Pensó en Xavier, que iba a volver de la misa; era la primera vez desde su llegada a Larjuzon. Pensaba en aquel corazón viviente, alma viviente, venida no sabía de dónde; pájaro del mar que la tempestad había arrojado lejos de las costas, en el interior de la tierra, y convertido en el prisionero de aquella casa, de aquellos árboles, de aquel hombre dormido. ¿Qué esperaba Jean, qué anhelaba? Le repetía: "Ya verás, ya verás. No hay paciencia que resista a ese chiquilín atroz. Xavier no tardará en agotarse, se sentirá desamparado, triste. Entonces habrá sonado nuestra hora". Michéle sabía muy bien que en su boca eso significaba: "Mi hora…" Y apartaba de sí este pensamiento: "A menos que sea la mía…" ¿Por qué no, después de todo? Brigitte Pian no volvería a dejar a Dominique al alcance de Xavier. El primer entusiasmo no resistiría a una separación que la vieja se las arreglaría para que fuera definitiva… Xavier no tendría en quién refugiarse. "Y yo estaré ahí; de día, de noche, estaré ahí."
Sí, había que desechar tal pensamiento. Michéle se vistió con más cuidado que de costumbre. Pensaba adelantarse para recibir a Xavier. Sin duda él se demoraría, pues pensaba comulgar, ya que se había ido muy temprano con la intención de confesarse. ¡Pobre cura! ¿Qué habría pensado del penitente? Ella se había echado sobre los hombros un abrigo de tweed que por lo general sólo llevaba en la ciudad. Xavier apareció a la vuelta del sendero. Michéle apresuró el paso para juntarse con él. Pero a medida que se acercaba, iba más despacio. Con la cabeza gacha, caminaba lentamente como si alguien le estuviera hablando, como si escuchara una voz débil y lejana, una palabra difícil de comprender. Pasó a su lado sin que ella se atreviera a decirle una palabra o simplemente a sonreírle. Quizá no la hubiera visto.
XI
– ¿Usted es el joven de Larjuzon?
Esa pregunta del cura había liberado a Xavier de una gran inquietud. El sacerdote sabía quién era, y lo que tenía que confesar le parecía menos extraño. Brigitte Pian debía de haber hablado de él, pero antes del drama y cuando no alimentaba malos sentimientos. Le alegró que el sacerdote no perteneciera al tipo "cura de aldea bonachón". Era más bien endeble. Sus pálidos ojos huían bajo la mirada. Xavier se arrodilló. Se esforzaba por adentrar en las fórmulas preparadas con anticipación sus faltas, de contornos mal definidos.
– Sí -decía el cura-, comprendo…, sí…, sí… ¿Eso es todo? Y bueno, no veo en eso nada verdaderamente… Usted no es culpable por haber vacilado en el umbral del Seminario. Me permití decírselo a una señora de edad que se interesa por su caso. En cuanto a ciertas tentaciones, a ciertas inclinaciones, no veo ninguna razón para que se alarme. Están dentro del orden de la naturaleza, y por lo tanto en los designios de Dios. Diga desde el fondo del corazón su acto de contrición. -Ya alzaba la mano. Xavier, un poco jadeante, lo interrumpió:
– Tengo la impresión, padre, de que no he sabido hacerme entender, pues usted no me juzga Culpable y yo sé que lo soy.
– En la medida en que es culpable, está perdonado -dijo el cura con fastidio.
De nuevo alzó la mano y farfulló muy rápido las fórmulas de la absolución. Un chico sofocado entró en la sacristía. Dijo:
– Buenos días, señor cura -y descolgó una sotana roja.
– ¿No hay nadie? -preguntó el cura.
– Sí, la señora Dupouy.
– Sí, decía bien: nadie… Me gustaría hablarle después de la misa -agregó volviéndose hacia Xavier-. Me parece que podría ayudarlo. Se tratan más libremente estos temas fuera del tribunal de la penitencia.
