– Tiene que ser hoy sin falta -contestó Weisz.
Las descargas de artillería provenientes del sur se habían intensificado, la campaña de Cataluña había dado comienzo y tenían que enviar noticias lo antes posible.
McGrath, una corresponsal cuarentona, le respondió con una sonrisa cómplice y miró el reloj.
– Es la una y veinte en Chicago. Lo publicarán para la tarde.
Aparcado junto a una pared en el patio había un vehículo militar. Mientras Weisz y McGrath observaban, Navarro soltó el hierro del capó y retrocedió cuando se cerró de golpe, luego ocupó el asiento del conductor y provocó una serie de explosiones -bruscas y ruidosas, el motor carecía de silenciador- y una columna de humo negro. El ritmo de las explosiones fue ralentizándose a medida que Navarro le daba al estárter. A continuación se volvió con una sonrisa triunfal y les indicó que se subieran.
Era el coche de un oficial francés, de color caqui, aunque descolorido hacía tiempo a causa del sol y la lluvia. El coche había participado en la Gran Guerra y, veinte años después, había sido enviado a España a pesar de los tratados de neutralidad europeos: non intervention élastique, como decían los franceses. De lo más élastique: Alemania e Italia habían provisto de armas a los nacionalistas de Franco, mientras que el gobierno republicano recibía ayuda a regañadientes de la URSS y compraba lo que podía en el mercado negro. Pero un coche era un coche. Cuando llegó a España, alguien con un pincel y una lata de pintura roja, alguien con prisa, intentó pintar una hoz y un martillo en la portezuela del conductor; otro escribió «J-28» en blanco en el capó; un tercero disparó dos balas en el asiento de atrás, y alguien más destrozó la ventanilla del pasajero con un martillo. O tal vez todo lo hiciera la misma persona, algo no del todo imposible en la guerra civil española.
Cuando salían, un hombre con hábito de monje apareció en el patio y se los quedó mirando. No tenían idea de que hubiese alguien en el monasterio. Estaría escondido. Weisz lo saludó con la mano, pero el hombre se limitó a quedarse allí plantado, asegurándose de que se iban.
Navarro conducía despacio por la accidentada pista de tierra que discurría paralela al río. Weisz fumaba atrás, los pies sobre el asiento, y observaba el paisaje: monte bajo de encinas y enebros, a veces una aldea, un alto pino con cuervos en sus ramas. Pararon en una ocasión por culpa de unas ovejas: los carneros llevaban unas esquilas que repiqueteaban al caminar. El rebaño lo guiaba un pequeño y desastrado perro pastor de los Pirineos que corría sin cesar por los flancos. El pastor se acercó a la ventanilla del conductor, se llevó la mano a la boina a modo de saludo y dio los buenos días.
– Los moros de Franco cruzarán el río hoy -informó. Weisz y los otros miraron fijamente la orilla opuesta, pero no vieron más que juncos y chopos-. Están ahí -aseguró el pastor-. Pero no los vais a ver.
Escupió al suelo, les deseó buena suerte y siguió a su rebaño cerro arriba.
A los diez minutos una pareja de soldados les hizo señas para que se detuvieran. Respiraban con dificultad y estaban sudorosos a pesar del frío, los fusiles al hombro. Navarro aminoró la marcha, pero no paró.
– ¡Llevadnos con vosotros! -pidió uno.
Weisz miró por la luneta, preguntándose si dispararían al coche, pero se quedaron allí sin más.
– ¿No deberíamos llevarlos? -preguntó McGrath.
– Son desertores. Debería haberles pegado un tiro.
– ¿Por qué no lo ha hecho?
– No tengo valor -confesó Navarro.
Al cabo de unos minutos los detuvieron de nuevo. Esta vez fue un oficial, que bajó por la colina, desde el bosque.
– ¿Adónde vais? -le preguntó a Navarro.
– Éstos trabajan para periódicos extranjeros, buscan la brigada italiana.
– ¿Cuál?
– La Garibaldi.
– ¿Esos que van con pañuelos rojos?
– ¿Es así? -le preguntó Navarro a Weisz.
