Cuando Bottini dobló la esquina de la rue Augereau, se quitó las gafas de montura metálica, limpió las gotas de lluvia de los cristales con un gran pañuelo blanco y las guardó en un estuche. Acto seguido entró en el hotel. Según los informes era escrupulosamente puntual. Los martes por la noche, de ocho a diez, siempre en la habitación 44, recibía a su amante, la esposa del político socialista LaCroix. El mismo LaCroix que había estado al frente de un ministerio, y luego de otro, en el gobierno del Frente Popular. El mismo LaCroix que aparecía junto al primer ministro, Daladier, en las fotografías de los periódicos. El mismo LaCroix que cenaba en su club cada martes y jugaba al bridge hasta medianoche.
A las 20:15 un taxi paró delante del Colbert. Madame LaCroix se bajó y entró en el hotel corriendo a pasitos cortos. Amandola sólo la vio de pasada: cabello rojo teja, nariz blanca y afilada, una mujer rubensiana, rotunda y generosa de carnes. Y bastante insaciable, por lo que decían los agentes que habían ocupado la habitación 46 y pegado la oreja a la pared. «Los sujetos son ruidosos, escandalosos», decía un informe, que describiría, se figuraba Amandola, todo tipo de gemidos y gritos cuando la parejita se apareaba como cerdos en celo. Él sabía perfectamente de qué pie cojeaba la mujer: le gustaba comer bien, el buen vino y los placeres de la carne, todos y cada uno, toda la procaz baraja. Libertinos. Frente a la amplia cama de la habitación 44 había un espejo de cuerpo entero al que seguro que le sacaban partido, excitándose al ver cómo se revolcaban, excitándose al ver… de todo.
«Y ahora -pensó Amandola- a esperar.»
Sabían que los amantes solían pasar unos minutos conversando antes de ponerse a lo suyo. Había que darles algo de tiempo. Los agentes de la OVRA -la policía secreta italiana, la policía política creada por Mussolini en los años veinte- que dirigía Amandola ya estaban dentro del hotel. Habían reservado una habitación esa misma tarde, acompañados por unas prostitutas. Con el tiempo, esas mujeres bien podían caer en manos de la policía y ser interrogadas. Pero ¿qué iban a decir? «El tipo era calvo, tenía barba, dijo que se llamaba Mario.» Para entonces Mario el calvo y Mario el de la barba habrían cruzado la frontera hacía tiempo y estarían de vuelta en Italia. Como mucho las chicas verían sus fotografías en el periódico.
Cuando los de la OVRA irrumpieran en la habitación, madame LaCroix se indignaría, por supuesto. Supondría que era una sucia jugarreta orquestada por la víbora de su esposo. Pero no lo supondría por mucho tiempo. Y cuando apareciera el revólver, la larga boca del silenciador, sería demasiado tarde para gritar. ¿Gritaría Bottini? ¿Suplicaría que le perdonaran la vida? No, pensó Amandola, no haría ninguna de las dos cosas. Los insultaría, sería un galletto vanidoso hasta el final, y recibiría su medicina. Sería en la sien. Luego, una vez hubieran desenroscado el silenciador, el revólver quedaría en la mano de Bottini. Qué triste, qué deprimente, un amor condenado al fracaso, un amante desesperado…
Una cita que acaba en tragedia. ¿Se lo creería la gente? La mayoría sí, pero algunos no, y era para ésos para quienes habían organizado el numerito, para quienes sabrían al instante que era un asunto político y no pasional. Porque no se trataba de una desaparición silenciosa, sino pública, espectacular, destinada a servir de advertencia: «Haremos lo que queramos, no podéis detenernos.» Los franceses se sentirían ultrajados, pero bueno, los franceses siempre se sentían ultrajados. Pues que rabiaran.
Eran las 20:42 cuando el jefe del operativo de la OVRA dejó el hotel y cruzó al otro lado de la rue Augereau, donde se encontraba Amandola. Las manos en los bolsillos, la cabeza gacha. Llevaba un impermeable y un sombrero de fieltro negro. La lluvia le goteaba por el ala. Al pasar por delante del Lancia levantó la cabeza, dejando ver un rostro moreno y tosco, del sur, y estableció contacto visual con Amandola. Una mirada breve, pero suficiente. Hecho.
