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Pudo, en efecto, descolgar el receptor antes que el timbre alertara a nadie. Dominique lo escuchaba con una docilidad inesperada. Se citaron para dos días más tarde en la curia de Baluzac. Él le llevaría al chico. Ella había hablado de él a su colega, que aceptaba tenerlo en pensión. Dominique realizaría los trámites necesarios en la Asistencia Pública, donde el padre de una de sus alumnas ocupaba un puesto importante. Todo era sencillo: el camino parecía despejarse ante Xavier. Había que convencer al chico, pero cedería ante el solo nombre de Dominique. Sin embargo, había que prepararlo. ¿Dónde encontrarlo? No estaba en ninguna parte de la casa. Octavie lo había visto correr hacia el arroyo: iba a mojarse los pies. Tanto peor si se enfriaba: "Con tal que no demore nuestra partida…" Ella también lo aborrecía porque había que servirlo a pesar de ser un expósito.

Xavier lo vio venir por el sendero. Empujaba una piña con el pie, las manos en los bolsillos y la boina hundida hasta las orejas. Se divertía como si no fuera el momento en que iban a echarlo al agua. Balanceaba su pesado zapato con clavos, golpeaba la piña, la mandaba lejos, la alcanzaba con saltos de cabrito, se paraba en seco. No vio a Xavier, oculto por un pino. A los chicos no les gusta ser observados cuando juegan solos. Xavier lo sabía. Lo dejó pasar, dio la vuelta a la casa y se encontró como por casualidad ante el chico.

– ¿Vienes de decirle adiós a tu isla? Contestó con tono regañón:

– ¿ Por qué?, no es una persona… Quiso entrar en la casa. Xavier le puso la mano sobre el hombro:

– Quédate, tengo que hablarte… ¿Qué va a ser de ti, a tu modo de ver? El chico gruñó:

– No sé, yo… -agregó de golpe-: Me colocarán. Pero esta vez quiero ganar.

– ¿Te gustan los libros? ¿No quieres ser un muchacho instruido?

– Prefiero ganar. Y, además, el que decide no soy yo.

Apartó la vista y farfulló:

– ¿Y a usted qué puede importarle?

– Pongamos que a mí no me importe. Pero quizás haya alguna otra persona… El chico se encogió de hombros:

– Por mí puede hablar…

Eso fue dicho en tono entre alto y bajo, con insolencia. Subió los primeros peldaños de la entrada. Xavier lo retuvo, agarrándolo por el brazo:

– La señorita Dominique está inquieta por ti. Quiere verte.

El chico volvió la cabeza hacia Xavier; tenía una cara hosca y desconfiada. Preguntó:

– ¿Cómo lo sabe?

– Me llamó por teléfono esta mañana, pero no se lo digas a nadie. Vendrá a buscarte el jueves. Te esperará en Baluzac. Te acompañaré.

– ¿Qué puede hacer por mí? No puede hacer nada, no tiene dinero.

– No te ocupes de eso. Ten confianza en ella y en mí.

Preguntó a media voz:

– ¿Van a casarse?

Xavier apartó los ojos para no verlo y dijo (como si se enterara él también, como si de pronto tuviera la certidumbre):

– No, Roland, no será mi mujer. No me casaré nunca. Nunca tendré hijos, nunca otros chicos que los que me sean dados, como tú me fuiste dado.

Puso la mano sobre la nuca reacia. Roland preguntó:

– ¿Por qué le intereso? No soy interesante.

– Lo eres para mí, para Dominique. Nos interesas porque te queremos.

– ¿Usted me quiere? ¿A mí? ¡Vaya! Reía. Sacudía la cabeza.

– ¿No lo crees?

– No soy nada suyo.

– ¿Por qué se quiere a alguien? Dominique no es nada tuyo y la quieres. Dijo:

– No es lo mismo… -y permaneció un momento con la mirada vaga. Preguntó en una especie de explosión de alegría-: ¿Voy a verla el jueves? ¿No es broma?

– La verás y te irás con ella. Pero guarda el secreto. Él repetía:

– ¿No es broma? -no sonreía, pero su rostro resplandecía.

– Vamos juntos a decirle adiós a la isla, ¿quiere? -preguntó de pronto.

