– No -dijo Mirbel-, no comprendo. ¿Cómo una persona va a entrar voluntariamente en la cárcel para ser más libre?
– Más libre de amar.
Xavier se ruborizó levemente y agregó:
– No pertenecer a nadie para pertenecer a todos. Poder darse entero a cada ser sin traicionar a nadie. En el casamiento…
Xavier se interrumpió recordando de pronto que hablaba con un joven marido que acababa de abandonar a la mujer en el andén de una estación sin siquiera devolverle su beso.
– Pero, gracias a Dios -contestó Mirbel-, del matrimonio uno se evade. Es más fácil decirlo que hacerlo; si alguien puede saberlo, soy yo. Pero asimismo se consigue. Yo, por ejemplo…
No agregó nada. Después de unos minutos de silencio, Xavier dijo en voz baja:
– Es muy bonita.
Y como Mirbel fingía no comprender, insistió:
– Sí, la joven que estaba con usted en la estación; es ella, ¿no es cierto?
Mirbel apartó un rostro de pronto endurecido.
– ¿Todavía mira a las mujeres?
Xavier veía moverse un músculo bajo la oreja, en la articulación de la mandíbula. Fue Mirbel, sin embargo, quien al cabo de unos minutos habló nuevamente:
– Y después de todo, ¡qué! Total, usted no cree seriamente en todos esos cuentos. Nadie se juega la vida por un disparate. Usted debe de saber muy bien que no es verdad -insistió con exasperación mal contenida-. En el fondo nadie lo cree.
Y como Xavier guardaba silencio, insistió:
– Pero, en fin, ¿cree, sí o no?
Se había inclinado, los codos apoyados sobre las rodillas, y Xavier veía de cerca aquella cara tan ávida, tan triste, aquellos ojos que parecían un poco perdidos a causa de un leve estrabismo. Xavier no sabía qué oscuro obstáculo le impedía contestar: "Sí, creo". Por nada del mundo hubiera dicho una sola palabra que pudiera engañar a aquel hijo de la ira sentado frente a él.
Salió del paso con una derrota:
– Si no creyera, ¿piensa que entraría en el Seminario?
– Contesta a una pregunta con otra pregunta. Sin embargo, sería excesivo cometer esa locura para defender y propagar lo que usted considera un mito.
Xavier no protestó. Dijo solamente, como si hablara consigo mismo:
– Dios existe puesto que lo amo. Que Cristo no ha muerto, que vive, nadie lo sabe mejor que yo. Es un hecho que Él está en mi vida y que cada una de sus palabras se dirige a mí en particular y que siempre termino por preferirlo a los seres que más quiero.
Se asombró de lo que osaba decir ante aquel muchacho, una bala perdida, como decían sus padres, un libertino.
– Hasta el día en que usted prefiera a un ser viviente… -dijo Mirbel-. Pero entonces será demasiado tarde; será el prisionero de ese horrible hábito, de esa mortaja negra. Y ya no será joven; estará arrinconado entre los riesgos de un escándalo y el asco que causará. O si no será el ahogo, la muerte por la sed.
Tomó la mano de Xavier y le habló muy cerca:
– Qué suerte que me haya encontrado ahora que está todavía a tiempo. ¿Sabe a lo que renuncia, pobre inocente? Siquiera alguna vez ha…
Apenas había soltado la palabra innoble, Mirbel sintió que la mano de Xavier se le escurría. No era un muchacho de veintidós años el que estaba bajo su mirada, sino un ser todavía bañado de infancia y que se alejaba vertiginosamente de él. Mirbel se retractó y dijo en seguida que comprendía ese asco, que no le era ajeno, que él también lo había sentido.
– No necesitar mujeres, hacer que los hombres sean capaces de vivir sin ellas, sobre ese punto lo comprendo -dijo Mirbel-. El celibato de los clérigos es un pensamiento profundo de la Iglesia Católica.
