– ¡Hecho! -dijo Sparrow-. En el Ritz a las seis. No suena nada mal.
– Si no puedo os llamo -contestó Weisz.
– Anda, inténtalo, Carlo -dijo Olivia-. Por favor…
Weisz, tecleando con regularidad en la Olivetti, a las cuatro y media ya había terminado. Tenía tiempo de sobra para llamar al Bristol y anular lo de las copas. Se levantó dispuesto a ir abajo a llamar por teléfono, pero no lo hizo. La idea de pasar una hora con Sparrow, Olivia y su amigo se le antojó atractiva por el cambio que suponía. No sería otra lúgubre tarde de política con otros emigrados. Sabía de sobra que la novia de Sparrow sólo estaba flirteando, pero en el flirteo no había nada malo, y Sparrow era inteligente y podía ser gracioso. «No seas tan ermitaño», se dijo. Y si el amigo pensaba que él era un buen periodista, en fin, ¿por qué no? No se podía decir que escuchara muchos cumplidos, quitando las retorcidas ironías de Delahanty, así que tampoco pasaba nada por oír unas palabras amables de un lector. De manera que se puso la camisa más limpia y la mejor corbata, la de seda a rayas rojas, se peinó el cabello con agua, dejó las gafas en la mesa, bajó a las 17:45 y tuvo el nada desdeñable placer de decirle a un taxista:
– Le Ritz, s'il vous plaît.
Nada de estampado floral esa noche para Olivia, sino un vestido de cóctel. Sus pequeños y perfectos pechos abultándose justo por encima del escote. Y lucía un elegante sombrero bien sujeto a sus cabellos dorados. Sacó un Players de una cajetilla que llevaba en el bolsito de noche y le dio a Weisz un encendedor de oro. «Gracias, Carlo.» Entretanto un espléndido Sparrow con un traje a medida de lo mejorcito de Londres hablaba ingeniosamente de nada, pero no había nadie más, aún no. Charlaban mientras esperaban en el oscuro bar revestido de madera con mobiliario de salón: Sparrow y Olivia en un diván, Weisz en una silla tapizada, junto a la cristalera adornada con cortinajes que conducía a la terraza. Ah, a Weisz le sentaba muy bien todo aquello después de monasterios abandonados y salas llenas de humo, muy bien, sí, cada vez mejor a medida que bajaba el Ritz 75, que básicamente era un French 75, ginebra y champán, llamado así por el cañón francés de 75 mm de la Gran Guerra. Con el tiempo fue un clásico del Stork Club. Bertin, el famoso barman del Ritz, añadía zumo de limón y azúcar y, voilà, el Ritz 75. Voilà, sí. Weisz adoraba al género humano, y su ingenio no tenía límites: sonrisas de alegría de Olivia, jua-juás dentudos de Sparrow.
A los veinte minutos apareció el amigo. Weisz esperaba que un amigo de Sparrow estuviese cortado por el mismo patrón, pero no era el caso. El aura del amigo decía «negocios», alto y claro, mientras él echaba un vistazo, localizaba su mesa y se dirigía a ellos con parsimonia. Era al menos diez años mayor que Sparrow, tirando a gordo y con aire benevolente, entre los dientes una pipa, y vestía lo que parecía un cómodo terno.
– Siento llegar tarde -se excusó nada más acercarse-. Vaya descaro el del taxista, me ha dado una vuelta por todo París.
– Edwin Brown, éste es Carlo Weisz -dijo Sparrow con orgullo cuando se pusieron en pie para saludar al amigo.
A todas luces Brown estaba encantado de conocerlo, su placer expresado mediante un enérgico «Mmm», que pronunció con pipa y todo mientras se daban la mano. Después de acomodarse en su silla comentó:
– Creo que es usted un escritor muy bueno, señor Weisz. ¿Se lo ha dicho Sparrow?
– Me lo ha dicho, y es muy amable por su parte.
– Lo que soy es justo, nada de «amable». Siempre busco su firma, cuando le dejan ponerla.
– Gracias -contestó Weisz.
