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Ella hacía lo mismo. No lo decía, pero él lo sabía. Dos golpecitos a la puerta. Era Christa. Tranquila y educada, sin melodramas. Tan sólo un beso fugaz y se sentaba en una silla como si pasara por el barrio por casualidad y se hubiera dejado caer, y quizá en esa ocasión se limitaban a conversar. Luego, más tarde, él se sorprendía dejándose llevar por la imaginación de ella hasta algo novedoso, una variante. La elegancia de sus modales permanecía intacta, pero hacer lo que ella quería la excitaba, transformaba su voz, le agilizaba las manos, y a él se le aceleraba el pulso. Luego le tocaba a Weisz. Nada del otro jueves, claro, pero para ellos el jueves daba mucho de sí. Una noche Von Schirren se fue a una propiedad que la familia tenía en el Báltico, y Christa se quedó a pasar la noche. Se metieron juntos en la bañera con despreocupación, sus pechos mojados brillantes bajo la luz, y charlaron de todo y nada. Luego él alargó la mano por debajo del agua hasta que ella cerró los ojos, se mordió el labio con delicadeza y se recostó en la superficie de porcelana.

El trabajo se hacía cada día más duro. Weisz era de lo más cumplidor: informaba tal como Delahanty le había indicado y planteaba preguntas en las conferencias de prensa a coroneles y funcionarios. Vaya matraca. Los alemanes sólo deseaban el progreso económico -«no tiene más que ver lo que ha ocurrido en nuestras lecherías de Pomerania»- y justicia y seguridad en Europa. «Les ruego que tomen nota, señoras y señores, está en nuestro comunicado, del caso de Hermann Zimmer, un librero de la ciudad de Danzig que fue apaleado por unos matones polacos en plena calle, justo delante de su casa, mientras su esposa, que estaba mirando por la ventana, pedía ayuda a gritos. Y luego mataron a su perrito.»

Entretanto, en los pequeños restaurantes de los alrededores de Berlín uno abría la carta y encontraba un papelito rojo con una inscripción en negro: «Juden unerwünscht.» «Prohibida la entrada a los judíos.» Weisz lo veía en escaparates, pegado en los espejos de los barberos, clavado en las puertas. No se acostumbraba. Muchos judíos se habían afiliado al Partido Fascista italiano en los años veinte. Luego, en 1938, se impuso la presión que los alemanes ejercieron sobre Mussolini. En los periódicos aparecieron artículos que sugerían que los italianos en realidad eran una raza nórdica, y los judíos fueron anatematizados. Algo nuevo en Italia que se granjeó una desaprobación generalizada. Ellos no eran así. Weisz dejó de ir a los restaurantes.

12 de marzo. El martes por la mañana, a las 11:20, llamada telefónica en Reuters.

– ¿Herr Weisz? -llamó Gerda desde recepción-. Es para usted, Fräulein Schmidt.

– ¿Hola?

– Hola, soy yo. Tengo que verte, amor mío.

– ¿Ocurre algo?

– Nada, una tontería familiar, pero tenemos que hablar.

Pausa.

– Lo siento -se lamentó él.

– No es culpa tuya, no lo sientas.

– ¿Dónde estás? ¿Hay por ahí algún bar? ¿Un café?

– Estoy en Eberswald, por trabajo.

– Ya…

– Hay un parque, en el centro de la ciudad. Tal vez puedas coger el tren; son unos cuarenta y cinco minutos.

– Puedo coger un taxi.

– No. Perdóname, es mejor el tren. La verdad es que es más fácil, salen a todas horas desde la Nordbahnhof.

– De acuerdo. Iré ahora mismo.

– En el parque hay unas atracciones. Ya te buscaré yo.

– Allí estaré.

– Tengo que hablar contigo, solucionar esto. Juntos, tal vez sea lo mejor, no sé, ya veremos.

¿Qué era aquello? Sonaba a crisis de amante, pero él presentía que era teatro.

– Sea lo que sea, juntos… -repuso, metido en su papel.

– Sí, lo sé. Yo también lo creo.

– Salgo para allá.

– No tardes, amor mío, estoy impaciente por verte.