Éste lo confirmó. La Brigada Garibaldi constaba de voluntarios tanto comunistas como no comunistas. La mayoría de estos últimos eran oficiales.
– Creo que están ahí delante. Pero será mejor que os quedéis arriba, en la cima.
A unos cuantos kilómetros el camino se bifurcaba y el coche subió a duras penas la pronunciada pendiente; el martilleo de la marcha más corta reverberó entre los árboles. De lo alto de la elevación salía una pista de tierra que se dirigía al norte. Desde allí disfrutaban de una vista mejor del Segre, un río lento y poco profundo que se deslizaba entre islotes de arena desperdigados en medio de la corriente. Navarro continuó, dejando atrás una batería que disparaba a la orilla opuesta. Los artilleros se empleaban a fondo surtiendo de proyectiles a los cargadores, los cuales se tapaban los oídos cuando el cañón abría fuego, con el consabido retroceso de las ruedas cada vez. Un obús estalló por encima de los árboles, una repentina bocanada de humo negro que se fue alejando con el viento. McGrath le pidió a Navarro que parara un instante, se bajó del coche y sacó unos prismáticos de su mochila.
– Tenga cuidado -la advirtió Navarro.
Los reflejos del sol atraían a los francotiradores, quienes podían hacer blanco en la lente a una gran distancia. McGrath protegió los prismáticos con la mano y a continuación se los pasó a Weisz. Entre los jirones de humo que flotaba a la deriva, vislumbró un uniforme verde, a unos cuatrocientos metros de la orilla oeste.
Cuando volvieron al coche, McGrath dijo:
– Aquí arriba somos un buen blanco.
– Sin ninguna duda -corroboró Navarro.
El 5.° Cuerpo del Ejército Popular estaba cada vez más presente a medida que avanzaban en dirección norte. En la carretera asfaltada que llegaba hasta la ciudad de Serós, al otro lado del río, encontraron a la brigada italiana, bien atrincherada bajo un cerro. Weisz contó tres ametralladoras Hotchkiss de 6,5 mm montadas en bípodes; se fabricaban en Grecia, según tenía entendido, y eran introducidas clandestinamente en España por antimonárquicos griegos. También había tres morteros. A la brigada italiana le habían ordenado mantener la carretera asfaltada y un puente de madera que salvaba el río. El puente había volado por los aires, dejando en el lecho del río pilotes carbonizados y unos cuantos tablones ennegrecidos que la corriente había arrastrado hasta la orilla. Cuando Navarro aparcó el coche un sargento se acercó a comprobar qué querían. Una vez que Weisz y McGrath se hubieron bajado del vehículo, éste dijo:
– Hablaré en italiano, pero después te lo traduzco.
Ella le dio las gracias y ambos sacaron lápiz y papel. Al sargento no le hizo falta ver más.
– Un momento, por favor, iré a buscar al oficial.
Weisz se rió.
– Bueno, díganos al menos su nombre.
El sargento le devolvió la sonrisa.
– Digamos que sargento Bianchi, ¿estamos? -O lo que era lo mismo: «No use mi nombre.» Signor Bianchi y signor Rossi, señor Blanco y señor Rojo, eran el equivalente italiano de Smith y Jones, apellidos genéricos propios de chistes y alias jocosos-. Escriban lo que quieran -añadió el sargento-, pero tengo familia. -Se alejó con parsimonia y, a los pocos minutos, apareció el oficial.
Weisz llamó la atención de McGrath, pero ella no vio lo mismo que él. El oficial era moreno, con el rostro -los pómulos acentuados, la nariz ganchuda y, sobre todo, los ojos de halcón- marcado por una cicatriz que describía una curva desde la comisura del ojo derecho hasta el centro de la mejilla. En la cabeza llevaba el flexible gorro verde de los soldados de la infantería española, la parte superior, con la gran borla negra, estaba hundida. Y vestía un grueso jersey negro bajo la guerrera caqui -sin insignias- de un ejército y los pantalones que eran de otro ejército. Del hombro le colgaba una pistolera con una automática. Llevaba unos guantes negros de cuero.