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– ¿Qué haces en este cuarto?

Se irguió y vio en el marco de la puerta a Mirbel, envuelto en una bata blanca. El niño se despertó, se sentó en la cama, miró a los dos hombres y se echó a llorar. Mirbel repitió:

– ¿Qué haces aquí? Xavier balbució:

– No sé.

Con la cabeza gacha, buscaba lo que debía contestar.

– ¿ No lo sabes? ¿ De veras?

Mirbel dio algunos pasos hacia la cama, se inclinó hacia el niño, que se frotaba los ojos y gemía; lo asió de las muñecas y descubrió una cara hinchada de sueño, bañada en lágrimas.

– ¿Qué te ha hecho? Pero contesta cuando se te pregunta algo.

Roland sollozaba. Balbució "que dormía, que no se había dado cuenta de nada".

– ¿De qué hubiera podido darse cuenta? -preguntó Xavier-. De pronto me sentí inquieto por él, vine para cerciorarme de que no estaba enfermo.

– ¿No lo estaba?

– No, dormía tranquilamente.

– Dijiste hace un rato que no sabías lo que hacías en este cuarto. Necesitaste tiempo para encontrar un pretexto.

Xavier seguía con la cabeza baja.

– ¿Por qué te quedaste cuando viste que dormía tranquilamente? Xavier dijo:

– No sé… -vaciló un instante y a media voz-: Creo que rezaba…

Mirbel se encogió de hombros y empezó a recitar, cantando como un colegiaclass="underline"

Un ángel de rostro radiante,

inclinado sobre la cuna,

parecía contemplar su imagen

como en la linfa de un arroyo.

"Niño encantador que eres mi imagen

– le dijo-, oh, ven conmigo,

ven, seremos dichosos juntos…"

Mirbel se interrumpió presa de una risa cacareante. Xavier se había inclinado hacia Roland y le repetía en voz baja:

– Cierra los ojos, eso no significa nada, duerme. Le impedimos dormir -dijo, volviéndose hacia Mirbel.

– Es un escrúpulo un poco tardío, ¿no te parece?

Sin embargo, Xavier envolvía al niño, le ponía la sábana sobre el hombro, le decía:

– Vuélvete del lado de la pared…

– Ahora dejémoslo.

Salió, pero sentía casi el soplo de Mirbel, a tal puntó lo seguía de cerca. No pudo impedirle que entrara detrás de él en su cuarto. Mirbel cerró la puerta, se volvió hacia Xavier y dijo:

– Es hora de que los separe.

Xavier no apartaba los ojos de aquel hombre sentado en el sillón, como si hubiera querido pasar allí la noche.

– Haría bien yendo a acostarse -dijo.

– ¡Oh, el sueño y yo! -suspiró Mirbel, y extendió las piernas, flacas y velludas-. No tienes conciencia, por supuesto, pero es hora de que separe al chico y a ti. No quieres tener conciencia de ello. Ah, la evasión por lo sublime, el disfraz de lo peor por lo mejor: eres un ejemplo famoso. Felizmente para tu salvación, estoy aquí.

Xavier callaba y lo observaba.

– En fin, el dieciocho de este mes devuelvo el chico a donde lo he sacado. Es asunto resuelto.

Xavier preguntó si "se trataba de una amenaza".

– No, pero te repito que es un asunto resuelto.

Todo lo que había ocurrido en el cuarto de Roland y esa vergüenza que lo abrumaba, Xavier lo olvidó. Pensó con una precisión seca en ese proyecto que había planeado con Dominique: ella se lo recordaba en la última carta. Él dispondría en favor de Roland de los ciento cincuenta mil francos que había heredado de su tío Cordés. Se lo confiarían a esa colega de Dominique que aceptaba niños en pensión. Seguiría las clases en la escuela libre de Saint-Paul. No escuchaba a Mirbel.

– Volveremos a encontrarnos solos frente a frente como en el tren. La corriente tendrá que volver a pasar. Las mismas circunstancias suscitarán la misma simpatía, ya verás. Por supuesto estaremos menos tranquilos aquí para conversar que en un compartimiento… Ya sabemos: está Michele. Pero en seguida llegarás al punto en que uno ya no ve a la gente con, quien vive. Suprimiremos a Michéle -exclamó con alegre ferocidad.

