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Describió brevemente el comportamiento del hombre de la chaqueta de cheviot.

– ¿No trabajarían esos dos juntos? -apuntó Elena.

– No lo sé -afirmó Weisz-. Tal vez esté viendo monstruos debajo de la cama.

– Claro -dijo Elena-. Esos monstruos.

– Debajo de todas nuestras camas -repuso Salamone con aspereza-, a juzgar por cómo ha ido la reunión de hoy.

– ¿Hay algo que podamos hacer? -preguntó Weisz.

– No, que yo sepa, a no ser que dejemos de publicar. Intentamos ser todo lo herméticos que podemos, pero en la comunidad de emigrados la gente habla, y los espías de la OVRA están por todas partes.

– ¿En el comité? -planteó Elena.

– Tal vez.

– Menudo mundo -espetó Weisz.

– El que nosotros hemos creado -repuso Salamone-. Pero la prensa clandestina lleva existiendo desde el veinticuatro. En Italia, en París, en Bélgica, allá donde vamos. Y la OVRA no puede pararlo. Puede frenarlo. Detienen a un grupo socialista en Turín, pero los giellisti de Florencia sacan una nueva publicación. Y los periódicos más importantes han sobrevivido bastante tiempo: el socialista Avanti, el comunista Unità, nuestro hermano mayor, el Giustizia e Libertà, publicado en París. Los emigrados que editan Non Mollare!, tal como su nombre indica, «no se rinden», y los de Acción Católica publican Il Corriere degli Italiani. La OVRA no nos puede matar a todos. Le gustaría, pero Mussolini aún aspira a tener legitimidad a ojos del mundo. Y cuando, a pesar de todo, asesinan, como a Matteotti en el veinticuatro, o a los hermanos Rosselli en Francia en el treinta y siete, crean mártires. Mártires de la oposición italiana y mártires en los periódicos del mundo. Esto es la guerra, y en una guerra a veces se pierde y a veces se gana. Y a veces, cuando uno cree haber perdido, ha ganado.

A Elena le gustó la idea.

– Tal vez haga falta decirle esto al comité.

Weisz compartía esa opinión. Los fascistas no siempre se salían con la suya. Cuando Matteotti, el líder del Partido Socialista Italiano, desapareció tras pronunciar un apasionado discurso antifascista, la reacción en Italia, incluso entre miembros del Partido Fascista, fue tan intensa que Mussolini se vio obligado a respaldar una investigación. Un mes después el cuerpo de Matteotti apareció en una tumba poco profunda a las afueras de Roma, con una lima de carpintero clavada en el pecho. Al año siguiente arrestaron, juzgaron y declararon culpable, más o menos, a un hombre llamado Dumini. Era culpable, aseguró el tribunal, de «homicidio sin premeditación con el atenuante de la escasa resistencia física de Matteotti y de otras circunstancias». De modo que sí, asesinado, pero no mucho.

– Y ¿qué hay del Liberazione? -planteó Weisz-. ¿Vamos a sobrevivir, como dices que pasa con los periódicos más importantes?

– Quizá -contestó Salamone-. Y ahora, antes de que la poli entre corriendo aquí… -Hizo una bola con el plano y lo dejó en el cenicero-. ¿Quién va a hacer los honores? ¿Carlo?

Weisz sacó el encendedor de acero y prendió el papel por una esquina.

Fue una fogata pequeña y vigorosa, llamaradas y humo, que Weisz atizó con la punta de un lápiz. Cuando estaba hurgando en las cenizas, llamaron a la puerta y apareció el camarero.

– ¿Va todo bien aquí?

Salamone dijo que sí.

– Si van a quemar el local, háganmelo saber primero, ¿eh?

3 de febrero. Weisz se puso cómodo en la silla un instante y contempló cómo iba cayendo la noche en la calle. Luego se obligó a volver al trabajo.