Tomó la mano de Xavier y lo arrastró. No vieron un rostro pegado a un vidrio del primer piso. Mirbel abrió la ventana e hizo en dirección de ellos el gesto de apuntar con una arma invisible.

XV

Octavie puso las tazas vacías sobre la bandeja y, a punto de salir, con la mano sobre el picaporte, dijo sin volverse:

– ¿La señora ha visto que el chico se llevó todas sus cosas?

Michéle preguntó distraídamente:

– ¿Qué cosas? -no apartaba la mirada de la labor.

– El armario y la cómoda están vacíos. Mirbel dejó el libro que leía y preguntó dónde estaba el chico.

– Le permití que acompañara a Xavier a Baluzac. Irán a pie. Prometieron no volver tarde.

– ¿Los viste salir?

Ella se levantó bruscamente. Recordaba haber visto que Xavier llevaba una mochila.

– Creí que llevaban su merienda.

Salió apresuradamente. Jean la siguió por la escalera. Subieron juntos hasta la buhardilla del chico. Sí, el armario estaba abierto y vacío. Tampoco había nada en los cajones de la cómoda. Sólo quedaba una vieja caja de jabón, cuya tapa había sido agujereada con clavos "para que las langostas puedan respirar". Octavie se había unido a ellos y hablaba sola; había sospechado algo. Había que saber si aquel señor no había venido a Larjuzon para raptar a Roland. A lo mejor tenía algún interés: con los chicos abandonados se tienen sorpresas.

Mirbel bajó un piso, penetró en él cuarto de Xavier y vio que todo permanecía en su lugar: la ropa sucia estaba tirada en el suelo y vagaba un par de zapatos que no habían sido limpiados desde hacía tiempo. La maleta estaba en su sitio, entre el armario y la pared.

– Él volverá -dijo Michéle-. ¿Por qué bajas la cabeza? Nos hemos librado del chico. ¿No es lo que querías?

Mirbel salió sin contestar. Ella lo siguió sin decir una palabra. Jean fue al teléfono, hojeó la guía y llamó a la curia de Baluzac. Hacía frío en la habitación oscura. Las moscas muertas cubrían la mesa de los deberes de vacaciones.

– ¿Habla el cura de Baluzac? ¿Podría hablar con el señor Dartigelongue?

Michéle tendió hacia el receptor una mano, que él rechazó con rabia.

– ¿Ah, eres tú? ¿Vuelves esta noche?…,

¿solo?, sí, he comprendido…, no me había desinteresado. ¡Ya veremos!

Hablaba con voz pareja, impersonal. Cuando hubo colgado el receptor le dijo a Michéle:

– No me sigas. Déjame.

Era el instante en que el cura de Baluzac le decía a Xavier con aire de cómplice: "Lo dejo con ella en la sala. El ómnibus no pasa hasta dentro de un cuarto de hora. ¿Quiere que lleve al chico al jardín? Estarían más tranquilos".

Xavier sacudió la cabeza. El cura salió, y el muchacho y la joven permanecieron de pie, bastante lejos el uno del otro. Roland estaba pegado al vestido de Dominique, como el cervatillo a la corza. Ella contaba los trámites que había realizado en la Asistencia Pública, las formalidades que había tenido que llenar. Él no escuchaba, la miraba.

– No, no me dé las gracias. No tengo ningún mérito: para no perderlo a usted me encargo de Roland. Es la única manera de no perderlo.

– Roland ya no me necesita -dijo Xavier-. A partir de este minuto me siento liberado de él.

Ella protestó con violencia que nunca aceptaría ocuparse de él, sola, que haría de intermediaria entre Xavier y el chico. El chico se alejó de la ventana y gritó:

– ¡ Ahí viene el ómnibus!

En Larjuzon, un hombre daba vueltas y vueltas sin fin por los senderos. Cada cuarto de hora pasaba ante el porche, donde Michéle lo observaba y pronunciaba su nombre cuando él estaba al alcance de su voz, pero él no se volvía y se hundía de nuevo en la sombra que aumentaba. La noche cerró. Mirbel se dirigió hacia el garaje. Michéle surgió de pronto ante la luz de los faros. Le preguntó adonde iba. Creyó comprender: "a su encuentro". Arrancó rápidamente. Ella tuvo que aplastarse contra la hoja de la puerta para que no la atropellara.