Madame Gros accedió. Al fin y al cabo se trataba de Elena, la que siempre trabajaba los sábados; Elena, la que nunca dejaba de venir en su día libre cuando alguien tenía gripe, ¿cómo decirle que no la primera vez que le pedía un favor?
A una distancia más que prudencial Elena siguió al hombre cuando éste salió de los grandes almacenes. Ella llevaba una bata, como las demás dependientas de las galerías. El bolso y el abrigo seguían en su taquilla, pero había aprendido hacía tiempo a llevar siempre consigo en un bolsillo de la bata la cartera con su documentación y el dinero. El del sombrero con la pluma verde caminaba con parsimonia, no tenía mucha prisa. ¿Un inspector? Quizá lo fuera, pero Weisz y Salamone no lo creían. Así que lo comprobaría con sus propios ojos. ¿Sabía él qué aspecto tenía ella? ¿Podría identificarla si continuaba siguiéndolo? Sin duda era una posibilidad, pero si era un inspector de verdad, ella ya se había metido en un lío, aunque andar por la misma calle, vaya, eso no era un delito.
El hombre culebreó entre la multitud que se agolpaba ante los escaparates de las tiendas, se metió en la estación de metro de Chausée-D'Antin e introdujo un jeton en el torniquete. Vaya, ¡pagaba! Un verdadero inspector no tendría más que enseñar su placa en la ventanilla, ¿no? Lo había visto en las películas. Bueno, eso creía. Allí estaba el tipo, las manos en los bolsillos, despreocupadamente, en el andén, esperando el tren de la línea siete en dirección a La Courneuve. Elena sabía que ese tren lo sacaría del noveno distrito para entrar en el décimo. ¿Dónde estaba la oficina de la Sûreté? En el ministerio del Interior, en la rue des Saussaies, y esa línea no iba hacia allí. Con todo, era posible que fuera a investigar a otra pobre criatura. Oculta tras una columna, Elena aguardaba la llegada del tren, en ocasiones dando un pequeño paso adelante para no perder de vista la pluma verde. ¿Quién sería ese tipo? ¿Un agente secreto? ¿Un miembro de la OVRA? ¿Disfrutaba empleando su tiempo en asuntos tan ruines? ¿O sencillamente se ganaba así la vida?
El tren hizo su entrada en la estación, y Elena se situó en un extremo del vagón mientras el hombre tomaba asiento, cruzaba las piernas y unía las manos en el regazo. Las estaciones iban pasando: Le Peletier, Cadet, Poissonière, adentrándose más y más en el décimo distrito. Luego, en la estación de la Gare de l'Est, se levantó y se bajó. Allí podía hacer transbordo a la línea diez o coger un tren. Elena esperó todo lo que pudo y, en el último instante, salió al andén. Mierda, ¿dónde estaba el tipo? Justo a tiempo lo divisó subiendo las escaleras. Lo siguió cuando pasó por el torniquete y se dirigió a la salida. Elena se detuvo, fingiendo estudiar un mapa del metro que había en la pared, hasta que él desapareció, y salió de la estación.
¡Se había esfumado! No, allí estaba, caminando hacia el sur, alejándose de la estación por el bulevar Estrasburgo. Elena nunca había estado en esa parte de la ciudad y agradecía que fuese media mañana. No le habría hecho mucha gracia andar por allí de noche. El décimo era un barrio peligroso de pisos lúgubres para gente pobre. Hombres de tez morena, quizá portugueses, o árabes del Magreb, reunidos en los cafés, los bulevares bordeados de pequeñas tiendas llenas de trastos, las bocacalles estrechas, silenciosas y oscuras. Entre el gentío de las galerías y en el metro se había sentido invisible, anónima, pero ya no. Caminando sola por el bulevar llamaba la atención, una mujer de mediana edad con una bata gris. No encajaba allí, ¿quién era?
De pronto el hombre se paró ante un escaparate que exhibía montones de cacharros de cocina usados y, al aminorar ella la marcha, reparó en su persona. Más que reparar, sus ojos la distinguieron como mujer, atractiva, disponible tal vez. Elena lo miró como si no existiera y siguió andando, pasando a menos de un metro de él. «¡Tienes que pararte!» Entró en una pâtisserie. La campanilla tintineó. De la trastienda salió una muchacha limpiándose las manos en un delantal salpicado de harina, se acercó al mostrador y aguardó pacientemente mientras Elena contemplaba un expositor de pasteles revenidos, mirando de reojo, a cada poco, hacia la calle.
