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– No -dijo Mirbel-, -come demasiado mal.

Brigitte Pian agregó que ni siquiera en la cocina lo aguantaban, que le servían aparte, en el antecomedor.

– Sí, pero es un error que cometemos -dijo Michéle con vivacidad. Se levantó, abrió la ventana y llamó:

– Roland, ¿estás ahí? Sube. Vas a almorzar en el comedor. Se oyó su voz:

– ¿Al lado de la señorita?

– Sí, al lado de la señorita. Michéle puso ella misma el cubierto. Él entró y miró a Dominique con ojos que brillaban de alegría. Pero ella no reparaba en el niño.

Miraba a Xavier. Era la misma mirada tierna y secreta que lo había trastornado dos horas antes en el cuarto donde había contado la historia de José. Pero ¡qué lejos estaba ya esa alegría! Tan lejos que le parecía imposible recobrarla. La angustia volvió a surgir en él, un sufrimiento inhumano que había que soportar sentado a la mesa, comiendo y bebiendo con aquellos seres, rodeado de ellos como de una jauría sujeta por un ser invisible. Sin embargo, la misma mirada tan tierna y tan grave huía, escapaba de la suya. No había cambiado en nada. ¿Qué cosas se le ocurrían? Tenía su salvación al alcance de la mano, la armonía de todas sus contradicciones, todos sus abismos colmados. ¡Oh vida simple y verdadera! Vida sufriente de la pareja humana, con los hijos que hay que alimentar y educar, con modestas cruces erguidas a cada vuelta de la jornada, para que continuéis presente, Dios mío, en el seno de esa pobre felicidad hecha de privaciones, de vergüenzas, de lutos, de pecados, y que se pierde en la angustia de todas las muertes…

Octavie trajo la correspondencia con el café. Xavier reconoció en dos de los sobres esa tinta violeta preferida por su madre. Había escrito a la vez a su hijo y a Brigitte Pian. La anciana se había quitado las gafas negras.

– Una carta de su querida madre. Debe de haberse cruzado con la mía. ¿Usted la había prevenido de su presencia aquí?

Sí, Xavier le había escrito desde Burdeos. Brigitte Pian usaba impertinentes para leer y mantenía las páginas de la carta materna un poco alejadas de los ojos. Meneaba la cabeza, hacía un ruidito con la lengua, puntuaba su lectura con exclamaciones retenidas, ahogadas a último momento.

– Será necesario -dijo doblando las hojas- que tengamos una explicación muy seria.

– ¿A propósito de qué? -preguntó Xavier.

Y dejó sobre la chimenea la taza vacía. Oyó reír a Mirbel detrás del diario que fingía leer. La anciana no pareció desconcertada:

– Entérese del contenido de la carta que usted mismo ha recibido; quizás entonces comprenda de qué se trata.

Cuando Xavier llegaba a la puerta y pasaba ante Mirbel, éste lo retuvo del brazo y le dijo en voz baja:

– ¿Sabes lo que me recuerda esta escena? Ignoro si cuando tú estabas en el colegio recitaban durante la Cuaresma, en el Vía Crucis, las mismas fórmulas que en mi tiempo. Recuerdo que en la estación en que Cristo está atado a la cruz, el sacerdote decía:

"Pero lo que le pareció más horrible fue verse expuesto desnudo a la vista de una inmensa muchedumbre de espectadores…" Xavier soltó su brazo de un tirón: -¿Por qué me recuerda ese texto? Salió, subió la escalera apresuradamente, cerró la puerta con pasador, se echó de bruces en la cama. Mirbel acababa de definir su tortura: expuesto desnudo… Pero, entonces, ¿cómo no tener en cuenta todo lo que, antes del almuerzo, había oído concerniente a Dominique? Se levantó, abrió la carta de su madre; sintió la tentación de quemarla sin leerla. Encendió un fósforo, lo apagó, se persignó.

