– ¿Cuándo me quiere allí?
– El tres de marzo.
Weisz asintió.
– Allí estaré.
Delahanty se puso en pie.
– Te estamos agradecidos, muchacho. Después de Eric, tú eres quien mejor habla alemán. Ya sabes lo que hay que hacer: te invitarán a comer, te alimentarán a base de propaganda, tú informarás, nosotros no publicaremos, etc., pero si no proporciono cobertura esa comadreja de Hitler desencadenará una guerra contra mí, por puro rencor. Y nosotros no queremos que eso ocurra, ¿verdad?
El Cinéma Desargues no se encontraba en la rue Desargues, no del todo. Estaba al final de un callejón, en lo que en su día fuera un taller: veinte sillas de madera plegables y una pantalla similar a una sábana colgada del techo. El dueño, un gnomo con cara avinagrada tocado con una kipá, cogió el dinero y pasó la película desde una silla apoyada en la pared. Vio la película en una especie de trance, el humo de su cigarrillo entremezclándose con la luz azulada que se dirigía hacia la pantalla, mientras el diálogo chisporroteaba por encima del siseo de la banda sonora y el runrún del proyector.
En 1932 Italia sigue paralizada por la Depresión, así que nadie se hospeda en L'Albergo del Bosco -la posada del bosque-, próximo a una aldea situada a las afueras de Nápoles. Al posadero, que tiene cinco hijas, lo acosan los acreedores, de manera que entrega los ahorros que le quedan al marchese del lugar para que los ponga a buen recaudo. Sin embargo, debido a un malentendido, el marchese, un noble venido a menos y no más acaudalado que el posadero, dona el dinero a la beneficencia. Tras enterarse de su error por casualidad -el posadero es mi tipo orgulloso y finge que quería regalar el dinero-, el marchese vende los dos últimos retratos de la familia y paga al posadero para que dé un gran banquete a los pobres del pueblo.
No estaba mal, había captado el interés de Weisz. El cámara era bueno, muy bueno, incluso en blanco y negro, de modo que las lomas y los prados, la alta hierba meciéndose con el viento, el caminito blanco festoneado de chopos, el precioso cielo napolitano se le antojaron muy reales. Weisz conocía ese lugar, o lugares parecidos. Conocía la aldea -la fuente seca con el borde medio derruido, las casas oscureciendo la estrecha calle- y a sus gentes: el cartero, las mujeres con sus pañoletas. Conocía la villa del marchese, con las tejas que se habían desprendido del tejado apiladas junto a la puerta, a la espera; la vieja criada, a la que no se pagaba desde hacía años. Una Italia sentimental, pensó Weisz, en cada fotograma. Y la música también era muy buena: un tanto operística, lírica, dulce. Realmente sentimental, pensó Weisz, la Italia de los sueños o de los poemas. Con todo, le rompió el corazón. Mientras subía por el pasillo en dirección a la puerta, el dueño se lo quedó mirando un instante, un hombre con un buen abrigo oscuro, gafas en una mano, el índice de la otra en las comisuras de los ojos.
CIUDADANO DE LAS SOMBRAS
3 de marzo de 1939.
Weisz tomó un compartimento en un coche cama del tren nocturno a Berlín que salía a las siete de la Gare du Nord y llegaba a Berlín a mediodía. Dado que, por lo común, le costaba conciliar el sueño, pasó las horas despertándose y dormitando, mirando por la ventanilla cuando el tren se detenía en las estaciones del trayecto: Dortmund, Bielefeld. Pasada la medianoche, los iluminados andenes estaban silenciosos y desiertos, con tan sólo algún que otro pasajero o mozo, de vez en cuando un policía con un pastor alemán de la correa, sus alientos humeando en el glacial aire alemán.
La noche que tomó copas con el señor Brown pensó mucho en Christa Zameny, su antigua amante. Se había casado hacía tres años en Alemania y ahora estaba fuera de su alcance, sus afanosas tardes juntos eran ya sólo una memorable aventura. Así y todo, cuando Delahanty le ordenó ir a Berlín, la buscó en su agenda y se planteó escribirle una nota. Ella le había enviado su dirección en una carta de despedida en que le decía lo de su matrimonio con Von Schirren, y que, en ese momento de su vida, era lo mejor. «No volveremos a vernos», quería decir. Después, en el último párrafo, su nueva dirección, donde él no volvería a verla. Algunas aventuras mueren, pensó, otras se interrumpen.
