Weisz dio los buenos días en italiano y agregó:
– Somos corresponsales, yo me llamo Weisz y ésta es la signora McGrath.
– ¿Italianos? -preguntó el oficial con incredulidad-. Están en el lado equivocado del río.
– La signora es del Chicago Tribune -aclaró Weisz-. Y yo trabajo para la agencia de noticias británica Reuters.
El oficial, cauteloso, los estudió un instante.
– Bueno, es un honor. Pero, por favor, nada de fotografías.
– No, claro. ¿Por qué lo del «lado equivocado del río»?
– Ésa de ahí es la División Littorio. Los Flechas Negras y los Flechas Verdes. Oficiales italianos, soldados italianos y españoles. Así que hoy mataremos a los fascisti y ellos nos matarán a nosotros. -El oficial esbozó una sonrisa forzada: así era la vida, lástima-. ¿De dónde es usted, signor Weisz? Diría que habla italiano como si lo fuera.
– De Trieste -contestó Weisz-. ¿Y usted?
El oficial vaciló. ¿Mentir o decir la verdad? Finalmente respondió:
– Soy de Ferrara, me llaman coronel Ferrara.
Su mirada parecía arrepentida, pero confirmó la corazonada de Weisz, la que tuvo nada más ver al oficial, ya que habían aparecido fotografías de su rostro, con la cicatriz corva, en los periódicos: alabado o difamado, dependiendo de la ideología política.
«Coronel Ferrara» era un nombre de guerra, los alias eran algo habitual entre los voluntarios del bando republicano, en particular entre los agentes de Stalin. Pero ese nom de guerre era anterior a la guerra civil española. En 1935 el coronel, adoptando el nombre de su ciudad, abandonó las fuerzas italianas que luchaban en Etiopía -donde los aviones descargaron una lluvia de gas mostaza sobre las aldeas y el ejército enemigo- y apareció en Marsella. En una entrevista para la prensa francesa dijo que ningún hombre que tuviera conciencia podía tomar parte en aquella guerra de conquista de Mussolini, en aquella guerra imperialista.
En Italia los fascistas habían tratado de arruinar su reputación por todos los medios, ya que el hombre que se hacía llamar coronel Ferrara era un héroe legítimo y muy condecorado. A los diecinueve años era un joven oficial que combatía a los ejércitos austrohúngaro y alemán en la frontera septentrional de Italia, un oficial de los Arditi, como se conocía a los miembros de las tropas de asalto -su nombre derivaba del verbo ardire, «tener valor, osadía»-, que eran los soldados más afamados de Italia, conocidos por sus jerséis negros, por asaltar trincheras enemigas de noche, el cuchillo entre los dientes, una granada en cada mano… jamás utilizaban un arma con un alcance superior a treinta metros. Cuando Mussolini fundó el Partido Fascista en 1919, sus primeros afiliados fueron cuarenta veteranos de los Arditi desencantados con las promesas rotas de los diplomáticos franceses y británicos, promesas que utilizaron para arrastrar a Italia a la guerra en 1915. Pero este ardito era un enemigo, un enemigo público del fascismo. Su tarjeta de presentación era su rostro herido y una mano con quemaduras tan graves que llevaba guantes.
– Entonces puedo llamarlo coronel Ferrara -dijo Weisz.
– Sí. Mi verdadero nombre no importa.
– Estuvo con el Batallón Garibaldi, en la XII Brigada Internacional.
– Así es.
– Que han desmantelado y enviado a casa.
– Al exilio -puntualizó Ferrara. Difícilmente podrían volver a Italia. Así que, junto con los alemanes, los polacos y los húngaros, todas las ovejas que no seguimos al rebaño, han ido en busca de un nuevo hogar. Sobre todo a Francia, por cómo andan las cosas últimamente, aunque allí tampoco es que seamos bienvenidos.
– Pero usted se ha quedado.
– Nos hemos quedado -corrigió-. Ciento veintidós de nosotros, esta mañana. No estamos listos para abandonar esta lucha, bueno, esta causa, de modo que aquí nos tiene.
– ¿Qué causa, coronel? ¿Cómo la describiría?
