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Normal. Un oficinista anodino en calzoncillos. Algunos se lo quedaban mirando, otros no. Kolb no era lo más raro que habían visto ese día en Barcelona, ni por asomo. Entretanto S. Kolb sentía frío en las piernas debido a la brisa. ¿Y si se ataba la chaqueta a la cintura? Quizá lo hiciera, dentro de un minuto, pero por el momento lo único que quería era alejarse todo lo posible del café. «Dinero», pensó, y luego un billete de tren. Echó a andar a buen paso, hacia la esquina. ¿Y si intentaba volver a los establos? Se lo pensó mientras avanzaba con premura por el muelle.

3 de febrero, París.

El tiempo cambió, dando paso a una falsa primavera nublada, y la ciudad regresó a su habitual grisaille: piedra gris, cielo gris. Carlo Weisz salió del Hotel Dauphine a las once de la mañana, rumbo a una reunión del comité del Liberazione en el Café Europa. Estaba seguro de que lo habían seguido una vez, quizá dos.

De camino a la Gare du Nord, pasó por la boca de metro de St. Germain-des-Prés, donde se detuvo a mirar un escaparate que le gustaba, viejos mapas y cartas de navegación. De pronto, por el rabillo del ojo, se percató de que un tipo también se había parado hacia la mitad de la manzana para mirar, al parecer, el escaparate de un tabac. No había nada extraño en éclass="underline" treinta y tantos, una gorra gris con visera y las manos en los bolsillos de una chaqueta de cheviot. Weisz terminó de mirar Madagascar, 1856, reanudó su camino, entró en el metro y bajó las escaleras que conducían al andén que lo llevaría a la Porte de Clignancourt. Mientras bajaba oyó unos pasos presurosos a sus espaldas y miró de reojo. En ese instante los pasos cesaron. Luego Weisz se giró en redondo y vislumbró una chaqueta de cheviot cuando quienquiera que fuese daba la vuelta y desaparecía por la escalera. ¿Era la misma chaqueta? ¿El mismo hombre? ¿Quién demonios bajaba las escaleras del metro para luego subirlas? Alguien que había olvidado algo. Alguien que se había dado cuenta de que era la línea equivocada.

Weisz oyó que venía el tren y bajó a toda prisa. Entró en el vagón: a esa hora de la mañana sólo había unos cuantos pasajeros. Cuando iba a tomar asiento, vio otra vez al de la chaqueta de cheviot, que corría para meterse en el vagón más próximo al pie de la escalera. La cosa acabó ahí. Weisz encontró sitio y abrió un ejemplar de Le Journal.

Pero la cosa no acabó ahí del todo, porque, cuando el tren paró en Château D'Eau, alguien dijo: «Signor», y, cuando Weisz levantó la cabeza, le entregó un sobre y se bajó aprisa, justo antes de que el tren empezara a moverse. Weisz sólo tuvo tiempo de echarle un vistazo: unos cincuenta años, mal vestido, camisa oscura abotonada hasta el cuello, rostro surcado de arrugas, ojos preocupados. Cuando el tren cobró velocidad, Weisz se acercó a la puerta y vio al hombre alejándose a buen paso por el andén. Volvió a su asiento, miró el sobre -marrón, cerrado- y lo abrió.

Dentro, una única hoja doblada de papel milimetrado amarillo con un cuidadoso bosquejo de un objeto alargado y puntiagudo. La punta estaba sombreada, y en el otro extremo había una hélice y unas aletas. Palabras en italiano describían las piezas. Un torpedo. ¡Era increíble la cantidad de dispositivos que tenía aquello!: válvulas, cables, una turbina, una cámara de aire, timones de dirección, espoleta, eje propulsor y mucho más. Todo ello destinado a explotar. A un lado de la página, una lista de especificaciones: peso: 1.700 kilos; longitud: 7 metros 20 centímetros; carga: 270 kilos; alcance/velocidad: 4.000 metros a 50 nudos, 12.000 metros a 30 nudos; alimentación: propulsión por vaporización, lo cual significaba, tras pararse a pensarlo un instante, que el torpedo avanzaba por el agua gracias al vapor.

