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Kolb llegó casi al final y, cuando Ferrara salió corriendo, le pidió a Weisz que se quedara unos minutos.

– ¿Cómo va eso? -quiso saber.

– Como puede comprobar -replicó Weisz, señalando las páginas que habían completado esa noche-. Ahora estamos con las escenas bélicas de España.

– Bien -aprobó Kolb-. El señor Brown y sus colegas han ido leyendo lo que hay escrito y están encantados con cómo avanza, pero me han pedido que le sugiera que haga hincapié, incluso en lo que lleva escrito, en el papel que desempeñó Alemania en España. La Legión Cóndor: pilotos bombardeando Guernica por la mañana y jugando al golf por la tarde. Creo que usted sabe lo que quieren.

«Así que -pensó Weisz- el Pacto de Acero ha surtido efecto.»

– Lo sé. E imagino que querrán más sobre los italianos.

– Les está leyendo el pensamiento -respondió Kolb-. Más sobre esa alianza, lo que ocurre cuando uno se acuesta con los nazis. Pobres chiquillos italianos asesinados, Camisas Negras pavoneándose en los bares. Todo lo que recuerde Ferrara. Y lo que no recuerde lo inventa usted.

– Conozco bien el paño -afirmó Weisz-. De cuando estuve allí.

– Estupendo. No sea parco en detalles. Cuanto peor, mejor, ¿comprendido?

Weisz se levantó y se puso la chaqueta: aún tenía por delante su propia reunión, bastante menos atractiva.

– Una cosa más antes de que se vaya -comentó Kolb-. Les preocupa esta aventura de Ferrara con la chica rusa.

– ¿Y?

– No están muy seguros de quién es. Ya sabe lo que se cuece ahí fuera, hay femmes galantes -la expresión francesa para las espías- detrás de cada cortina. El señor Brown y sus amigos están muy preocupados, no quieren que entre en contacto con los servicios de espionaje soviéticos. Ya sabe cómo son estas chicas -Kolb puso voz de pito para imitar a una mujer-: «Ah, éste es mi amigo Igor, es muy divertido.»

Weisz miró a Kolb como diciendo: «¿Quién engaña a quién?»

– No va a dejarlo por si ha conocido a la rusa que no debía. Podría perfectamente estar enamorado o a punto de estarlo.

– ¿Enamorado? Claro, ¿por qué no? Todos necesitamos a alguien. Pero tal vez ella no sea el alguien adecuado, y usted es quien puede hablar con él del tema.

– Lo único que conseguirá es cabrearlo, Kolb. Y no la dejará.

– Naturalmente que no. Puede que ella le guste, quién sabe, pero sin duda lo que le gusta es tirársela. De todas formas, lo único que piden es que saque el tema, sin más, por qué no. No me deje mal, permítame hacer mi trabajo.

– Si le hace feliz…

– Les hará felices a ellos… Al menos, si algo sale mal, lo habrán intentado. Y hacerlos felices justo ahora no le vendrá nada mal a ninguno de ustedes. Se están planteando el futuro, el futuro de Ferrara y el suyo. Y será mejor si piensan cosas buenas. Créame, Weisz, sé lo que me digo.

La reunión de las once de la noche con Salamone y Elena se celebró en el Renault de Salamone. Éste pasó a recoger a Weisz por su hotel y se detuvo frente al edificio -no muy lejos de las galerías- donde Elena tenía alquilada una habitación en un piso. Luego reanudó la marcha, sin rumbo, callejeando por el noveno, pero, como Weisz pudo observar, siempre hacia el este.

Weisz, en el asiento de atrás, se inclinó y dijo:

– Deja que te dé algo de dinero para gasolina.

– Eres muy amable, pero no, gracias. Sergio está siendo más generoso que nunca, envió un correo a casa con un sobre.

– ¿A tu mujer no le importa que salgas a estas horas? -Weisz conocía a la signora Salamone.

– Vaya si le importa. Pero sabe lo que le pasa a la gente como yo: si te quedas en casa, si abandonas el mundo, te mueres. Así que me lanzó una mirada asesina, me dijo que más me valía tener cuidado y me obligó a ponerme este sombrero.

– Es tan emigrada como nosotros -terció Elena.

