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– Pero usted, que es escrupuloso, debió de temer que se enamorara.

– No, un muchacho no se equivoca en ese punto. Ni siquiera un muchacho como yo. Yo sabía que no le gustaba, que sólo le impedía hacer un mal papel en el baile. Pero había un inconveniente en el que no había pensado: un día, Jacques…, es mi hermano mayor…

– Sí, lo conozco. ¿Le gusta su hermano? ¿Lo quiere?

– ¡ Por supuesto! Uno siempre quiere a su hermano.

– Entre nosotros es convencional, pretencioso, snob y aburrido… Siempre parece como si llevara traje nuevo.

Xavier hubiera querido enojarse, sentirse ofendido.

– No, no es justo. Me lastima. Usted lo juzga por las apariencias. Vale mucho, se lo juro. Es muy apreciado. Desde que trabaja con nuestro padre ha levantado el estudio. Soy yo el insignificante de la familia.

– i Ah!, así son las familias. Su hermano es el gran hombre, ¿eh? Y toda esa luz que viene de usted ni siquiera la ven.

Xavier se debatía, protestaba:

– Usted se burla de mí; es verdad que no soy sino un pobre tipo. Éste es, a menudo, la parte de Dios en las familias, la que no puede servir para ninguna otra cosa.

– ¿Qué tiene que ver en esta historia el idiota de su hermano?

– Él me advirtió (¡usted se va a reír!) que la familia de la muchacha se había fijado en mí. Después de todo tengo veintidós años. Jacques hasta había oído decir que el hermano quería obligarme, declarar que me consideraba como comprometido… Creí que se burlaba de mí, que no era en serio. Sin embargo, en la primera reunión que siguió me mantuve apartado. Fue lo que los inquietó, lo que debió de darles la idea de intentar el golpe sin más demora. Como me había decidido a invitar a la joven una vez, para no ser descortés, y cuando íbamos a sentarnos en un saloncito, veo al hermano que surge de pronto…

– ¿No se trata por casualidad de los Globert? Esto se les parece tanto…

Xavier juró que no se trataba de ellos.

– Por lo tanto, el hermano vino a sentarse entre nosotros con aire enternecido. Tomó nuestras manos y quiso unirlas pronunciando palabras confusas, pero cuyo sentido no se me escapó. Me desprendí bruscamente, protesté que había un error y advertí con terror que el hermano parecía querer llevarlo a mayores. "Ah, permítame -decía él-, a quien no comprendo es a usted. Sería demasiado sencillo comprometer a una chica…" Naturalmente, la joven en cuestión se había apartado un poco.

Mirbel estalló:

– ¡Oh, ahora estoy seguro de que es Jules Globert! Supongo que no lo asustó a usted…

Xavier confesó que había tenido miedo, no del muchacho, sino de la trampa tendida, aunque estuviera seguro de no dejarse atrapar.

– En todo caso, no es el miedo el que me hizo decirle de pronto estas palabras increíbles, que a mí mismo me dejaron estupefacto: "Estaría encantado, nada podría gustarme más…, pero en octubre ingreso en el Seminario".

– ¿Les dijo eso? ¡Es maravilloso! Mirbel recalcaba la primera sílaba de maravilloso. Reía juvenilmente, a carcajadas.

– ¿ Y volvió al baile?

– No, aproveché el estupor que les había causado para precipitarme a la escalera, tomar mi abrigo…

Mirbel ya no reía. Había acercado su rostro, mantenía a Xavier bajo su mirada como para hipnotizarlo.

– ¡ Mi pobre criatura! ¡ Vea sobre lo que está jugando su vida!

Xavier contestó con tono tranquilo:

– ¿No lo cree seriamente? Lo más extraño de la historia es que en el mismo momento en que pronuncié esas palabras cómicas descubrí que ellas me informaban a mí mismo de lo que hasta entonces había fingido ignorar. Era verdad que iba a ingresar en el Seminario y que no había para mí otro camino en este mundo. Esa muchacha se había cruzado por mi ruta para obligarme a decir en voz alta ante testigos: "Voy en octubre al Seminario".

– Sí -interrumpió Mirbel (pero ya su risa no tenía el mismo sonido)-, la chica de Globert no tenía otra razón de estar en el mundo que la de suscitar una réplica en el drama cuyo héroe era Xavier. Xavier, cuyo destino interesa a la tierra, al cielo y a los infiernos. Después de eso no le queda más que reventar a la infeliz.

– Usted no me comprende -protestó débilmente Xavier.

Pero Mirbel, con voz sorda y casi furiosa, atacaba de pronto:

– Ustedes los cristianos me horrorizan, o más bien me horrorizarían si no me pareciera sobre todo grotesca la obsesión que tienen de contarse entre el pequeño número de los que no están condenados a la desesperación eterna. Me pregunto si hay algo más innoble en el mundo que el estado de ánimo de Pascal, que se embriaga con esa gota de sangre derramada para él sólito.

– Justamente por eso quiero ser sacerdote -dijo Xavier-, para estar del lado de los pecadores, para consagrarme a ellos, entregado, salvado con ellos, perdido con ellos…

Pero Mirbel no cejaba y hasta elevó el tono.