La chica preguntó qué deseaba madame, y Elena escudriñó nuevamente el expositor. ¿Un Napoleón? ¿Una religieuse? No, ¡allí estaba! Elena farfulló una disculpa y salió de la pastelería. Ahora el tipo se encontraba a unos diez metros de distancia. Por Dios, que no se diera la vuelta: la había visto antes y si volvía a verla temía que la abordara. Pero no se volvió. Consultó el reloj y apretó el paso durante media manzana, después giró bruscamente y entró en un edificio. Elena se entretuvo un instante a la entrada de una pharmacie, dándole tiempo para que el hombre subiera.
Luego fue tras él. Al 62 del bulevar Estrasburgo. Y ahora ¿qué? Durante unos segundos vaciló, plantada delante del portal, luego lo abrió. Frente a ella había una escalera; a su derecha, en la pared, una hilera de buzones de madera. En el piso de arriba oyó pasos que avanzaban por las viejas tablas de un pasillo, luego se abrió una puerta y se cerró con un golpecito seco. Se volvió hacia los buzones y leyó «1.° A. Mlle. Krasic» escrito a lápiz en la parte inferior y «1.° B» con una tarjeta de visita clavada debajo. Una tarjeta de escasa calidad, de la Agence Photo-Mondiale, agencia internacional de fotografía, con dirección y número de teléfono. ¿Qué era aquello? ¿Tal vez un archivo fotográfico que vendía fotografías a revistas y agencias de publicidad? ¿O una empresa de fotoperiodismo que trabajaba por encargo? ¿Habría ido al apartamento de Krasic? No era muy probable, estaba segura de que había recorrido el pasillo que llevaba hasta Photo-Mondiale. Un negocio bastante común, donde cualquiera podía presentarse, tal vez una tapadera desde la que dirigir una operación secreta.
Elena llevaba un lápiz en el bolsillo de la bata, pero no tenía papel, así que sacó un billete de diez francos de la cartera y apuntó en él el número. ¿Serían acertadas sus conjeturas? ¿Por qué iba a ir al apartamento de Mlle. Krasic? No, estaba casi segura. Naturalmente, la manera de cerciorarse por completo era subir las escaleras y torcer a la izquierda, seguir la dirección de los pasos y echar un rápido vistazo por la puerta. Elena dobló el billete y se lo guardó en el bolsillo. En el vestíbulo reinaba el silencio. El edificio parecía desierto. ¿Subía las escaleras o salía por la puerta?
La escalera no tenía moqueta, era de madera con el barniz comido, los peldaños desgastados por años de paso. Bueno, subiría un escalón. No crujió, aquello era macizo. Otro más. Y otro. Cuando estaba a medio camino la puerta se abrió y oyó una voz: dos o tres palabras amortiguadas, luego pasos por el pasillo, un hombre silbando una melodía. Elena dejó de respirar. Acto seguido, dio media vuelta ágilmente y bajó corriendo. Los pasos se aproximaban. ¿Tenía tiempo de salir del edificio? Puede, pero la pesada puerta se oiría al cerrarse. Tras examinar la entrada, vio una amplia sombra bajo la escalera y corrió hacia ella. Era lo bastante grande para ocultarse de pie. A unos centímetros, la parte inferior de los peldaños cedió con el peso, pero la puerta no se abrió. El hombre que había bajado las escaleras, aún silbando, aguardaba en el vestíbulo. ¿Por qué? Sabía que ella estaba allí. Permaneció inmóvil, pegada a la pared. Luego, sobre su cabeza, alguien más inició el descenso. Se oyó una voz -mezquina, sarcástica, en su opinión-, y otra, más grave, más profunda, rió y contestó lacónica. «Vaya, muy bueno», o algo parecido, pensó. No entendía una sola palabra, era un idioma que no había oído en su vida.
Weisz se dio cuenta de que llegaría tarde a su cita con Ferrara, ya que Elena lo estaba esperando en la calle, a la puerta de la agencia Reuters. Hacía frío aquel primer atardecer de junio, y la húmeda niebla lo hizo estremecerse al salir. Una nueva Elena, pensó Weisz al saludarla: los ojos vivos, la voz cargada de agitación.