Muere Monsieur de París

a los 76 años de edad

Anatole Deibler, Máximo Verdugo de Francia, murió ayer de un ataque al corazón en la estación de Châtelet del metro de París. Conocido por el tradicional título honorífico de Monsieur de París, Deibler iba de camino a su ejecución número 401: llevaba cuarenta años ocupándose de la guillotina francesa. Deibler era el último heredero del cargo que ostentaba su familia, verdugos desde 1829, y al parecer será sustituido por su ayudante, al que se conoce como «el valet». De ser así, André Obrecht, sobrino de monsieur Deibler, será el nuevo Monsieur de París.

¿Merecía un segundo párrafo? Según su esposa, Deibler había sido un ciclista entusiasta que había competido en representación de su club. Había emparentado con otra familia de verdugos, y su padre, Louis, fue el último en llevar el tradicional sombrero de copa mientras cortaba cabezas. ¿Ponía algo de eso? No, pensó, mejor no. ¿Y si hablaba de «la invención del doctor Joseph Guillotin en la Francia revolucionaria…»? Siempre se veía eso cuando se mencionaba el artilugio, pero ¿le importaba a alguien de Manchester o Montevideo? Lo dudaba. Y era probable que el encargado de editar el texto lo tachara de todas formas. Con todo, a veces resultaba útil darle algo que tachar. No, lo dejaría así. Y, si había suerte, Delahanty le ahorraría pasar una tarde de febrero en un funeral.

Francia apoya el nombramiento de Cvetkovich

El Quai d'Orsay manifestó hoy su apoyo al nuevo primer ministro de Yugoslavia, el doctor Dragisha Cvetkovich, designado por el regente yugoslavo, el príncipe Pablo, en sustitución del doctor Milan Stoyadinovich.

Eso era todo lo que tenían del comunicado de prensa, que continuaba con unos cuantos anodinos párrafos diplomáticos. Sin embargo, tenían suficiente peso para enviar a Weisz a ver a su contacto en el ministerio de Asuntos Exteriores en la regia sede del Quai d'Orsay, junto al Palais Bourbon. El edificio era como volver al siglo xviii: enormes arañas, kilómetros de alfombras de Aubusson, interminables escaleras de mármol, el silencio de Estado.

Devoisin, subsecretario permanente del ministerio, tenía una estupenda sonrisa y un estupendo despacho cuyas ventanas daban a un invernal Sena color pizarra. Le ofreció a Weisz un cigarrillo de una caja de madera que había en el escritorio y dijo:

– Extraoficialmente, nos alegramos de habernos librado de ese cabrón de Stoyadinovich. Era nazi, Weisz, hasta la médula, aunque eso no te sonará a nuevo.

– Cierto, el Vodza -contestó Weisz con sequedad.

– Terrible. Otro líder, como todos ésos: el Führer, el Duce y el Caudillo, como gusta de llamarse Franco. Y el viejo Vodza también tenía todo lo demás, la milicia de camisas verdes, el saludo con el brazo en alto, toda esa repugnante parafernalia. Pero bueno, al menos por ahora, adieu.

– A propósito de ese adieu -quiso saber Weisz-, ¿han tenido algo que ver los tuyos?

Devoisin sonrió.

– A ti te lo voy a contar.

– Hay formas de decirlo.

– En este despacho, no, amigo mío. Sospecho que los británicos han echado una mano, el príncipe Pablo es íntimo suyo.

– Entonces me limitaré a decir que se espera una consolidación de la alianza francoyugoslava.

– Así será. Nuestro amor es más profundo con el tiempo.

Weisz fingió escribir.

– Eso me gusta.

– A decir verdad, a quien amamos es a los serbios. Con los croatas no hay quien haga negocios. Van directos al redil de Mussolini.

– Esos de ahí abajo se caen fatal, lo llevan en la sangre.

– Vaya que sí. Y, a propósito, si llega a tus oídos algo de eso, de la independencia croata, agradeceríamos mucho tener noticias.

– Serás el primero en saberlo. En cualquier caso, ¿te importaría ampliar el comunicado oficial? Sin atribuírtelo a ti, claro. «Un alto cargo asegura…»

– Weisz, por favor, tengo las manos atadas. Francia apoya el cambio, y cada palabra de ese comunicado ha sido duramente negociada. ¿Te apetece un café? Haré que nos lo traigan.