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– ¿Quién? -inquirió el abogado.

Ella señaló hacia arriba.

– Alguien de muy arriba.

El abogado asintió.

– Sí, tienes razón. Tal vez pudiéramos hacerlo en una nota necrológica, dentro de un recuadro negro, una necrológica política. Debería tener garra, mucha garra: este hombre, un héroe, murió por aquello en lo que creía, era un hombre que contaba verdades cuya revelación no podía tolerar el gobierno.

– ¿Te encargarás de escribirla? -preguntó Salamone.

– Redactaré un borrador -propuso el abogado-. Luego ya veremos.

El profesor de Siena apuntó:

– Quizá pudieras terminar diciendo que cuando Mussolini y sus amigos desaparezcan, echaremos abajo su asquerosa estatua ecuestre y levantaremos otra en honor a Bottini.

El abogado sacó una estilográfica y una libreta del bolsillo e hizo unas anotaciones.

– ¿Qué hay de la familia? -terció el farmacéutico-, la de Bottini.

– Hablaré con su mujer -se ofreció Salamone-. Y tenemos un fondo, haremos todo lo que podamos. -Al poco añadió-: Y también hemos de elegir a un nuevo director. ¿Alguna sugerencia?

– Weisz -apuntó la mujer-. Es periodista.

Todos los de la mesa asintieron. La elección obvia. Carlo Weisz era corresponsal, había trabajado en el Corriere della Sera, luego había emigrado a París en 1935, donde encontró trabajo en la agencia Reuters.

– ¿Dónde está esta mañana? -preguntó el abogado.

– En alguna parte de España -repuso Salamone-. Lo han enviado para escribir acerca de la nueva ofensiva de Franco. Tal vez la ofensiva finaclass="underline" la guerra española agoniza.

– Es Europa la que agoniza, amigos míos.

El comentario provenía de un empresario adinerado -con mucho el donante más generoso- que rara vez hablaba en las reuniones. Había huido de Milán y se había instalado en París hacía unos meses, después de que entraran en vigor en septiembre las leyes antisemitas. Sus palabras, pronunciadas con discreto pesar, impusieron un momento de silencio, pues tenía razón y ellos lo sabían. Ese otoño había sido funesto en el continente: los checos claudicaron en Munich a finales de septiembre y luego, la segunda semana de noviembre, un Hitler envalentonado había desatado la Kristallnacht, haciendo añicos los escaparates de los comercios judíos en toda Alemania, arrestando a destacadas figuras de la comunidad hebrea, perpetrando espantosas humillaciones en las calles.

Al cabo Salamone, en voz baja, dijo:

– Es cierto, Alberto, no se puede negar. Y ayer nos tocó a nosotros, nos atacaron, nos han dicho que cerremos el pico si sabemos lo que nos conviene. Pero, así y todo, este mismo mes habrá ejemplares del Liberazione en Italia, e irán de mano en mano y dirán lo que siempre hemos dicho: «No os rindáis.» ¿Qué otra cosa podemos hacer?

En España, el 23 de diciembre, una hora después de que amaneciera, los cañones de los nacionales efectuaron la primera descarga. Carlo Weisz, tan sólo medio dormido, la oyó, y la sintió. Probablemente estaban a unos kilómetros al sur. En Mequinenza, donde el Segre confluye con el Ebro. Se levantó, se liberó de la capelina impermeable con la que había dormido y salió por la entrada -la puerta había desaparecido hacía tiempo- al patio del monasterio.

Un amanecer de El Greco: una imponente nube gris se elevaba en el horizonte, teñida de rojo por los primeros rayos de sol. Mientras miraba, unos fogonazos titilaron en la nube y, al momento, unas detonaciones, similares al retumbar del trueno, remontaron el Segre. Sí, estaban en Mequinenza. Les habían dicho que se prepararan para una nueva ofensiva, la campaña de Cataluña, justo antes de Navidad. Bueno, pues allí estaba.