– Cierto, pero… En fin, quería deciros que he llamado a todo el comité. A todos salvo al abogado, no he podido dar con él. De todas formas fui bastante cauteloso. Lo único que dije es que tenemos nueva información sobre los ataques, y que puede que necesitemos ayuda los próximos días. No te mencioné a ti, Elena, ni tampoco lo sucedido. A saber quién anda escuchando los teléfonos.

– Mejor -aprobó Weisz.

– Sólo estaba siendo cuidadoso, eso es todo.

Salamone enfiló la rue La Fayette, hacia el bulevar Magenta, luego torció a la derecha y se metió por el bulevar Estrasburgo. Oscuro y casi desierto; persianas metálicas delante de los escaparates, un grupo de hombres merodeando en una esquina, y un café abarrotado y lleno de humo, iluminado únicamente por una luz azul que colgaba sobre la barra.

– Tú dirás dónde, Elena.

– El sesenta y dos, aún falta un poco. Ahí está la pâtisserie, algo más adelante, más, ahí.

El coche se detuvo, y Salamone apagó el faro que aún funcionaba.

– ¿Segundo piso?

– Sí.

– No hay luz.

– Vamos a echar un vistazo -propuso Elena.

– Estupendo -dijo Salamone-. Allanamiento de morada.

– ¿Y si no?

– La vigilamos uno o dos días. Tú podrías venir a la hora de almorzar, Carlo; y tú, Elena, después del trabajo, sólo una hora. Yo volveré mañana por la mañana, en coche. Y Sergio por la tarde. Hay un zapatero al otro lado de la calle, puede ir a que le pongan tapas y esperar mientras se las colocan. No podemos estar en todo momento, pero puede que veamos quién entra y quién sale. Carlo, ¿qué opinas?

– Lo intentaré, pero no creo que vea nada. ¿Servirá esto de algo, Arturo? ¿Qué vamos a ver que podamos contarle a la policía? Podemos describir al tipo que fue a la galería, podemos decir que no creemos que sea una agencia de fotografía, podemos contarles lo del Café Europa, que tal vez fuera intencionado, y lo del robo. ¿Acaso no basta?

– Lo que creo es que tenemos que intentarlo -insistió Salamone-. Probarlo todo. Porque sólo podremos ir a la Sûreté una vez, y hemos de darles todo lo que podamos, lo suficiente para que no puedan ignorarlo. Si nos ven como a un puñado de emigrados quejicas y nerviosos a los que quizá intimiden otros emigrados, sus enemigos políticos, se limitarán a rellenar un formulario y archivarlo.

– ¿Podrías entrar ahí, Carlo? -preguntó Elena-. ¿Usando algún pretexto?

– Podría.

La idea lo asustó. Si eran buenos en su trabajo, sabrían quién era él, y cabía la posibilidad de que no volviera a salir.

– Muy peligroso -opinó Salamone-. No lo hagas.

Salamone metió una marcha.

– Fijaré un horario de vigilancia. Para un día o dos. Si no vemos nada, utilizaremos lo que tenemos.

– Yo vendré mañana -confirmó Weisz.

«La luz del día cambiará las cosas», pensó. Y ya vería cómo se sentía. ¿Qué podía inventar?

3 de junio.

Weisz tuvo una mala mañana en la oficina: atención dispersa, un nudo en el estómago, consultando el reloj cada pocos minutos. Por fin llegó la hora de comer, la una. «Estaré de vuelta a las tres -informó a la secretaria-. Tal vez algo más tarde.» O nunca. El metro tardó una eternidad en llegar, el vagón vacío, y cuando salió de la Gare de l'Est caía una lluvia menuda e ininterrumpida.

Aquella llovizna hacía al barrio, lúgubre y desolado, un flaco favor. Y tampoco mejoraba gran cosa a la luz del día. Echó a andar por la acera del bulevar opuesta al número 62, luego cruzó, entró en la pâtisserie, se compró un pastel y salió de nuevo a la calle, donde se deshizo de él. No había forma humana de comerse aquello. Hizo una pausa en el 62, como si buscara una dirección, siguió adelante, cruzó el bulevar de nuevo, se detuvo en una parada de autobús hasta que éste llegó y se fue. Todo aquello le llevó veinte minutos del turno de vigilancia que le había sido asignado. Y en el edificio no había entrado ni salido un alma.