Sin embargo el control de la prensa podía tener consecuencias inesperadas: Weisz recordó el clásico ejemplo, el final de la Gran Guerra. La rendición de 1918 suscitó una oleada de conmoción e ira entré los alemanes. Después de todo habían leído día tras día que sus ejércitos salían victoriosos en el campo de batalla y luego, de pronto, el gobierno capitulaba. ¿Cómo era posible? La infame Dolchstoss, la puñalada trapera, ésa era la razón: la manipulación política ejercida en la patria había minado a sus valientes soldados y deshonrado su sacrificio. Los responsables de la derrota eran los judíos y los comunistas, esos astutos granujas políticos. Y los alemanes se lo creyeron. Y Hitler llegó con la mesa puesta.
Una vez leídos los periódicos, Weisz se puso con los comunicados de prensa que se amontonaban en la mesa de Wolf. Intentó concentrarse, pero no fue capaz. ¿Qué estaría haciendo Christa? Su tenue voz no se le iba de la cabeza: «darle un empujoncito». Eso significaba asuntos clandestinos, conspiración, resistencia. Bajo el dominio de los nazis y su policía secreta, Alemania se había convertido en un Estado de contraespionaje, de soplones entusiastas y agitadores por todas partes, ¿sabía ella lo que podía pasarle? Sí, lo sabía, malditos ojos aristocráticos, pero esa gente no iba a decirle a Christa Zameny von Schirren lo que podía o no podía hacer. Hablaba la sangre, pensó él, y lo hacía alto y claro. Pero ¿acaso era tan distinto de lo que él estaba haciendo? «Lo es», pensó. Pero no lo era, y lo sabía.
La puerta del despacho estaba abierta, pero una de las secretarias apareció en el umbral y llamó educadamente en el marco.
– ¿Herr Weisz?
– Sí, ¿eh…?
– Soy Gerda, Herr Weisz. Tiene una reunión en el Club de Prensa del ministerio de Propaganda a las once de la mañana, con Herr Doktor Martz.
– Gracias, Gerda.
Salió con tiempo para ir sin prisas y bajó por la Leipzigerstrasse en dirección al nuevo Club de Prensa. Al pasar por Wertheim's, los grandes almacenes que ocupaban todo un edificio, se detuvo un instante a observar a un escaparatista que retiraba libros y carteles antisoviéticos -los títulos de los libros envueltos en llamas, los carteles con llamativos matones bolcheviques de enorme nariz ganchuda- y los apilaba con sumo cuidado en una carretilla. Cuando el escaparatista le devolvió la mirada, Weisz siguió su camino.
Hacía tres años que no iba a Berlín, ¿había cambiado? La gente de la calle parecía próspera, bien alimentada, bien vestida, pero percibía algo flotando en el aire, no exactamente miedo. Era como si todos guardaran un secreto, el mismo secreto. Pero de algún modo no resultaba aconsejable que otros supieran que uno lo guardaba. Berlín siempre había tenido un aspecto oficial -varios tipos de policía, cobradores de tranvía, guardas del zoológico-, pero ahora era una ciudad vestida para la guerra. Uniformes por doquier: las SS de negro con la reluciente insignia, el Ejército, la Kriegsmarine, la Luftwaffe, otros que no reconoció. Cuando una pareja de miembros de las secciones de asalto de las SA, con guerrera y pantalones pardos y gorra con barboquejo, se aproximó a él, nadie pareció cambiar de dirección, pero en la abarrotada acera se le abrió paso casi por arte de magia.
Se paró en un quiosco en el que unas hileras de revistas llamaron su atención. Fe y Belleza, La Danza, Fotografía Moderna: en todas las portadas mujeres desnudas desempeñando alguna actividad saludable. El gobierno nazi, al hacerse con el poder en 1933, había prohibido de inmediato la pornografía, pero aquello de allí era su versión, destinada a alentar a la población masculina, tal y como había sugerido Christa, a subirse encima de la primera Fräulein que pasara para engendrar un soldado.
En el Club de Prensa -el que fuera el Club de Extranjeros de la Leipzigerplatz- el doctor Martz era el más alegre de los mortales, gordo y chispeante, moreno, con un bigote de cepillo y manos activas y rechonchas.