Xavier no aprovechó esa concesión, no rectificó su propósito. Continuaba menos extrañado por lo que había oído que por el tono vulgar, cínico del muchacho que había sido delegado hacia él, en el umbral del Seminario, que no estaba allí por casualidad, cuya sola presencia destruía en él esa paz en la que había vivido desde que había tomado su decisión. Era como si de golpe todo volviera a plantearse. Pero no, no era posible: iban a separarse en el andén de la estación, y todo acabaría entre ellos. No, no acabaría. Estaba decidido a no dejar salir de su vida a ningún ser una vez que hubiera entrado en ella. Era un pacto a la medida de su corazón insaciable. Si Mirbel lo hubiera interrogado habría contestado que no sabía si creía en la Comunión de los Santos, pero que la practicaba con tanta pasión que ya era para él una evidencia, una realidad viviente. Aun cuando nunca volviera a ver a Jean de Mirbel (¿y qué posibilidad había de que sus caminos se cruzaran otra vez?), Xavier lo había introducido en su memento de los vivos, nunca demasiado recargado para él, y hasta la muerte seguiría siendo uno de ellos. Pues también eso formaba parte de su credo particular: creía en un pequeño número de elegidos, pero cada elegido tenía el poder de arrastrar tras sí a todas las almas, en apariencia condenadas, que le eran dirigidas; esta astucia de la Gracia no podía revelarse a los hombres porque en seguida abusarían.
Así soñaba cuando nuevamente Jean de Mirbel lo interrogó:
– ¿Siempre pensó… entrar en el Seminario?
– Siempre.
– Pero ¿vaciló mucho tiempo?
– Sí, hasta el invierno pasado.
– ¿Y tomó su decisión un día cualquiera?
– Sí, un día cualquiera.
– ¿ Podría decirme la fecha?
– Podría.
– Entonces, ¿ocurrió algún acontecimiento que puso fin a su vacilación?
– Quizá… No lo sé… No puedo decírselo.
– Por supuesto, soy indiscreto, pero no es curiosidad. Se lo juro. No es mi manera de ser; los demás no me interesan salvo cuando los quiero.
Xavier se apartó un poco. Sentía bajo los dedos de la mano derecha la tela rugosa del asiento. El cielo estaba casi blanco con algunas nubes dispersas. Era la hora en que había oído esa palabra, y estaba, dicha para siempre. Como en aquella caja vieja donde de chico guardaba su tesoro, daba de lado esa palabra. Un día, quizá dentro de muchos años, volvería a encontrarla intacta, demasiado frágil para que el tiempo pudiera tocarla.
– No es que usted sea indiscreto -dijo-. Pero hay cosas que cuando uno trata de contarlas parecen tan increíbles, tan ridiculas…
– No, yo comprenderé.
– Se burlará de mí y sobre todo lo usará como arma para probarme que mi decisión es una locura.
– Bueno, demuéstreme que no tiene miedo, que su vocación es bastante fuerte como para someterse a una prueba.
– Evidentemente, mi partido estaba tomado a pesar mío desde hacía tiempo, de manera que para decidirme bastó un empu-joncito. Usted va a reírse. Mis padres me obligaban, justamente para luchar contra mi vocación, a ir a fiestas y reuniones.
Mirbel se echó a reír.
– ¡Ah, eso tiene gracia! ¡Qué idea brillante tuvieron sus padres! He conocido esas reuniones "que dan los burgueses para casar a sus hijas". Si hay un lugar desde donde he podido desear entrar en la Trapa…
– ¿Ah, sí? -dijo Xavier.
– ¡ Ah, la, la! Toda esa juventud con granos, y la pobre chica que golpea un piano, y el calor, y el champaña demasiado dulce, y el olor de las axilas… Si a uno le gustan las fiestas, para eso está la sociedad, ¿no es cierto? En fin, la verdadera. Yo, naturalmente, vomito encima.
Vomitaba, pero formaba parte, pertenecía a ella.
– Seguramente yo era el más ridículo de todos -dijo Xavier-. Bailo mal, no sé comportarme. Ignoro lo que hay que decirle a una muchacha. En un baile, por supuesto. Porque tenía amigas, sí. Hasta puedo confesarle que tenía una amiga.
– ¿Por qué no? -interrumpió Mirbel.
– Pero en esos bailes… Había encontrado como solución estar siempre con la misma muchacha, a la que sacaban poco a bailar, aunque fuera muy simpática…, pero un poquito débil. Era la menor de una familia numerosa donde había un solo varón y una cantidad de mujeres. Ésta se contentaba con tenerme a mí, a falta de algo mejor.
– ¿Le gustaba?
– ¡Por supuesto que no! En fin, no como usted lo entiende…, ni de ninguna otra manera, por otra parte. Era para no estar solo, para no quedarme siempre contra los marcos de las puertas.