– No, usted es igual a los demás, ve todo en función suya. Y a mí -preguntó bruscamente-, ¿por qué me encontró? ¿De qué va a servirle nuestro encuentro?

– A mí, no sé…, pero a usted quizás, a ustedes dos…

– ¿A nosotros dos? ¿Qué quiere decir? De pronto hablaba con sequedad y cobraba distancia. Xavier balbució:

– Ustedes son dos. Los he visto hace un rato en la estación. Comprendí…

– ¡No!, pero ¿en qué se mete? Si se imagina que le voy a permitir que meta la nariz entre mi mujer y yo…

– Oh, por supuesto puede prohibírmelo. En ese momento un camarero del vagón restaurante pasaba por el pasillo, anunciando el primer servicio. Jean de Mirbel se alejó sin despedirse; Xavier, con un gesto habitual, juntó las manos sobre el rostro, atento a la carrera brutal y ruidosa del tren; luego miró el crepúsculo sobre los campos desnudos donde ardía la hojarasca; el aledaño de los bosques se llenaba de noche. Sobre el camino angosto que corría a lo largo de la vía, un hombre empujaba su bicicleta con la mano y caminaba junto a una muchacha. Xavier recordó que no tenía reserva para el vagón restaurante. Sin embargo, a lo mejor todavía encontraba un lugar en la misma mesa que Mirbel… No, el único lugar que quedaba libre sólo le permitía entreverlo al otro extremo del vagón. Una pareja sentada frente a él, y ya ocupada en alimentarse, cerraba su horizonte: un hombre muy fuerte, de esa especie que parece creada por el comercio con la hacienda: moreno, con vello negro y brillante sobre el dorso de las manos y hasta sobre las anchas falanges. La compañera mostraba sin vergüenza, en una sonrisa que no terminaba nunca, las encías arrasadas. Xavier descubrió que la pareja no estaba tranquilizada por la costumbre: aquellos monstruos parecían pegados el uno al otro, la atmósfera de su dormitorio los envolvía aún. De golpe pensó que los dos seres también tenían alma que él debía amar. Y mirando a Mirbel se burló de sí mismo, de ese equívoco que creaba entre las almas y los rostros, de esa vocación que se atribuía, pero que sólo se despertaba ante los seres jóvenes. Se esforzó por considerar a esa pareja instalada frente a él y se dijo que después de todo no le costaría ningún trabajo llegar a quererlos, sobre todo a la mujer, cuyas manos mal cuidadas revelaban trabajos serviles. Se tranquilizó: también se daría a éstos cuando le fueran enviados. A éstos, sobre todo, al hombre bovino y a su Eva desdentada, cuyo aliento hubiera podido adivinar. Con los demás sería prudente no tener más lazo que la oración y el sacrificio. La media botella de Listrac que Xavier acababa de beber lo mantenía en esa leve excitación en que todo pensamiento se convierte en imagen.

Se decía que por esa señal reconocería que una criatura era peligrosa para él y debía evitarse: Cada vez que tuviera la certidumbre de que alguien había desembarcado en su isla, penetrado en su desierto, debía huir, pues el desierto era su parte en este mundo, era su cruz no sentirse ya solo, eso sería para él bajar de la cruz. Mañana a la noche estaría en su celda. Se habría acabado para siempre. Tenía veintidós años. Toda su vida estaba ante él, y en ella no habría nadie hasta su último suspiro: ni una mujer, ni un amigo, sino únicamente almas. ¿Era posible? ¿Tendría la fuerza necesaria? Si ese tren que atravesaba las estaciones en una especie de algazara y de locura se saliera de los rieles, si Xavier surgiera de pronto en la luz de la paz… Tuvo miedo de desear tanto la muerte. Qué extraño resultaba ser la presa de esa tentación en el vagón restaurante, en medio de aquella hacienda humana que bebía y fumaba. Todos iban hacia sus vidas, sus negocios, sus amores. Él también iba hacia su amor, un amor que no se ve ni se toca ni se posee. Y era un joven macho de veintidós años; y sólo se diferenciaba de aquellos a quienes le había sido dado acercarse y conocerlos por su corazón insaciable y por esa hambre de querer, de sufrir y de morir que no había encontrado en ninguna otra criatura. En el fondo, eso era su soledad. No era él quien existía, sino los seres hacia los cuales se sentía perpetuamente como impulsado, para darles su vida. Lo que acababa de ocurrir entre aquel extraño y él se renovaría indefinidamente hasta cuando estuviera marcado por el signo sacerdotal. Hasta la agonía, hasta esa última soledad. Le dieron la vuelta. La pareja de enfrente había desaparecido. Mirbel ya no estaba. Al salir debió de rozar la mesa de Xavier, que se sorprendió de no haberse dado cuenta. Durante su ausencia el compartimiento había sido invadido por dos hombres, uno de los cuales, muy anciano, dormía con la mandíbula inferior caída. Mirbel había buscado refugio en el pasillo. Estaba apoyado en la barra de cobre, y su frente casi tocaba el vidrio. Xavier se apoyó también, pero ante otra ventanilla, decidido a no hacer un ademán, a no decir una palabra que pudiera restablecer el contacto entre ellos. Fue Mirbel quien se acercó y le ofreció un cigarrillo. Encendió el suyo, y esta vez sus codos se tocaron.