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Xavier estaba de pie en medio del cuarto, como fascinado por los anteojos negros de Brigitte Pian. En aquella semitiniebla sólo podían servir para disimular la mirada. El gran rostro fofo y pálido, bajo unos mechones blancos amarillentos que hinchaban un crespón, lo intrigaba menos, sin embargo, que la muchacha un poco apartada, en el sofá, que le mostraba a un chico endeble las imágenes de un gran libro cuya encuademación dorada brillaba. La señora Pian le había dicho a Xavier señalándola: "Mi secretaria…" Pero ¿quién era el niño?

Los acontecimientos nunca adquieren el ritmo previsto. Xavier no había dudado de que en Larjuzon encontraría a Michéle sola. Y he aquí que había invitado a la vieja Brigitte Pian, la segunda mujer de su padre, a quien había aborrecido siendo niña, según aseguraba Mirbel. Eran las diez de la noche cuando el auto alquilado en Burdeos había dejado a los viajeros en el umbral. En un escritorio, a la derecha de la entrada, tronaba la vieja Pian, con las manos deformadas descansando sobre el estómago y, detrás de ella, esa muchacha y ese chico. Una mueca que debía de ser una sonrisa le torció la boca cuando Mirbel le presentó a Xavier:

– ¿Usted es el hijo de Emma Dartigelongue? La conozco mucho: nos encontramos siempre en el comité de Damas de la Caridad.

Michéle, después de un breve saludo a Xavier (sin tenderle la mano), había arrastrado a su marido al vestíbulo. Susurraron. Mirbel alzó la voz para preguntar en tono enfurecido:

– ¿Por qué Roland está aquí? Te dije que no quería verlo más.

– Como si no fueras tú quien…

El ruido de sus pasos sobre la grava del sendero cubrió las últimas réplicas. Xavier sólo oyó el crujido de las páginas que la joven volvía y al chico que respiraba ruidosamente. Ella le dijo: "¿Quieres sonarte?" Xavier reconoció de lejos las imágenes de Alphonse de Neuville: era la Historia de Francia contada a mis nietos.

– Preferiría esperar a que vuelvan…

– No, créame, señor, temo que no se dé cuenta, pero si conociera a Michéle… La posición de usted es delicada, es lo menos que puede decirse. Será más juicioso que se vaya a su cuarto, Jean irá a verlo dentro de un rato. No me parece prudente que se enfrente con Michéle esta misma noche: déme tiempo para prepararla. Pero primeramente debemos tener usted y yo una conversación seria. Cada cosa a su tiempo -agregó con aire goloso, como una persona hambrienta resuelta a cuidar el alimento del que acaban de proveerla. Después de un silencio agregó-: Creo que mañana mismo tendré que escribirle a su madre: se sentirá tranquila de saberlo aquí, bajo mi ala.

Sí, no cabía duda, aquella mueca le servía de sonrisa. Tenía esa voz de hombre que a veces adquieren las ancianas junto con la barba y el bigote. La joven, con la frente siempre inclinada sobre el libro, detuvo un instante en Xavier la mirada de color de pizarra. El chico se aferraba a ella, le apretaba el brazo: "Vuelva la página, señorita…"

– Deja a la señorita en paz -dijo Brigitte Pian-. Le va a mostrar su cuarto al señor Dartigelongue. Sí, el cuarto verde. Supongo que la cama tiene sábanas.

Xavier oyó por primera vez a la joven:

– No es mi obligación. No había alzado la cabeza del libro: Brí-gitte Pian la aprobó:

– ¡ No, por supuesto!, pero he oído subir a Octavie: debe de haber ido a acostarse. Se lo pido como un favor. Supongo, por otra parte, que Michéle habrá preparado todo. Y como tiene que acostar a Roland, puesto que no se atreve a subir solo…

El niño se apretó contra la joven, que se había levantado. Frotaba la cara contra la falda. Ella le dijo:

– Un chico tan mayorcito. ¡A los diez años! ¿No te da vergüenza?

Lo tomó del brazo y se dirigió a la puerta. La señora de Pian le hizo señas a Xavier de que la siguiera. Él se inclinó ante la anciana, ella tampoco le tendió la mano. La lámpara colocada sobre una consola del vestíbulo sólo iluminaba los primeros peldaños. Xavier pareció vacilar, volvió sobre sus pasos, empujó la puerta del escritorio. La señora de Pian continuaba inmóvil en su sillón, enmascarada con sus vidrios negros, enorme ave nocturna sobre una rama muerta.

