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V

– ¿Buscas a tu amigo?

Michéle se había encontrado con Jean a la vuelta de un sendero. Contestó:

– ¿Lo buscas tú también? -en un tono que no pareció herirla.

Xavier no estaba en su cuarto, y ella ignoraba adonde podía haber ido:

– Quizás al pueblo -dijo ella-, a la estación, para informarse de la hora de los trenes.

No, Jean no lo creía.

– No se irá mientras esté aquí cierta persona…, al menos ésa es mi impresión -insistió.

– Le importaría muy poco Dominique si no hubiera ese mocoso entre ellos -dijo Michéle-. Me pregunto de dónde proviene ese gusto de los sacerdotes por los chicos mal nacidos.

– Es que son almas fáciles de someter y que nadie se las disputa. Almas al alcance de la mano. Basta una pelota para atraerlas. La mayoría no busca más que su placer, pero el sacerdote se dice: "Aunque de diez pueda tener uno solo…"

Hablaba para sí mismo con una vehemencia amarga, como si hubiera querido convencer a alguien. Michéle no lo escuchaba. Él calló, atento a un pensamiento secreto.

– No -agregó él, de pronto-, no se quedará aquí a causa de Dominique, más bien se irá a causa de ella…

Michéle lo interrumpió:

– No veo por qué… -y él no se atrevía a descubrirle su pensamiento. Caminaban el uno junto al otro, con pasos lentos, como antaño, unidos por una inquietud común. Por lejos que Xavier los separara, volvían a juntarse en él.

– Dominique no tiene ningún interés en hacer que se vaya -dijo Michéle.

– No, no tiene ningún interés…, ¡pero él! Todavía no comprendes que pertenece a la raza que huye de la criatura amada.

Ella se encogió de hombros:

– ¡Las cosas que se te ocurren!

– Sí -agregó él-, ¡por supuesto!, se quieren -afirmó en voz casi baja-. Salta a la vista. Además, lo sabes perfectamente. Como si los dos no hubiéramos advertido al mismo tiempo todo lo que concierne a ese ser.

Ella protestó:

– Yo me intereso por ti. Sólo tú me interesas en él.

Dieron algunos pasos en silencio. Mirbel dijo en voz baja:

– Si la vieja se fuera…

– No dejará el lugar libre si no se lleva a su secretaria… Pero ¡míralos!

Michéle alzó la cabeza y vio a Dominique y a Xavier: iban hacia el arroyo precedidos por Roland, que corría. La joven llevaba el cesto con la merienda. No habían visto a la pareja.

– Consiguió llegar a sus fines -dijo Michéle.

Jean sacudió la cabeza:

– ¡ Como si Xavier pudiera ser el fin de alguien!

– Entonces, ¿qué buscas?, ¿qué esperas?

– Nada por el momento, salvo lo que tengo…

Y como ella repetía encogiéndose de hombros:

– ¿Lo que tienes? ¿Qué es lo que tienes?

– Piensa dónde debería estar ahora -agregó él, ardientemente-, dónde estaría

desde hace varios días si no me hubiera encontrado…

– ¡Un seminarista más o menos! ¡Vaya problema! ¡Vaya victoria!

Su burla no pareció llegarle. Ella se encogía de hombros, repitiendo:

– ¡Qué locura! ¡Estás totalmente loco! ¡ Por supuesto que estás loco!

Él no se enojó: seguía el hilo de su pensamiento.

– Y luego -agregó después de un silencio-, olvidas que hay golpes dados por sorpresa. Con paciencia podemos sorprenderlo en los momentos en que se cree abandonado. Piensa en la edad que tiene. No ha llegado todavía a sentir horror por la criatura, ¡lejos de ello! Dios lo ha visitado y ocupado antes de que se hubiera desprendido de él. Se lo hice comprender esta mañana. Los místicos han inventado reglas, etapas de ascensión… Pero al Espíritu no le importa nada. Créeme: este Xavier desbordante de gracia puede estar a merced de una palabra tierna, de una caricia, si es casta en su comienzo…

– Sí -interrumpió Michéle, sombríamente-, a la merced de Dominique.

– ¿ Dominique?

Él se detuvo: habían regresado a la terraza.

– Depende de nosotros que no esté aquí mañana… No, no me sigas -agregó al ver que ella subía la escalinata tras él-. Será mejor que todo ocurra entre la vieja y yo.

– Deja la puerta entornada -dijo Michéle-, yo me quedaré en el vestíbulo.

VI

– Pero, Roland, tu isla es una península. Y como el chico protestaba:

– ¿No ves que está unida a la tierra…? La isla de Roland era un tronco de álamo que avanzaba en el lecho del arroyo.

– La tierra está demasiado húmeda para que merendemos aquí -dijo Dominique.

Roland empezó a llorar: ella le había prometido que merendarían en la isla…

– Desde donde estamos podemos estudiar el trabajo que habría que hacer para que tu península se convierta en una isla

– dijo Xavier-. Habrá que abrir este istmo, cavar un canal. Entre los dos podremos hacerlo.

Roland olvidaba secar sus lágrimas y sonarse, quería ir a buscar las herramientas para empezar los trabajos.

Dominique le susurró:

– ¡ Qué buena idea! Corre a buscarlas.

Diez minutos para ir y volver…, se quedaría diez minutos sola con Xavier.

– No -decidió Xavier-, primero merendemos, ya veremos después.

El chico, que había salido corriendo, volvió y se sentó entre ambos. Dominique le dio bizcochos y chocolates. Xavier tomó un racimo de uvas que elevó hacia la luz: "¡Qué dorado es!" Dominique trajinaba:

– He traído limonada, ¿quién quiere?

Parecía estar allí sólo por el chico, y el mismo Xavier escuchaba con atención lo que él contaba respecto a las herramientas que la señora de Mirbel le había regalado.

– Era para Pascuas, cuando me trajeron aquí…

Fingió no oír a Dominique que decía:

– Ya no te hacen muchos regalos. Royendo su bizcocho vino a sentarse junto a Xavier.

– ¡Qué sucias tienes las rodillas! ¿No te da vergüenza?

– Qué sería -suspiró Dominique- si yo no estuviera aquí.

He aquí los propósitos que cambiaban, y transcurrían los minutos de aquel día de otoño tibio y dulce, sobre ese tronco de pino puesto al sol donde estaban sentados el uno junto al otro una vez más, quizá la última. Las arañas de agua se agitaban, luego permanecían inmóviles, y la corriente las arrastraba. Roland gritó con voz ahogada:

– Una ardilla…, allí…, ¿no la ven? Miren la cola…

Golpeó las manos, la ardilla saltó sobre un roble, luego sobre un pino, y Roland corría alzando la cabeza. Ella pronunció en voz baja su nombre:

– Xavier…

Él no se movía, los ojos entornados. No sabía afeitarse. Bajo la barba oscura tenía la piel de un niño. Ella inclinaba la cabeza hacia aquel hombro que no se apartaría. Pero Roland volvió: ya no veía la ardilla. Dominique le preguntó:

– ¿Y tus herramientas? ¿No quieres ir a buscarlas?

Xavier intervino:

– No, es demasiado tarde para empezar los trabajos. Mañana por la mañana lo haremos.

Roland protestó que habría luz hasta las siete y salió corriendo por la pradera.

Dominique tomó la mano de Xavier y preguntó tristemente:

– ¿Me tiene miedo?

Él negó con la cabeza, se acercó a ella y los hombros se tocaron. Ella enlazó sus dedos a los suyos, las palmas también unidas. Estaban tan inmóviles que una libélula se posó sobre la rodilla de Xavier. En la pradera, al otro lado del arroyo, se alzó un poco de bruma. Del camino llegaban balidos, campanillas y el grito gutural del pastor. Dominique tenía los pies desnudos en las zapatillas azules. Él cerró suavemente la mano sobre el tobillo izquierdo de la joven.

– Tiene frío… -dijo. Ella sacudió la cabeza y suspiró a media voz:

– Estoy bien. Estoy a su lado… Él preguntó:

– ¿Es verdad? No, no es verdad.

– ¿Que soy feliz a su lado? Lo miró, y él comprendió que la joven estaba a punto de llorar.

– Va a volver… -murmuró ella. Él pensó que esperaba un gesto… No estaría mal tomarla dulcemente de los hombros… ¿No había cerrado ya su mano sobre el tobillo? ¡ Qué delgado era su brazo! Acercó la boca; dijo:

– Su brazo también tiene frío… -Por fin la atrajo hacia sí, y sintió que todo su ser accedía a esa felicidad que no era el mal.