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Xavier repitió con fuerza: "¡No!"

– Rogaré por usted -agregó-. Será lo mismo, será mejor.

– Estoy tranquilo. Sé que no va a abandonarme.

El pasillo estaba mal alumbrado, pero las lámparas de las estaciones atravesadas iluminaban brevemente a Jean de Mirbel.

¡ Qué alto parecía!

Xavier entró en el compartimiento, se sentó junto al hombre que dormía con la boca abierta, se esforzó por pensar en lo que debía comprar al día siguiente: un par de zapatos, calcetines de lana. Y los libros de Dom Marmion que no había encontrado en Burdeos. Y también La vida espiritual y la oración de la abadesa de Solesmes. El gran cuerpo de Mirbel obstruyó la puerta del compartimiento.

– Austerlitz. Llegamos dentro de diez minutos.

Tomó la maleta de Xavier, la llevó con la suya al pasillo y fijó sobre él una mirada en la que ya no había ni astucia ni burla. Era como si Xavier, sentado a orillas del mar, hubiera oído sirenas aullar en la noche, la llamada de un desamparo, cuyo nombre no conocía.

– ¿Ha reservado habitación? -preguntó Mirbel.

Xavier sacudió la cabeza. Durante las breves estancias en París se había alojado siempre, como muchas personas de Burdeos, en el hotel del Palais d'Orsay. Agregó riendo el comentario habitual de su padre: "Así se economizan dos taxis, el de la llegada y el de la partida". Mirbel protestó que la atmósfera del Palais d'Orsay era horrible: ¡esos kilómetros de pasillos! Conocía un hotelito un poco antiguo, pero bastante confortable, cerca de la Biblioteca Nacional.

– Lo llevo allí -dijo con autoridad.

Xavier no buscó pretexto para su negativa. El tren avanzaba lentamente hacia la estación de Orsay. Estaban de pie en el pasillo abarrotado de maletas, apretados por la gente, muy cerca el uno del otro.

– Yo había creído… -dijo Mirbel-, pero no, va a burlarse de mí. Va a parecerle que esto no se asemeja en nada a mis burlas de hace un rato…

– ¿Qué había creído?

– Que nuestro encuentro no es un azar, usted finge admitirlo; son cosas que los cristianos de su raza repiten por costumbre. Pero yo, figúrese que lo creí de veras, porque eso correspondía a una certidumbre interior, a una evidencia… Imagínese a un hombre a punto de ahogarse, que, de pronto, ve flotar al alcance de la mano un madero…, o aún mejor, una barca con alguien que rema… Creí que iba a izarme a bordo…

Xavier protestó como si tuviera miedo:

– ¡No! ¡No!, pero volveremos a vernos -agregó-, se lo prometo.

Mirbel sacudió la cabeza y contestó en voz baja:

– Esta noche o nunca.

Los pasajeros, apresurados por bajar, los empujaban en el pasillo. Mirbel quiso tomar la maleta de Xavier, quien no se lo permitió. Le hablaba casi al oído:

– Michéle y yo acabamos de jugarnos con usted nuestra última oportunidad. Pero es cierto: cómo podía usted adivinar que me encontró en una frontera que voy a cruzar solo…

Xavier preguntó: "¿Qué frontera?", pero no esperó la respuesta y, con irritación:

– ¡ Es demasiado cómodo! Si fuera verdad no lo diría…

– ¿Cree que le he hablado a otros como le hablé a usted? Michéle no me hubiera dejado ir. De haberlo sospechado, me habría hecho seguir por alguien… Por otra parte, no se trata de lo que usted cree: conozco más de una puerta de salida.

Subían lentamente la escalera metálica. Las maletas chocaban con sus piernas. Xavier no se volvía, pero sentía la respiración de Mirbel sobre la nuca.

– Nunca te pregunté: ¿Qué hicisteis esa noche?

– Puedo contártela hora por hora: Fuimos al depósito a dejar nuestro equipaje. Pasamos el puente, atravesamos la Plaza de la Concordia. Nos sentamos a una mesa en Weber. Allí empecé mi extorsión.