– Ha habido demasiadas palabras, signor Weisz, en esta guerra dialéctica. Para los bolcheviques es fácil, tienen sus consignas: Marx dice esto, Lenin lo otro. Pero para el resto la cosa no está tan clara. Luchamos por la liberación de Europa, por supuesto, por la libertad, si lo prefiere, por la justicia quizá y, sin duda, contra todos los cazzi fasulli que quieren gobernar el mundo a su manera. Franco, Hitler, Mussolini, hay dónde elegir, y todas las sabandijas que les hacen el trabajo.
– No puedo usar «cazzi fasulli» -significaba «capullos farsantes»-. ¿Quiere cambiarlo?
Ferrara se encogió de hombros.
– Quítelo. No sé decirlo mejor.
– ¿Hasta cuándo se van a quedar?
– Hasta el final, pase lo que pase.
– Hay quien dice que la República está acabada.
– Puede que tengan razón, pero nunca se sabe. Si uno hace la clase de trabajo que hacemos nosotros aquí, prefiere pensar que una bala disparada por un fusilero podría convertir la derrota en victoria. O tal vez alguien como usted escriba sobre nuestra pequeña compañía y los americanos den un respingo y digan: «Dios santo, es verdad, vamos por ellos, muchachos.»
Una repentina sonrisa iluminó el rostro de Ferrara, la idea, tan improbable, resultaba graciosa.
– Esto aparecerá sobre todo en Gran Bretaña y Canadá, y en Sudamérica, donde los periódicos publican nuestros despachos.
– Bueno, pues entonces que sean los británicos los que den el respingo, aunque ambos sabemos que no lo harán, al menos hasta que les toque a ellos comerse el Wiener Schnitzel de Adolf. O que todo se vaya al carajo en España, y ya veremos si la cosa se detiene ahí.
– Y de la División Littorio, que está al otro lado del río, ¿qué opina?
– Bueno, conocemos bien a los de la Littorio y a la milicia de los Camisas Negras. Los combatimos en Madrid, y cuando ocuparon el palacio de Ibarra, en Guadalajara, nosotros lo asaltamos y los echamos. Y hoy volveremos a hacerlo.
Weisz se volvió hacia McGrath.
– ¿Quieres preguntar algo?
– ¿Cuánto va a durar esto? Y ¿qué opina de la guerra, de la derrota?
– Eso ya está. Ya nos vale.
Al otro lado del río una voz gritó: «Eià, eià, alalà.» Era el grito de guerra de los fascistas, en un principio utilizado por las bandas de Camisas Negras en las primeras riñas callejeras. Otras voces repitieron la consigna.
La respuesta llegó de un nido de ametralladoras situado por debajo de la carretera. «Va f'an culo, alalà», «que te den por el culo». Alguien rió, y dos o tres voces corearon el lema. Una ametralladora disparó una breve ráfaga, segando una hilera de juncos de la orilla opuesta.
– Yo en su lugar mantendría la cabeza gacha -recomendó Ferrara. Agachado, se marchó.
Weisz y McGrath se tiraron al suelo, y McGrath sacó los prismáticos.
– ¡Lo veo!
Weisz se hizo con los prismáticos. Un soldado estaba tendido entre una mancha de juncos, las manos haciendo bocina mientras repetía el grito de guerra. Cuando la ametralladora volvió a disparar, él culebreó hacia atrás y se esfumó.
Navarro, revólver en mano, se aproximó a la carrera desde el coche y se arrojó al suelo junto a ellos.
– Está empezando -dijo Weisz.
– No intentarán cruzar el río ahora -aseguró Navarro-. Lo harán por la noche.
De la otra orilla, un sonido sordo, seguido de una explosión que hizo pedazos un enebro y provocó que una bandada de pájaros saliera volando de los árboles; Weisz oyó el batir de sus alas cuando sobrevolaban la cima del cerro.
– Morteros -explicó Navarro-. Nada bueno. Tal vez debiera sacarlos de aquí.
– Creo que deberíamos quedarnos un poco -opinó McGrath.
Weisz se mostró conforme. Cuando McGrath le dijo a Navarro que se quedarían, éste señaló un grupo de pinos.