– Venga, deje que le enseñe esto -gorjeó.
Aquello era el paraíso de los periodistas, con un restaurante lujoso, altavoces para avisar a los reporteros, salas de lectura con diarios de las principales ciudades, salas de trabajo con largas filas de mesas sobre las que había máquinas de escribir y teléfonos.
– Tenemos de todo para usted.
Se acomodaron en unas butacas de cuero rojo en un salón del restaurante y les sirvieron de inmediato café y una fuente de bollitos vieneses, Babka, un pastel esponjoso, con sabor a mantequilla, relleno de nueces molidas y espolvoreado con canela y azúcar o cubierto de una pequeña y densa pasta de almendras. «Me sorprende, Weisz, que te hayas vuelto un nazi.» «Bueno, es una larga historia.»
– Tome otro, vamos, quién va a enterarse.
Bueno, tal vez uno más.
Y eso sólo para empezar. Martz le dio su tarjeta de identificación, roja.
– Si tiene algún problema con la policía, Dios no lo quiera, enséñele esto. -¿Quería entradas para la ópera? ¿Para el cine? ¿Para cualquier otra cosa?-. No tiene más que pedirlo.
Además, enviar sus artículos era facilísimo: había un mostrador en el ministerio de Propaganda, «no tiene más que dejar su artículo allí y lo telegrafiarán, sin censura, a su oficina».
– Naturalmente -puntualizó Martz-, leeremos lo que escriba en los periódicos, y esperamos que sea justo. En toda historia siempre hay dos caras, ¿entiende?
Entendido.
Era evidente que Martz disfrutaba con su trabajo. Había sido actor, le contó a Weisz, había pasado cinco años en Hollywood, haciendo de alemán, de francés, cualquier papel que requiriera un acento europeo. Luego, cuando volvió a Alemania, su inglés idiomático le facilitó su empleo actual.
– Sobre todo para los americanos, Herr Weisz, debo admitirlo. Queremos hacerles la vida más fácil. -Finalmente fue al grano y sacó del maletín un grueso dossier de informes grapados-. Me he tomado la libertad de recabar este material para usted -anunció-. Datos y cifras relativos a Polonia. Por si quiere echarle un vistazo cuando tenga un momento.
Tras limpiarse los dedos en una servilleta de hilo blanca, Weisz hojeó el dossier.
– Trata del corredor que necesitamos a través de Polonia, desde Alemania hasta Prusia Oriental. También de la situación en Danzig. El trato que recibe la minoría alemana allí es espantoso, cada día peor. Los polacos se niegan a dar su brazo a torcer, y nadie cuenta nuestra versión de la historia. Nuestras preocupaciones están justificadas, nadie puede decir lo contrario, tienen que dejarnos proteger nuestros intereses nacionales, ¿no?
Sí, naturalmente.
– Eso es lo único que pedimos, Herr Weisz, juego limpio. Y queremos ayudarle: cualquier noticia que desee cubrir, no tiene más que decirlo y le proporcionaremos los datos, las publicaciones periódicas pertinentes, un listado de fuentes, y organizaremos las entrevistas, los viajes, lo que quiera. Recorra Alemania, compruebe por sí mismo lo que hemos logrado a base de trabajo duro e ingenio.
El camarero se aproximó para ofrecer más café, una jarrita de plata con crema de leche, azucarero de plata… Martz sacó del maletín una última hoja de papeclass="underline" la programación de las conferencias de prensa, dos cada día, una en el ministerio de Propaganda y la otra en el ministerio de Asuntos Exteriores.
– Y ahora -añadió-, déjeme que le comente lo de los cócteles.
Weisz soportaba a duras penas las horas del día, deseoso de que anocheciera.
Christa se las arreglaba para acudir al hotel casi todas las tardes, a veces a las cuatro, cuando podía, o como muy tarde a las seis. Con la espera, a Weisz los días se le hacían muy largos, se los pasaba soñando despierto, pensando en esto o aquello, faltando a cócteles oficiales, haciendo planes, planes detallados para más tarde.