuarto en forma de buhardilla.

Los peldaños de la escalera del último piso no tenían alfombra y crujían. Se detenía para asegurarse de que la casa continuaba dormida. La puerta del niño estaba entreabierta, y el velador que alumbraba el cuarto expandía hasta el descanso un resplandor lunar. Hubo una época en que Roland era mimado por los Mirbel. Acostumbrado al dormitorio común, tenía miedo de quedarse solo de noche y había obtenido aquel velador. Xavier, emergiendo.de las tinieblas, distinguía cada objeto: el jersey y el pantalón tirados sin orden y los pesados zapatos de cordones rotos que bogaban al azar. Sobre la mesa de noche, un viejo nido de pájaro, una honda, una agenda, dos cartas de Dominique en su sobre, un pañuelo sucio. La aureola del velador revelaba en el cielo raso vagos continentes de goteras. Xavier se sentó con precaución al borde de la cama. El niño dormía con un sueño tranquilo, sin el menor soplo, como la naturaleza de aquella noche, petrificado como ella, hundido en un reposo que no pertenecía al mundo. Sin embargo, vivía: el olor animal de su vida reinaba en la buhardilla, y su calor. Xavier estaba sentado junto a ese ser como ante un fuego, y se calentaba en ese fuego vivo. El cuerpo estaba de costado, un hombro flaco surgía de las sábanas. El pelo sobre la nuca dibujaba una punta. Xavier no se movía: recobraba su fuerza. La criatura dormida bajo sus ojos hacía que Dios fuera nuevamente sensible a su corazón. Un cuerpo humano, una alma humana: no se necesitaba más, Dios mío, para que estuvierais ahí, para que le fuerais devuelto. Él no podía decir ninguna palabra al niño dormido ni posar los labios sobre su frente. No podía hacer nada, salvo hablaros de él, ¡qué voluntad apasionada de sustitución! Siempre ese "tomadme en su lugar", siempre esa exigencia de asumir lo peor de un destino.

¡Una especie de locura!, pero una gran paz le había vuelto o más bien la experimentaba de nuevo, pues no dudaba de que nunca la había perdido. Una paz viva, una paz que lo embotaba de alegría, y que, sin embargo, le daba miedo a causa de lo que anunciaba.