Выбрать главу

– Como bien sabe, entre nosotros se han suscitado conflictos: Italia reclama Córcega, Túnez y Niza, de modo que si, por desgracia, su tierra natal y su patria adoptiva se declararan la guerra, ¿qué haría usted?

– Bueno, no me iría.

– ¿Serviría a un país extranjero, enfrentándose a su tierra natal?

– Ahora mismo no puedo responder a eso -contestó Weisz-. Espero que se produzca un cambio en el gobierno de Italia y que reine la paz entre ambas naciones. Lo cierto es que si alguna vez ha habido dos países que no deberían ir a la guerra, ésos son Italia y Francia.

– Y ¿estaría dispuesto a trabajar en pro de esos ideales? ¿En pro de la armonía que, a su entender, debería existir entre estos dos países?

«Que te jodan.»

– La verdad es que no se me ocurre qué podría hacer para ayudar. Todo eso, esas dificultades, se desarrollan en las alturas. Entre nuestros países.

Pompon casi sonrió, comenzó a hablar, a atacar, pero su colega, con discreción, carraspeó.

– Apreciamos su franqueza, monsieur Weisz. Esto de la política no es tan sencillo. Tal vez sea usted uno de esos que piensan de corazón que las guerras deberían resolverlas los diplomáticos en ropa interior, luchando con escobas.

Weisz sonrió con profunda gratitud.

– Pagaría por verlo, sí.

– Por desgracia las cosas no son así. Una lástima, ¿eh? Por cierto, hablando de diplomáticos, me pregunto si se ha enterado, al ser periodista, de que han enviado a un funcionario italiano, de la embajada parisina, a casa. Persona non grata, creo que se dice.

– No tenía noticia.

– ¿No? ¿Está seguro? Bueno, quizá no se emitiera un comunicado. Eso no es asunto nuestro, aquí trabajamos en las trincheras, pero sé de buena tinta que ha ocurrido.

– No lo sabía -dijo Weisz-. A Reuters no ha llegado nada.

El policía se encogió de hombros.

– Entonces será mejor que no diga ni pío, ¿eh?

– Claro -convino Weisz.

– Muy agradecido -replicó el otro.

Pompon cerró la carpeta.

– Creo que eso es todo por hoy -anunció-. Naturalmente volveremos a hablar.

Weisz salió del ministerio, una figura solitaria entre un tropel de hombres con maletín, dio la vuelta al edificio -cosa que le llevó bastante tiempo-, dejó atrás por fin su sombra y se dirigió a la oficina de Reuters. Al repasar la entrevista la cabeza le daba vueltas, pero al cabo se centró en el funcionario que habían enviado de vuelta a Italia. ¿Por qué le habían contado eso? ¿Qué querían de él? Tenía el presentimiento de que sabían que era el nuevo editor del Liberazione. Se esperaban la mentira de rigor y luego lo habían tentado con una historia interesante. Oficialmente la prensa clandestina no existía, pero eso podía llegar a ser útil. ¿De qué manera? Porque puede que el gobierno francés quisiera hacer saber, tanto a aliados como a enemigos en Italia, que había tomado medidas en el caso Bottini. No habían emitido un comunicado, no querían que el gobierno de Mussolini replicara con el envío a casa de un funcionario francés, el clásico sacrificio del peón en el ajedrez de la diplomacia. Por otra parte, no podían quedarse de brazos cruzados, tenían que vengar el daño causado a LaCroix, un político de renombre.

¿Era así? Si no lo era, y la noticia aparecía en el Liberazione, se enfadarían de lo lindo con él. «No diga ni pío, ¿eh?» Mejor hacer eso, si apreciaba en algo su pellejo. «No -pensó-, déjalo estar, que encuentren otro periódico, no muerdas el anzuelo.» Los franceses permitían que existieran el Liberazione y los demás diarios porque Francia se oponía públicamente al gobierno fascista. Hoy. Pero mañana eso podía cambiar. En toda Europa la posibilidad de que estallara otra guerra obligaba a establecer alianzas regidas por la Realpolitik: Inglaterra y Francia necesitaban a Italia para enfrentarse a Alemania, no podían contar con Rusia y no contarían con Estados Unidos, así que tenían que combatir a Mussolini con una mano y acariciarlo con la otra. El vals de la diplomacia. Y ahora sacaban a bailar a Weisz.