…Jamás creímos ni tu padre ni yo que ibas a perseverar más de algunas semanas, pero encontraste la manera de asombrarnos y de sobrepasar lo que esperábamos. Que te hayas dejado raptar, la palabra no es demasiado fuerte, en el tren que te conducía al Seminario, por un libertino de la peor especie, bastaría para perder toda esperanza sobre ti, si la divina Providencia no se hubiera manifestado una vez, más en la presencia de Brigitte Pian en Larjuzon. Créeme, mi pobre criatura, es ésta una gracia inesperada. Para que comprendas lo que esa gracia significa debo decirte que al recibir tu carta me precipité a casa de tu director, que aún tenía sobre la mesa las líneas que le habías dirigido desde París. Debes saber que ni siquiera piensa contestarte. No porque abrigue el menor rencor contra ti, pese a la situación más que delicada en que lo has colocado frente a sus colegas de París. Pero registra en lo que te concierne un fracaso total. Ya no ve ningún remedio para tu inestabilidad. Asegura que cuando un director se ha equivocado tan torpemente, su deber es hacerse a un lado y desaparecer. Ya estás prevenido: no debes contar más con él. Por suerte, la señora Pian tiene gran experiencia de las almas. Le escribo por el mismo correo; me creo autorizada por nuestras relaciones, qué se remontan a muchos años, obras de caridad que hacemos juntas, y, en fin, por las circunstancias providenciales que la llevaron a Larjuzon en el momento en que tú llegabas, para confiarle respecto a ti todo lo que es necesario que sepa. No he creído deber disimularle ninguna de las extravagancias de tu vida religiosa, le he hecho conocer el diagnóstico de tu último director: que decididamente no hay nada más que esperar de un espíritu tan incurablemente superficial como el tuyo "y tan lleno de falsas gracias que sólo denotan una sensibilidad morbosa". A propósito de morboso, te ahorro los comentarios de tu hermano. Me afligieron mucho, aunque no he comprendido todo su alcance. Sobre ese punto, por lo menos, he podido defenderte, pues nunca he dudado de tus costumbres ni de tus escasas inclinaciones hacia ciertas cosas. Gracias a Dios, nunca le has dado demasiada importancia a lo que tiene tanta para los muchachos de tu edad. Pero hay allí un peligro, según dice tu padre, que repite que le preocuparía menos un "juerguista descarado". También sobre este punto he creído poder dar algunas explicaciones a la señora Pian. Por lo tanto, harás bien en hablarle con el corazón en la mano, con más libertad que a mí misma. Nada la asombrará. Está en edad de oírlo todo.

Xavier encendió la vela, miró cómo la llama devoraba lentamente, palabra tras palabra, letra tras letra, los grandes rasgos violetas, luego sintió vergüenza. Entreabrió la puerta… En el escritorio hablaban todos a la vez: el ruido le permitió bajar la escalera y llegar a la puerta sin ser oído. Tomó por primera vez el camino del pueblo, seguido por las miradas de las viejas que cosían, sentadas en sus sillas bajas ante los umbrales. Vio la iglesia a la derecha al extremo de la callejuela. La puerta que sacudió casi con rabia estaba cerrada con llave. A través de los postigos entreabiertos una voz le gritó: "La sacristana tiene la llave, pero está trabajando su campo". Xavier se acercó a la ventana y preguntó "si estaba expuesto el Santísimo".

– Creo que sí -respondió la voz-, porque sé que la sacristana se inquieta en alimentar la lámpara y que todas las noches hay "Hora Santa" para las señoras.

Xavier, agradecido, dio la vuelta a la iglesia. Era el antiguo cementerio cubierto todavía de lápidas funerarias con inscripciones borrosas. La ortiga crecía con fuerza en aquella tierra a la que habían retornado tantos seres humanos.

El presbiterio, románico, surgía de la vegetación inculta, nave venida de fuera y hundida desde hacía siglos en esa greda alimentada por la carne de los hombres. El sol estaba todavía caliente. La hiedra negra zumbaba de avispas, y ese zumbido no se confundía con el rumor de la aldea. Xavier había apoyado su frente en la cabecera, la cabecera de Dios.

La lámpara debía arder en esa soledad absoluta. El prisionero guardado bajo llave estaba al otro lado del muro. Xavier no se habría sorprendido si las viejas piedras se hubieran apartado, las que lo separaban de su amor. El aserradero, la pala de una lavandera, un gallo, ladridos, el traqueteo de una carreta, lo que los muertos habían oído todos los días de su vida olvidada, él, que estaba vivo, no lo oía. Sintió de golpe que ya no soportaba ese escozor de la ortiga contra la pantorrilla izquierda. Sonaron las cuatro. Recordó que lo esperaban.