En el Adlon dormiría una hora o dos. Se preparó para el descanso: deshizo la maleta, se quedó en ropa interior, tras colgar el traje y la camisa en el armario, dobló la colcha y abrió la carpeta con el papel y los sobres del Adlon sobre la mesa de caoba. El Adlon era un hotel espléndido, el mejor de Berlín. El papel y los sobres se veían magníficos, con el nombre y la dirección del hotel en elegantes caracteres dorados. Les hacían la vida fácil a los huéspedes: uno podía escribir una nota a un conocido, meterla en un sobre grueso de color crema y llamar al botones, ellos se encargarían de ponerle el sello y echarla. Muy cómodo, ciertamente. Y el correo berlinés era rápido y eficaz. Antes de las diez del día siguiente el teléfono emitió un delicado y discretísimo tintineo. Weisz pegó un salto gatuno. No habría una segunda llamada.
A las cuatro y media de la tarde el bar del Adlon estaba casi vacío. Oscuro y lujoso, no muy distinto del Ritz: sillas tapizadas, mesitas bajas. Un gordo con una insignia del partido nazi en la solapa interpretaba a Cole Porter en un piano blanco. Weisz pidió un coñac y luego otro. Tal vez ella no acudiera, tal vez, en el último minuto, no pudiera. Su voz había sido fría y educada al teléfono. A Weisz se le pasó por la cabeza que no estaba sola cuando hizo la llamada. Qué atento por su parte escribir. ¿Estaba bien? ¿Ah, una copa? ¿En el hotel? Bueno, no sabía, a las cuatro y media quizá, la verdad es que no estaba segura, tenía un día muy ajetreado, pero lo intentaría, qué atento por su parte escribir.
Ésa era la voz, y los modales, de una aristócrata. La niña mimada de un padre cariñoso -un noble húngaro- y una madre distante -hija de un banquero alemán-, criada por institutrices en el barrio berlinés de Charlottenburg, educada en internados ingleses y suizos, después en la Universidad de Jena. Escribía poesía imaginista, a menudo en francés, que publicaba por su cuenta. Y, después de graduarse, halló formas de vivir al margen de la riqueza: durante un tiempo fue representante de un cuarteto de cuerda y miembro del consejo de una escuela para niños sordos.
Se conocieron en Trieste en el verano de 1933, en una fiesta muy etílica y ruidosa. Ella iba con unos amigos en un yate, navegando por el Adriático. Cuando empezaron su romance tenía treinta y siete años y un estilo propio de los años veinte berlineses. Era una mujer muy erótica vestida como un hombre muy austero. Traje negro de raya diplomática, camisa blanca, sobria corbata, cabello castaño corto salvo por delante, donde caía al bies, asimétrico. A veces, llevando ese estilo al extremo, se engominaba el pelo y se lo peinaba hacia atrás. Tenía una tez suave y blanca, la frente alta, no se maquillaba, salvo por un leve toque de carmín aparentemente incoloro. Un rostro más atractivo que bello, con toda la personalidad en los ojos: verdes y pensativos, concentrados, valientes y penetrantes.
Al Adlon se entraba salvando tres escalones de mármol, por unas puertas revestidas de cuero con ojos de buey; cuando éstas se abrieron y Weisz se volvió para ver quién entraba, el corazón estuvo a punto de salírsele por la boca. No mucho después, unos quince minutos quizá, un camarero se acercó a la mesa y recogió una generosa propina, medio coñac y medio cóctel de champán.
No era sólo el corazón el que se había encariñado más de ella con la ausencia.
Al otro lado de la ventana, Berlín en la penumbra del crepúsculo invernal. En la habitación, entre el revoltijo de la ropa de cama, Weisz y Christa yacían recostados en las almohadas, recuperando el aliento. Él se incorporó, apoyándose en un codo, puso tres dedos en el hoyuelo de la base del cuello de ella y, acto seguido, siguió bajando hasta recorrer todo su cuerpo. Por un momento ella cerró los ojos, en los labios una levísima sonrisa.