Pero él declinaría la invitación dando la callada por respuesta. Lo habían llamado para que acudiera a esa reunión, decidió, por ser el editor del Liberazione: un trabajito para el inspector Pompon, que era nuevo. ¿Espiaría para ellos? ¿Sería discreto en lo tocante a la política francesa? Y «volveremos a vernos» quería decir «te estamos vigilando». Pues que vigilaran. Pero las respuestas, «no» y «sí», no cambiarían.

Weisz se sentía mejor. No era un día tan malo, pensó, sol salía y se ocultaba, grandes nubes de caprichosas formas se aproximaban desde el Canal y se desplazaban por la ciudad en dirección este. De camino al barrio de la Ópera, Weisz había abandonado la zona de los ministerios. Dos dependientas con guardapolvos grises en bicicleta, un anciano en un café leyendo Le Figaro, su terrier aovillado bajo la mesa, un músico en la esquina tocando el clarinete, en el sombrero boca arriba algunos céntimos. Todos ellos, pensó tras echar un franco en el sombrero, con expedientes. Le había impresionado un poco ver el suyo, pero así era la vida. De todas formas resultaba triste, en cierto modo. Aunque en Italia era lo mismo. Allí los expedientes se llamaban schedatura -al que se suponía que tenía una ficha policial se le denominaba schedata- y habían sido recopilados por la Policía Nacional durante más de una década, con opiniones políticas, costumbres cotidianas, pecados graves y veniales. Todo estaba registrado.

Antes de las diez y cuarto Weisz ya estaba de vuelta en la oficina, donde la secretaria volvió a mirarlo raro: «¿Cómo? ¿No te han enchironado?» Tal como él se temía, le había contado a Delahanty lo del mensaje, ya que éste, cuando Weisz fue a verlo a su despacho, dijo: «¿Va todo bien, muchacho?» Weisz miró al techo y extendió las manos, Delahanty sonrió: policía y emigrados, nada nuevo. En opinión de Delahanty, uno podía ser un asesino a sueldo siempre y cuando la frase del ministro de Asuntos Exteriores estuviera bien transcrita.

Con la entrevista superada, Weisz se permitió el lujo de disfrutar de una jornada apacible en la oficina. Pospuso llamar a Salamone, bebió un café y, siendo como era un cruciverbiste, como decían los franceses, se entretuvo con el crucigrama del Paris-Soir. Dados sus escasos progresos al respecto, empezó otro pasatiempo, donde encontró tres de los cinco animales, y después se dirigió a las páginas de espectáculos, consultó la cartelera y descubrió que en los confines del undécimo distrito echaban L'albergo del bosco, de 1932. ¿Qué pintaba eso ahí? El undécimo apenas era francés, un barrio pobre, hogar de refugiados, en cuyas oscuras calles se oía más yiddish, polaco y ruso que francés. ¿E italiano? Quizá. Había miles de italianos en París, trabajando en lo que podían, viviendo allí donde el alquiler fuera bajo y la comida barata. Weisz anotó la dirección del cine, tal vez fuera.

Levantó la vista y vio que Delahanty venía hacia su escritorio, las manos en los bolsillos. En el trabajo, el jefe de la agencia parecía un obrero, un obrero sumamente desaliñado: sin chaqueta, las mangas subidas, las puntas de los cuellos de la camisa dobladas, los pantalones anchos y caídos debido a la enorme barriga. Se sentó a medias en el borde de la mesa de Weisz y le dijo:

– Carlo, mi querido y viejo amigo…

– ¿Sí?

– Te encantará saber que Eric Wolf se va a casar.

– ¿Ah, sí? Qué bien.

– Muy bien, sí. Se vuelve a Londres, para casarse con su mujercita y llevársela de luna de miel a Cornualles.

– ¿Una luna de miel larga?

– Dos semanas. Lo cual nos deja sin cobertura en Berlín.