Con la intención de avisar a los demás, volvió a la habitación en la que habían pasado la noche. En su día, antes de que llegara la guerra, la estancia había sido una capilla. Ahora las altas y estrechas ventanas estaban ribeteadas de fragmentos de vidrieras, mientras que el resto relucía por el suelo. Además había agujeros en el techo y una de las esquinas había saltado por los aires. En algún momento sirvió de cárcel para prisioneros, cosa que resultaba evidente por los garabatos que se apreciaban en el enlucido de las paredes: nombres, cruces coronadas con tres puntos, fechas, súplicas para no caer en el olvido o una dirección sin ciudad. Hizo las veces de hospital de campaña, como atestiguaban un montón de vendas usadas apiladas en un rincón y las manchas de sangre en la arpillera que cubría los viejos jergones de paja.

Sus dos compañeros ya estaban despiertos: Mary McGrath, del Chicago Tribune, y un teniente de las fuerzas republicanas, Navarro, que era su escolta, su conductor… y su guardaespaldas. McGrath inclinó la cantimplora, vertió un poco de agua en el hueco de la mano y se limpió la cara.

– Parece que han empezado -comentó la corresponsal.

– Sí -convino Weisz-. Están en Mequinenza.

– Será mejor que nos pongamos en marcha -dijo Navarro en español.

Reuters ya había enviado antes a Weisz, ocho o nueve veces desde 1936, y ésa era una de las frases que aprendió nada más llegar.

Weisz se arrodilló junto a su mochila, cogió una petaca de tabaco y un librillo de papel de fumar -se había quedado sin Gitanes hacía una semana- y se puso a liar un cigarrillo. Durante unos meses aún tendría cuarenta años, era de estatura mediana, delgado y fuerte, y tenía el cabello largo y oscuro, no del todo negro, que se echaba hacia atrás con los dedos cuando le caía por la frente. Había nacido en Trieste y, al igual que la ciudad, era medio italiano, por parte de madre, y medio esloveno -Eslovenia fue tiempo atrás austriaca, de ahí el apellido- por parte de padre. De su madre había heredado un rostro florentino ligeramente afilado, de facciones duras, unos ojos inquisitivos, una tez levemente cenicienta y llamativa: un rostro noble tal vez, un rostro habitual en los retratos renacentistas. Aunque no del todo. Estaba tocado por la curiosidad y la compasión; no era un rostro iluminado por la codicia de un príncipe o el poder de un cardenal. Weisz retorció un extremo del cigarrillo, se lo llevó a los labios y encendió un chisquero, que daba lumbre aunque soplara el viento.

Navarro, que llevaba la tapa del delco con los cables colgando -el método más seguro para que un vehículo siguiera en su sitio por la mañana-, fue a arrancar el coche.

– ¿Adónde nos lleva? -le preguntó Weisz a McGrath.

– Dijo que a unos kilómetros al norte. Cree que los italianos controlan la carretera al este del río. Puede ser.

Iban en busca de una brigada de voluntarios italianos, lo que quedaba del Batallón Garibaldi, ahora parte del 5.° Cuerpo del Ejército Popular. En un principio el Batallón Garibaldi, junto con los batallones Thaelmann y André Marty, alemán y francés respectivamente, constituían la XII Brigada Internacional, los últimos restos de las unidades de voluntarios extranjeros que habían acudido en ayuda de la República. Pero en noviembre el bando republicano desmovilizó al grueso de este contingente. Una compañía italiana había decidido seguir luchando, y Weisz y Mary McGrath iban tras la noticia.

«Arrojo ante una derrota casi segura.» Porque el gobierno republicano, después de tres años de guerra civil, sólo conservaba Madrid, sitiada desde 1937, y la esquina nororiental del país, Cataluña, motivo por el cual el gobierno se había trasladado a Barcelona, a unos ciento treinta kilómetros de las estribaciones que se alzaban sobre el río.

McGrath enroscó el tapón de la cantimplora y encendió un Old Gold.

– Después -continuó-, si los encontramos, iremos a Castelldans a enviar un cable.

Castelldans, una localidad situada al norte que hacía las veces de cuartel general del 5.° Cuerpo del Ejército Popular, contaba con un servicio de radiotelegrafía y un censor militar.