Estaba en Eberswald antes de las 13:30. En el parque había varias atracciones, y por un altavoz con ruido de parásitos sonaba música de gramola. Fue hasta el tiovivo y se plantó allí, las manos en los bolsillos, hasta que a los cinco minutos apareció ella. Debía de haber estado observando desde algún lugar estratégico. El día era gélido, con un viento cortante, y ella vestía una boina y un elegante abrigo gris hasta los tobillos con un cuello alto abotonado en la garganta. De una larga correa llevaba a dos lebreles, en torno al fino cuello un ancho collar de piel.

Le dio un beso en la mejilla.

– Siento hacerte esto.

– ¿Qué pasa? ¿Von Schirren?

– No, no tiene nada que ver. Los teléfonos no son seguros, así que esto tenía que ser una… una cita.

– Ah. -Se sintió aliviado, luego no.

– Quiero que conozcas a alguien. Sólo será un momento. No hace falta decir nombres.

– De acuerdo. -Sus ojos se movieron en busca de posibles observadores.

– No actúes de manera furtiva -aconsejó ella-. Sólo somos una pareja de amantes desventurados.

Lo agarró del brazo y echaron a andar, los perros tirando de la correa.

– Son preciosos -alabó él.

Lo eran: color canela, esbeltos y de pelo suave, el vientre metido y el pecho fuerte, hechos para correr.

– Hortense y Magda -dijo con cariño-. Vengo de casa -explicó-. Las metí en el coche y conté que iba a sacarlas para hacerlas correr un poco.

Uno de los perros volvió la cabeza al oír la palabra «correr».

Dejaron atrás el tiovivo y se dirigieron a una atracción sobre cuya taquilla había un letrero pintado con vivos colores: «El Landt Stunter. ¡Aprenda a bombardear en picado!» Unida a un pesado eje de acero se veía una barra con un avión en miniatura, adornado con una cruz de Malta negra en el fuselaje, que volaba en círculos, rozando la hierba, ascendiendo alrededor de seis metros en el aire para a continuación lanzarse de nuevo al suelo. Un muchacho de unos diez años pilotaba el aparato. En la cabina abierta se distinguía un rostro plenamente concentrado y unas manos blancas de apretar con tanta fuerza los mandos. Cuando el aeroplano bajaba en picado, unas ametralladoras de juguete situadas en las alas tableteaban y las bocas de los cañones centelleaban como cohetes. Una larga cola de niños con ojos de envidia, algunos con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas, algunos de la mano de su madre, esperaban su turno, contemplando el avión mientras abría fuego con las ametralladoras y hacía una nueva pasada para lanzar otro ataque.

Un hombre de mediana edad con un abrigo marrón y un sombrero avanzaba despacio entre el gentío.

– Ahí está -informó Christa. Tenía cara de intelectual, pensó Weisz: surcada de arrugas, los ojos hundidos. Un rostro que había leído demasiado y que rumiaba lo que leía. Saludó con un movimiento de cabeza a Christa, que dijo-: Éste es mi amigo. De París.

– Buenas tardes.

Weisz devolvió el saludo.

– ¿Es usted el periodista?

– Así es.

– Christa cree que tal vez pueda ayudarnos.

– Si está en mi mano…

– Llevo un sobre en el bolsillo. Dentro de un minuto los tres nos alejaremos de la multitud y, cuando nos aproximemos a los árboles, se lo entregaré.

Se quedaron mirando la atracción y luego echaron a andar; Christa se inclinaba hacia atrás para contrarrestar la fuerza de los perros.

– Christa me ha dicho que es usted italiano.

– Lo soy, sí.

– Esta información concierne a Italia, a Alemania e Italia. No podemos mandarla por correo, ya que las fuerzas de seguridad lo leen, pero creemos que la gente debería conocerla. Quizá a través de un periódico francés, aunque dudamos que vayan a publicarla, o de un diario de la resistencia italiana. ¿Conoce a esa gente?

– Sí.

– Y ¿está dispuesto a aceptar esta información?

– ¿Cómo ha llegado a sus manos?

– Uno de nuestros amigos la copió de unos documentos del departamento financiero del ministerio del Interior. Es una lista de agentes alemanes que operan en Italia con el consentimiento del gobierno. En Berlín hay amigos a los que les gustaría verla, pero esta información no le concierne de manera directa, así que debería estar en poder de alguien que comprenda que es preciso que salga a la luz en lugar de quedar archivada.