4 de diciembre de 1938. El Café Europa, en una calleja cercana a la Gare du Nord, era propiedad de un francés de origen italiano. Hombre de opiniones firmes y apasionadas, un idealista, ponía la trastienda a disposición de un grupo de giellisti, así llamados porque formaban parte de la organización Giustizia e Libertà, a la que se conocía informalmente por sus iniciales, «G» y «L», de ahí lo de giellisti. Esa mañana había ocho miembros. Habían sido convocados a una reunión de emergencia. Todos vestían abrigo oscuro. Estaban sentados alrededor de una mesa en la trastienda, mal iluminada, y, salvo la única mujer, todos llevaban sombrero. Porque la habitación era fría y húmeda y, además, aunque nadie lo dijera nunca en voz alta, porque así no desentonaban con su naturaleza conspiradora: eran la resistencia antifascista, la Resistenza.
Casi todos ellos eran de mediana edad, emigrados italianos y pertenecientes a una misma clase sociaclass="underline" un abogado de Roma, un profesor de la facultad de Medicina de Venecia, un historiador del arte de Siena, el dueño de una farmacia en esa misma ciudad y una antigua química industrial en Milán. Etcétera. Algunos llevaban gafas, la mayoría fumaban pitillos, a excepción del profesor de Historia del Arte de Siena, ahora empleado como lector de contadores para la compañía del gas, que fumaba un purito de fuerte aroma.
Tres de ellos habían traído un periódico de la mañana, el más infame e injurioso de los tabloides parisinos, y en la mesa había un ejemplar abierto por una página con una fotografía medio borrosa. El titular decía: Asesinato y suicidio en un nido de amor. Bottini, con el torso desnudo, estaba sentado contra el cabecero, la sábana hasta la cintura, los ojos abiertos y la mirada perdida, el rostro cubierto de sangre. A su lado, un bulto bajo la sábana, con los brazos extendidos.
El líder del grupo, Arturo Salamone, dejó el periódico abierto un rato, a modo de un silencioso panegírico. Después exhaló un suspiro y lo cerró de golpe, lo dobló por la mitad y lo dejó junto a su silla. Salamone era grande como un oso, mofletudo, y tenía unas cejas pobladas que se unían en el entrecejo. Había sido consignatario de buques en Génova y ahora trabajaba de contable en una compañía de seguros.
– Entonces ¿nos lo creemos?
– Yo no -dijo el abogado-. Es un montaje.
– ¿Estáis de acuerdo?
El farmacéutico se aclaró la garganta y preguntó:
– ¿Estamos completamente seguros de que fue un asesinato?
– Yo sí -afirmó Salamone-. Bottini no era capaz de semejante salvajada. Los mataron, la OVRA o alguien parecido. La orden vino de Roma. Fue planeada, preparada y ejecutada. Y no sólo asesinaron a Bottini, sino que además lo difamaron: «Ésta es la clase de hombre, mentalmente inestable y depravado, que habla en contra de nuestro noble fascismo.» Y, naturalmente, habrá quien se lo crea.
– Claro, siempre hay gente que se lo cree todo -aseveró la química-. Pero ya veremos qué dicen los periódicos italianos al respecto.
– No les quedará más remedio que aceptar la versión del gobierno -aseguró el profesor veneciano.
La mujer se encogió de hombros.
– Como de costumbre. Pero tenemos algunos amigos allí, y una simple palabra o dos, «presunto», «supuesto», pueden sembrar la duda. Hoy en día nadie se limita a leer las noticias; las descifra, como si estuviesen en clave.
– Entonces ¿cómo respondemos? -quiso saber el abogado-. No puede ser ojo por ojo.
– No -negó Salamone-. No somos como ellos. Todavía no.
– Hay que sacar a la luz la verdadera historia, en el Liberazione -opinó la mujer-. Y esperar que la prensa clandestina, aquí y en Italia, nos respalde. No podemos dejar que se salgan con la suya, no podemos permitir que crean que esto va a quedar así. Y deberíamos decir quién ordenó esta monstruosidad.