– Pienso que podría… -interrumpió Xavier-. Usted no me negará eso… Quisiera acompañar yo mismo a Roland el dieciocho.

Mirbel se levantó y se dirigió hacia Xavier.

– No me hables más de ese chico: una mojarrita que vuelve a echarse al agua. Lo devuelvo a su elemento naturaclass="underline" los asilos, los hospicios. ¿En qué te ocupas? ¿Qué temes por él? ¡Me parece que tienes muy poca confianza en la Providencia!

Y recobró su tono de colegial que canta, para recitar este dístico:

A los pajaritos les da su alimento

y sobre toda la naturaleza se extiende Su

bondad.

– Estos dos versos de Racine se titulaban Bondad de Dios en El cesto de la infancia en que las monjitas buscaban los textos de nuestras lecciones.

– Usted y Michéle le han dado el gusto de cierta vida, costumbres -dijo Xavier-. Ustedes son responsables…

– No te contestaré cuando me hables de ese ser atroz. Confiesa que estás curiosamente obsesionado…

Xavier, con los ojos cerrados, ceñudo, repetía a media voz, casi suplicante:

– Vayase. Déjeme.

– ¡Ah, cristianito que no te atreves a mirarte de frente!

Xavier pensaba: "¡Dios mío, que este hombre no arroje en mí el germen de la abominación!, No permitas que envenene mi fuente…" Se asombró de lo que decía en voz alta:

– ¿Me curaré alguna vez de haberlo conocido a usted?

– Por fin -gritó Mirbel-. ¡Era tiempo! Reconoces que estás tocado. No pido más -agregó riendo-, por lo menos esta noche. Tranquilízate, voy a dejarte dormir. Ahora vas a poder dormir. La verdadera vida empezará para nosotros a partir de mañana.

Caminaba a través del cuarto con excitación y se restregaba las manos.

– Y sobre todo no te ocupes más de hacer estudiar a Roland. Déjalo gozar en paz de lo que le queda. Ya no está a tu cargo. Te pido que lo convengas conmigo.

Xavier respondió con voz neutra:

– Ya no estoy encargado de hacerle aprender sus lecciones ni de corregir sus deberes.

– ¡Ah, cabeza dura! -exclamó de pronto Mirbel-. ¡Ah, la romperé a puntapiés…!

Tendió hacia delante las manos semicerradas de estrangulador. Ante aquella cara convulsa Xavier había retrocedido un paso. Mirbel pareció despertar. Dejó caer las manos.

– ¿No lo creíste? -preguntó en voz baja-. ¿Dime? ¿No creíste que quería hacerte daño?

– No tenía miedo.

– No crees que pueda hacerte nunca daño. No se mata lo que se ama.

– Quizá debamos elegir -dijo Xavier-. Matar lo que amamos o morir por lo que amamos.

Mirbel suspiró:

– Hay algo en medio: ser amado de lo que uno ama. ¿Crees que esa dicha existe en este mundo?

Xavier dijo apartando la vista:

– Sí, esa dicha existe. Vaya a dormir ahora. Mirbel, casi tímido, preguntó:

– ¿No me guardas rencor? ¿Me perdonas? -Xavier inclinó la cabeza; luego cerró con pasador y se sentó a su mesa. Fue aquella noche cuando escribió sobre la página arrancada de un cuaderno de colegiaclass="underline" "Lego a Roland, hijo de la Asistencia Pública…", y la continuación.

XIV

Aunque no era dia de misa, en cuanto Xavier vio despuntar un resplandor a través de las persianas se levantó, se fue a la iglesia y permaneció de pie un rato contra la pared del coro, con los pies sobre la hierba espesa y mojada, hasta la hora en que abrió el correo. Escribió un telegrama para Dominique: le rogaba que lo llamara por teléfono aquella misma mañana. Según sus cálculos, la campanilla sonaría antes que Mirbel hubiera bajado de su cuarto, y era la hora del día en que Michéle no salía de la cocina.