– ¿Ha olvidado algo?

– No… Quería saber… Vaciló; luego muy rápido:

– ¿Quién es ese chico?

– ¿Roland? Oh, no es el hijo de nadie de aquí. Se lo preguntará a Jean cuando lo vea. Le advierto que es un tema de conversación que le gustará poco. Después de un silencio, preguntó:

– ¿Le interesan los niños?

Él ya no podía soportar el aspecto de aquella boca, de aquellos ojos de falsa ciega. Volvió al vestíbulo. La joven no lo había esperado, pero oyó que alguien caminaba en el último piso. Comenzó a subir la escalera. A medida que disminuía el resplandor de la lámpara colocada sobre la consola, entraba en un claro de luna difuso que caía desde la claraboya del techo. Ella lo acechaba en el último peldaño, con un candelero encendido en la mano y el chico apretado contra ella. Dijo:

– Por aquí…

Lo precedió en un cuarto con olor a humedad.

No había sábanas en la cama.

– Voy a buscar sábanas y toallas. Espero que esté puesta la llave del armario de ropa blanca.

Dejó el candelero, y Xavier quedó solo. Oyó que el chico susurraba y reía detrás de la puerta. Se alejaron. Debía de hacer mucho tiempo que el cuarto no era habitado. El empapelado de la pared tenía muchos desgarrones. Una de las cortinas estaba agujereada, pero la llama de la vela hacía relucir los picaportes de bronce y la marquetería de una cómoda ventruda. Xavier imaginó lo que habría dicho su madre: "La sala está amueblada con horrores, pero en el cuarto de huéspedes hay maravillas". Se acercó al lecho sin sábanas: era de los colchones de donde venía aquel olor a ratón muerto. La mesa de noche, entreabierta, tenía también un aliento. Fue hasta la ventana, no logró apartar las cortinas cuyo cordón estaba roto. Sin embargo la abrió. El viento de la noche a través de las persianas cerradas inclinó la llama de la lámpara. Xavier se arrodilló, apoyando la cabeza contra la caoba de la cama.

En ese momento empezó a sufrir con un sufrimiento que venía de infinitamente más lejos que su desazón y que la soledad de esa casa enemiga, un sufrimiento que ya conocía por haberlo sentido varias veces en circunstancias muy precisas, que todavía recordaba. ¿De qué estaba hecho? No hubiera podido decirlo. Aquella noche, sin embargo, tenía un rostro y hasta dos rostros: la joven, el chico. Él sobre todo. ¿Qué idea se hacía de Xavier la joven? Se estremeció pensando en lo que quizá creyera. No volvía: el armario de ropa blanca debía de estar cerrado con llave… ¿Había ido a acostar a Roland? Mirbel terminaría por inquietarse. Alguien debía venir. Por el momento, imposible escapar de aquellas paredes leprosas, del olor a humedad, de los viejos colchones, de la alfombra que sus rodillas tocaban y cuya trama veía de muy cerca. Le resultaba tan difícil escapar de la casa, del cuarto, como a un condenado de su calabozo. Llamó, lanzó un grito, un grito interior, pues sus labios no se movieron. Entonces hubo como un cortocircuito: la corriente de horrible sufrimiento se quebró. Dejó de moverse. Una mariposa nocturna titubeaba sobre el mármol de la cómoda. El viento hinchaba bruscamente las cortinas que luego volvían a caer. La mariposa nocturna se había posado en algún lado. El papel desgarrado dé la pared hacía ruido cuando algún soplo lo movía.

– ¿Le ocurre a menudo?

Xavier abrió los ojos. Estaba en el suelo, de bruces; su boca había dejado un rastro de saliva. La joven lo miraba, inclinada, como a un perro. Apretaba contra ella un par de sábanas. Él se puso de pie.

– ¿Está enfermo? ¿No? Sacudió la cabeza.

– Los epilépticos, sabe… que no cuenten conmigo. Él dijo:

– No es lo que usted cree -se enjugó la frente-. ¿No ve que no estoy enfermo?

– Entonces, ¿qué hacía? ¿Sabía que yo estaba aquí? Vamos -agregó bruscamente-, en vez de quedarse allí de brazos caídos, ayúdeme a hacer la cama. No, decididamente es mejor que no se meta -agregó-, lo haré más rápido sola. Vaya a sentarse, va a volver a caerse.