Estuvo diez minutos de aquí para allá en la esquina donde confluían el bulevar y la rue Jarry, consultando el reloj. Un hombre que esperaba a un amigo que no llegaba. «Arturo, esta idea es ridícula.» