¡Era tan inesperado que gracias a la revista hubieran alcanzado unánimemente el problema esencial! Al mismo tiempo luchaba contra el placer de interesar a ese gran tipo que lo miraba con sus ojos azules, sin descaro, pero con un aire de curiosidad fría y tranquila.
– Son maniáticos, locos -declaró. Y como Xavier lo interrogaba con la mirada:
– Sí, los que escriben estas cosas… ¿No lo cree?
Xavier sacudió la cabeza: -Si lo creyera…
Se interrumpió en el momento en que iba a decir: "No entraría donde voy a entrar mañana a la noche…" Retuvo la confidencia por temor a que ese muchacho, de golpe, se desinteresara de él. No callaba por respeto humano: no quería romper ese lazo, esa frágil liana invisible como arrojada de un árbol a otro que los unía desde hacía unos instantes. Siempre ese sentimiento de Robinsón en su isla, delante de quien se yergue de pronto un hombre, no por algún naufragio imprevisible, sino por una voluntad particular de ese Dios que conoce el secreto de cada corazón. Temía decir la palabra que pondría fin a la historia antes que estuviese empezada. El otro insistía:
– Usted reconoce que no le interesa.
– Me aconsejaron que leyera esa revista…
– ¿Quién se lo aconsejó?
Una parte de sí mismo, la que estaba sometida a un director espiritual, le soplaba a Xavier: "Es justamente lo que se impone: que pronuncies la palabra que alejará a este hombre. Te engañas con motivos sublimes. En verdad, hasta en el umbral del seminario cedes a la curiosidad que despierta en ti el primer llegado, cuando es ese sacrificio el que se te ha pedido antes que cualquier otro. No habrás dado nada si no das eso…" Xavier contestaba: "Quizá…, pero no se trata únicamente de mí". ¿Dónde estaba la joven en ese momento? Imaginaba el salón de una casa de campo, una ventana abierta sobre una pradera semejante a la que él veía encuadrada por la ventanilla del vagón, con regueros de niebla y una hilera de álamos estremecidos. Era de ella de quien quería hablar, a causa de ella; estaba seguro de que por nada del mundo la conversación debía quedar interrumpida. Sin embargo, el muchacho decía:
– Es verdad que soy indiscreto. Tengo la manía de hacer preguntas.
Desplegó el diario y era como si hubiera vuelto a embarcarse, como si se alejara para siempre. Con la misma prisa con que se hubiera arrojado al agua para salvar a alguien, Xavier dijo precipitadamente:
– Es un artículo de mi director. Me pidió que lo Ieyera.
– ¿Su director? -preguntó el joven-. ¿Trabaja en una oficina?
– ¡ No! Mi director espiritual.
Xavier no dudaba de que el desconocido iba a lanzar una carcajada o a encontrar una fórmula cortés para excusarse y poner fin a la conversación. Pero, por el contrario, su atención aumentó y fijó sobre Xavier una mirada en la que había curiosidad, quizás irritación, piedad y en todo caso un interés poderoso. Sí, en ese minuto le interesaba. Los sentimientos que había despertado en él esa confidencia pasaban por el hermoso rostro amargo, como las nubes por el cielo. Xavier se sintió dichoso. Y al mismo tiempo se preguntaba si ya no estaba traicionando: "Toda criatura, si lo que nos importa de ella no es solamente su alma, aun fuera de todo pensamiento culpable, nos aparta de Dios. Usted ya no tiene derecho a disponer de ese corazón que va a entregar para siempre, ni tampoco de esa facultad de atención que ejerce sobre usted cualquier encuentro humano". Xavier había copiado entre sus notas ese párrafo de una carta del director. Había que dar el golpe de gracia, arriesgar la última confidencia, la que volvería a arrojar al mar a ese desconocido y reintegraría a Xavier a su isla, a su desierto.
– Mañana entro en el Seminario del Carmen -dijo.
El muchacho parecía confundido.
– ¿Se hace carmelita?
– No, en el Seminario del Instituto Católico, en la calle Vaugirard… Agregó en seguida:
– Todavía no he resuelto nada, es para estudiar mi vocación. No tengo ningún compromiso.
El desconocido se incorporó bruscamente, luego volvió a sentarse, una pierna replegada, inclinado hacia delante como para observar a Xavier de más cerca. Una brusca oleada de sangre le avivaba las mejillas, le confería de pronto un aire de extrema juventud. Dijo:
– ¡ No es posible! ¡ No hará eso!