¿Por qué le habían dado eso?

El tren aminoró la marcha ante la proximidad de la siguiente parada, Gare du Nord, leyó en los azulejos azules al entrar en la estación. Weisz dobló el plano y lo metió en el sobre. Durante el breve trayecto que lo separaba del Café Europa, hizo todo lo que se le ocurrió para comprobar si alguien lo seguía. Había una mujer con una cesta de la compra, un hombre paseando a un spaniel. ¿Cómo saberlo?

En el Café Europa Weisz cambió unas palabras en voz queda con Salamone. Le contó que un extraño le había entregado un sobre en el metro con un plano. La expresión del rostro de Salamone fue elocuente: «Lo que me faltaba hoy.»

– Le echaremos un vistazo después de la reunión -propuso-. Si es un plano, será mejor que le pida a Elena que venga.

Elena, la química milanesa, era la asesora del comité en todo lo técnico. El resto apenas era capaz de cambiar una bombilla. Weisz se mostró conforme. Le caía bien Elena. Su rostro anguloso, su cabello largo y cano, que llevaba recogido con una horquilla, y sus sobrios trajes oscuros no dejaban entrever demasiado quién era. Su sonrisa sí: una de las comisuras de su boca se curvaba hacia arriba, la media sonrisa reticente del irónico, testigo de los absurdos de la existencia, mitad divertida, mitad no. Weisz la encontraba atractiva y, lo que era más importante, confiaba en ella.

La reunión no fue bien.

Todos habían tenido tiempo para rumiar el asesinato de Bottini, lo que podría significar para sus personas, no como giellisti, sino como individuos que intentaban vivir cada día. En el primer arrebato de ira sólo pensaron en contraatacar, pero ahora, tras discutir los artículos del siguiente número del Liberazione, querían hablar de cambiar el punto de encuentro, por seguridad. Se consideraban hábiles aficionados para elaborar un periódico, pero la seguridad no era una disciplina para hábiles aficionados, lo sabían, y eso los asustaba.

Cuando todos se hubieron ido, Salamone dijo:

– Está bien, Carlo, supongo que lo mejor será que echemos un vistazo a ese plano.

Weisz lo extendió en la mesa.

– Un torpedo.

Elena estuvo un rato estudiándolo y luego se encogió de hombros.

– Alguien copió este plano porque creyó que era importante. ¿Por qué? Porque es distinto, mejor, quizá experimental, pero sólo Dios sabe en qué, yo no. Esto es para un experto en balística.

– Hay dos posibilidades -dijo Salamone-. Que sea un diseño italiano, en cuyo caso sólo puede ser de Pola, en el Adriático, de lo que era la Whitehead Torpedo Company, creada por los británicos, adquirida por los austrohúngaros y convertida en italiana después de la guerra. Tienes razón, Elena, seguro que es importante, y secreto. Si nos lo encuentran, nos veremos metidos en un asunto de espionaje, lo que significa que el tipo del metro podía ser un agitador, y este papel la prueba incriminatoria. Vamos a quemarlo.

– Y la otra posibilidad -apuntó Weisz- es que se lo haya copiado un resistente.

– ¿Y qué si es así? -replicó Elena-. Esto sólo le interesa a la Armada, probablemente vaya dirigido a la marina de guerra británica o francesa. Así que, si ese idiota de Roma nos mete en una guerra con Francia, o con Gran Bretaña, Dios no lo quiera, esto provocaría la pérdida de barcos italianos, vidas italianas. ¿Cómo? No logro entender los detalles, pero el conocimiento del potencial de un arma secreta siempre es una ventaja.

– Cierto -convino Salamone-. Y, de ser así, no queremos tener nada que ver. Somos una organización de resistencia, y esto es espionaje, traición, no resistencia, aunque en el otro bando hay quienes opinan que es lo mismo. Así que lo vamos a quemar.

– Hay más -añadió Weisz-. Creo que me han seguido esta mañana, cuando fui andando al metro.