Se vieron obligados a pedir una tercera ronda de cócteles, ahora que había llegado el señor Brown. En Weisz el manantial de la vida burbujeaba cada vez más alegremente. Olivia tenía cierto rubor en las mejillas y empezaba a estar algo más que achispada, reía con facilidad y, de vez en cuando, miraba a Weisz a los ojos. Entusiasmada, presentía él, más con la elegancia de Le Petit Bar, la velada, París, que con lo que quiera que pudiese ver en él. Cuando reía echaba la cabeza hacia atrás, y la tenue luz se reflejaba en su collar de perlas.
La conversación desembocó en la conferencia de esa misma tarde. El desdén de conservador de Sparrow casaba bien con el liberalismo afable de Weisz. En el caso de Olivia todo empezaba y acababa con las barbas. El señor Brown se mostró bastante más opaco, se guardaba sus opiniones políticas, aunque era decididamente partidario de Churchill. Incluso citó el discurso que pronunció éste ante Chamberlain y sus colegas con motivo de la cobarde capitulación de Munich.
– «Se os dio a elegir entre la vergüenza y la guerra. Habéis escogido la vergüenza y tendréis la guerra.» -Y añadió-: Y estoy seguro de que estará de acuerdo, señor Weisz.
– No cabe duda de que por ahí van los tiros -convino Weisz. En el breve silencio que siguió, dijo-: Perdóneme una pregunta de periodista, señor Brown, pero ¿le importaría decirme a qué clase de negocios se dedica?
– Naturalmente que no me importa, pero, como se suele decir, «no es para publicar».
La pipa despidió una gran bocanada de humo dulzón como para subrayar el impedimento.
– Esta noche está a salvo -prometió Weisz-. Será confidencial -dijo en son de broma. Era imposible que Brown pensara que lo estaba entrevistando.
– Poseo una pequeña empresa que controla un puñado de almacenes en el puerto de Estambul -repuso-. Comercio a la vieja usanza, me temo, y sólo estoy allí parte del tiempo. -Sacó una tarjeta y se la ofreció a Weisz.
– Y es de suponer que esperará que los turcos no se alíen con Alemania.
– Eso es -contestó Brown-. Pero creo que permanecerán neutrales. Ya tuvieron guerra para dar y tomar en el dieciocho.
– Como todos -terció Sparrow-. Ojalá no se repita, ¿verdad?
– Una vez que ha empezado no hay quien lo pare -opinó Brown-. Mira España.
– Creo que deberíamos haberlos ayudado -dijo Olivia.
– Supongo que sí -contestó Brown-. Pero nos vino a la cabeza lo del catorce. -Luego le preguntó a Weisz-: ¿No ha hecho usted nada relacionado con España, señor Weisz?
– Algo, de higos a brevas.
Brown lo miró un instante.
– ¿Qué fue lo que leí? ¿Cuánto hará? Estaba en Birmingham, algo en el periódico local, ¿la campaña de Cataluña?
– Quizá. Estuve allí hace unas semanas, a finales de diciembre.
Brown se terminó la copa.
– Muy buena, ¿tomamos otra? ¿Tenéis tiempo, Geoffrey? A ésta invito yo.
Sparrow le hizo señas al camarero.
– Dios mío -dijo Olivia-. Y vino en la cena.
– Ya me acuerdo -saltó Brown-. Era sobre un italiano que luchaba contra los italianos de Mussolini. ¿Era suyo?
– Es probable. En Birmingham están suscritos a Reuters.
– Un coronel. El coronel algo.
– Coronel Ferrara.
«¡Toma ya!»
– Con una gorra no sé cómo.
– Tiene buena memoria, señor Brown.
– Es una lástima pero no, la verdad; lo que pasa es que, por algún motivo, se me quedó grabado.
– Un hombre valiente -lo elogió Weisz. Y acto seguido les explicó a Sparrow y Olivia-: Luchó con las Brigadas Internacionales y se quedó cuando las disolvieron.
– No creo que vaya a servirle de mucho ahora -comentó Sparrow.
– ¿Qué será de él? -se interesó Brown-. Cuando los republicanos se rindan, quiero decir.
Weisz meneó la cabeza despacio.
– Tiene que ser extraño -dijo Brown-. Entrevistar a alguien, oír su historia y que luego se esfume. ¿Les sigue alguna vez la pista, señor Weisz?
– Es difícil, tal como anda el mundo. La gente desaparece o piensa que ha de desaparecer, mañana, el próximo mes…