En seguida agregó en tono imperioso:
– Está todavía a tiempo: usted es un inocente caído entre las manos de esos estranguladores: ¡vaya si los conozco! Lo ayudaré a escapar, lo arrancaré de sus garras, ya verá.
Xavier recordó entonces comó sus padres habían acogido su decisión, esa manera de encogerse de hombros, esa afectación de no tomarlo en serio, la certidumbre de que no aguantaría tres meses en el Seminario. "Sobre todo no vayas a decírselo a nadie… Al salir quedarías en ridículo. ¡Como si alguna vez hubieras perseverado en algo! Empezaste a estudiar Derecho, luego quisiste ser Licenciado en Letras. Ahora es otro cantar… ¿La carrera eclesiástica? -había agregado su padre-, ¿por qué no? Dígase lo que se diga, ser obispo todavía cuenta, o aunque sólo fuera cura de una gran parroquia. Y después de todo hoy es la carrera con menos competencia. Pero te conozco bien, nunca persistirás, lo que quiere decir que nunca llegarás a nada." Y su hermano Jacques: "¡Estás chiflado! ¡Qué infeliz!…, lo serás toda la vida…" Su padre, su madre, su hermano, que "practicaban", "comulgaban en las fiestas de guardar", y también ese muchacho que seguramente lo censuraba y hasta sentía horror por ese camino en donde él se internaba. Al menos éste sentía que era grave, que se jugaba la vida. Y de pronto Xavier oyó la pregunta: "¿Cómo se llama?", casi en el mismo tono que adoptan los chicos el primer día de clase en el patio del recreo cuando le preguntan a un recién llegado: "¿Cómo te llamas?" Sí, a Xavier no le hubiera sorprendido que el muchachote lo tuteara. Pronunció su nombre con la misma timidez que habría tenido a esa edad: "Xavier Dartigelongue".
– ¿El hijo del abogado? Conozco a su hermano Jacques.
Xavier se sintió inmediatamente colocado con su parentesco, sus alianzas, en el lugar exacto que ocupaba en la jerarquía de la ciudad.
– Soy Jean de Mirbel -dijo de pronto el muchacho. No dijo: "Me llamo Jean de Mirbel". Sabía que con sólo decir su nombre brillaría en su clase, en el cénit, ante aquel pequeño burgués.
– ¡ Ah, lo conozco muy bien!
Xavier observaba con respeto esa famosa bala perdida que había hecho una guerra valiente. "Son éstos los que luchan mejor como decían sus padres, mientras tantos muchachos serios quedan en el campo de batalla." Corría la voz de que Jean de Mirbel se divorciaba.
– ¿El apellido de su mujer es Pian? -dijo Xavier, con aire entendido-. Mi madre es muy amiga de la señora Pian.
– Sí, esa vieja arpía.
A Xavier le asombró no sentirse extrañado ni herido. Respiró el olor polvoriento del vagón; miró, como si lo viera por primera vez, el tapizado azul; descifró las iniciales de la Compañía a lo largo de la franja colgada bajo unas fotografías, una de las cuales representaba el puente de Cahors. Mirbel preguntó:
– ¿Cómo ha podido resolverse? Que se le haya cruzado la idea, lo comprendo. A su edad uno se siente tentado por cualquier cosa absurda. Pero de ahí a dar el paso… Ya sé que no hay nada definitivo. Pero el hecho de haber pasado por el Seminario es grave, es algo que marca.
Xavier vaciló en contestar. Preguntó:
– ¿Recuerda esa frase de Rimbaud…? ¡Porque a usted ha de gustarle Rimbaud!
– Usted sabe…, para mí…, la literatura… Tengo una madre que escribe novelas, las novelas edificantes de la condesa de Mirbel son muy conocidas, tienen grandes tiradas… Novelas para usted -agregó en un tono de burla afectuosa.
– He oído hablar -dijo Xavier.
– Bueno, conténtese con eso y no meta la nariz. ¿Qué me decía de Rimbaud?
– Sí, cuando habla de uno de sus antiguos amigos que ve en sueños en esa sala, en el campo, donde hay velas y paredes tapizadas de madera antigua: "Ese amigo sacerdote y vestido de sacerdote…, era para ser más libre", agregó Rimbaud. Para ser más libre, ¿me comprende?