– ¿Una extorsión? ¿Qué extorsión? ¿El suicidio?

– ¿El suicidio? Sí, al principio…, pero no creyó, entonces le tendí esta trampa: "Haré cualquier cosa que usted me mande". Y él contestó en seguida lo que yo esperaba: "Vuelva junto a su muier". No protesté. Le aseguré que podía contar con mi palabra, con esta sola condición: él mismo me llevaría a Larjuzon y se quedaría hasta que me sintiera curado. Se indignó de que pudiera creerlo capaz de retardar su entrada en el Seminario por una causa tan fútil. Yo me indigné a mi vez de que se atreviera a decidir mi destino con tanta ligereza. Se turbó, pues se trataba de ti, en ese momento, Michéle. Tú sola lo interesabas entonces…

– No por mucho tiempo.

Ella reía. Él estuvo a punto de gritar: "No rías", y se apartó de ella. Pero la mujer volvió a acurrucarse. Jean insistió:

– Te había visto en el andén. Había comprendido que sufrías. Yo le interesaba sólo por ti. ¿No lo sabías?

– Me habló dos o tres veces del traje sastre de brin negro y blanco que llevaba puesto aquel día. Recuerdo haberle dicho riendo que tendría que esperar al mes de mayo para ponérmelo de nuevo y correr el albur de que le gustara otra vez. No recuerdo lo que contestó… Nada, sin duda. No escuchaba, ni siquiera oía ciertas cosas.

– Es que en ese momento habías entrado a tu vez en la zona de sombra. Un solo ser existía para él, por entero, en cuerpo y alma, y después pasaba a otro, como si hubiera buscado a aquel por quien debía morir.

Se interrumpió y suspiró:

– Michéle, me doy cuenta de pronto, era eso lo que me volvía celoso hasta la locura: necesitaba esa víctima para mí solo, ¿comprendes? No quería compartirla con nadie. No era demasiado esa joven vida para rescatar la mía.

– ¡Pero no, qué locura! ¡Qué buscas!

Escucharon un instante una lluvia débil y suave que quizá no hubieran oído si el olor de la noche no la hubiera revelado.

– Ese Xavier, ¡ qué imagen -falsificada de Dios amaba! Ser todo entero de todos y de cada uno: tú, al principio, luego yo, después todas las demás personas que encontramos en Larjuzon al llegar, ¡y hasta ese mocoso! Me sentía capaz de ahogarlo como a un gatito. ¡ Ah, Dios mío!

Ella le tomó la cabeza con las manos, repitiendo: "Se acabó, ya no lo odias, estás curado, se acabó", y con el pañuelo enjugaba el rostro que no podía ver.

– No pienses más en Roland. Contéstame, mejor: ¿adonde fuisteis al salir del Weber? ¿Al hotel?

– No, no nos acostamos. Fuimos a Montmartre a pie, yo llevándolo sin cesar hacia ti, a tu destino que dependía de él, que pendía de su decisión. Él se irritaba, se debatía. Yo sabía que lo tenía atrapado.

– ¿Durante la noche no os separasteis en ningún momento?

– Claro que sí, por supuesto. Él entró en el Sagrado Corazón por una puerta lateral. Había una noche de adoración por no sé qué cosa. Lo cité en la estación de Orsay media hora antes de la partida del primer tren para Burdeos. Me juró que no lo encontraría, pero yo estaba tranquilo.

– ¿Por dónde te arrastraste hasta el alba?

No contestó, se alejó un poco de ella, volvió la cabeza hacia la pared. La mujer murmuró: "He comprendido". Él dijo con la cabeza siempre vuelta hacia el otro lado: -Escucha: yo quería probarme a mí mismo que con otra todo volvía a ser posible. ¿Ahora ya no te hiere? Ya no existe ninguna razón para que te sientas ofendida…

La atrajo hacia sí. Era el olor de la lluvia en el cuarto, o el olor de sus rostros mofados. Eran sus suspiros y sus quejas o el estremecimiento de las ramas. Unos gatos furiosos maullaron al lado de los cuartos de la servidumbre.