Xavier inclinó la cabeza y se dirigió a un lado de la iglesia donde el chico encendía una vela sobre el altar de la Virgen. Xavier buscó en su misal la festividad del día, pero la nave estaba mal iluminada. Creía que era el día de Santa Brígida. Los primeros responsos que farfullaba el monaguillo subían al mismo tiempo a sus labios: ¡había ayudado a tantas misas! "Señor -pensaba-, en menos de un cuarto de hora estaréis entre nosotros…" Y como le ocurría casi siempre se esforzaba por ceñirse a las palabras habituales, a los "Actos antes de la comunión", enseñados en el catecismo y que recitaba desde la infancia: "¿Quién soy para atreverme a acercarme a vos? El peso de mis pecados me abruma, las tentaciones me inquietan, estoy atormentado por mis pasiones, no veo a nadie que pueda socorrerme y salvarme salvo vos…" Callaba, naufragaba, tenía que remontarse de un abismo de silencio, de adoración y de ternura para estar seguro de que no era el momento de adelantarse hacia el altar. No, todavía no era el momento. Se aferraba a las fórmulas como quien lucha por mantenerse despierto: "Enfermo, acudo a mi médico; criatura, a mi creador; afligido, me arrojo entre los brazos de mi consolador…" La campanilla sonó, el sacerdote comulgaba. Xavier se levantó. El chico farfullaba el confiteor. Xavier, como lo hacía siempre, se desdoblaba; una parte de él mismo razonaba: "Es sensiblería, esto no significa nada". Habría querido hablarle, a Aquel que estaba allí, de Dominique, de Roland, de los Mirbel… ¿Para qué? ¿Acaso no los llevaba a todos con él? Aunque lo hubiera querido no habría podido separarse de ellos. "¡Oh Rey de las naciones y objeto de sus deseos! ¡Oh Oriente! ¡Esplendor de la luz eterna y sol de justicia! ¡Oh llave de David! ¡Oh Raíz de Jessé! ¡Oh Adonaí!" El abismo se abrió de nuevo, pero tenía el presentimiento de que no debía permanecer en él a causa del sacerdote, que rezaba su acción de gracias ante el altar, pero que debía de haberla terminado desde hacía rato: tosía, se sonaba la nariz. Xavier hizo un inmenso esfuerzo para salir de aquel pozo. Se levantó, tambaleante, y se dirigió a la sacristía. El cura lo había precedido.
– ¿Tomará una taza de café? La señora Dupouy tiene la bondad de preparármelo aquí todos los jueves. Y enciende la estufa: es aquí donde enseño el catecismo. Es mejor para los chicos: la iglesia está helada.
Vertía el café en una taza cascada.
– Ha hecho bien -le dijo bruscamente a Xavier, sin mirarlo-. Sí -dijo-, ha hecho bien en no entrar… Es eso lo que quería decir.
Xavier estaba sentado en la sillita de madera de los monaguillos. Se levantó para ir a dejar su taza y fue a acodarse en el arcón donde guardaban los copones sagrados. Se quedó allí a contraluz.
– Oh, advierta que para mí ya no es dramático. No estoy ni sublevado ni amargado y ni siquiera soy verdaderamente desdichado. Justamente por eso mi consejo tiene más peso. ¿No le resulto extraño, al menos?
Xavier sacudió la cabeza sin contestar.
– Por otra parte, sabe, soy lo que se llama un buen sacerdote. Nunca un escándalo. Sobre mí nada…, ¡ni esto! -insistió haciendo chascar los dedos-. No hay que creer que nuestra gente de campo exige de nosotros algo más que ser bautizados, casados y enterrados con, en medio de eso, la comunión, como ellos dicen, no la primera comunión, ¡porque todo el mundo sabe que no hay más que una! Pero me tienen afecto. La señora de Dupouy me repetía el otro día lo que decía de mí su yerno, que trabaja en la estación: "Es un buen tipo, es amable, no piensa más que en hacerle un favor a uno, nunca habla de Dios". Lo que además prueba que nunca asiste a misa, porque preparo mi sermón con el mayor cuidado: me ocupa el sábado entero. Es para decirle, mi estimado señor, que mi consejo viene de un hombre equilibrado, que ha puesto cada cosa en su lugar, que se las ha arreglado, que ya ni siquiera sufre materialmente. Dígase lo que se diga, el oficio no es tan malo: de pronto una ave, de pronto un conejo, sin contar las verduras y las frutas. No se mata un cerdo en la parroquia sin que yo tenga mi parte. En fin, se vive. Pero para llegar a este estado de paz, de ataraxia, diré, he tenido que atravesar años de agonía. Hay que ser fuerte para salir tan ileso como yo. He sido un chico igual que usted, que tomaba todo al pie de la letra. Advierta que no se puede decir que haya perdido la fe. Creo que la misa tiene un significado. Creo que estoy haciendo algo cuando la digo. Naturalmente, tomo y dejo. En fin, he comprendido, ¿no es cierto? Pero cuando tenía su edad y aun mucho después… ¡ Ah, créame mi estimado señor, ahórrese esa tortura!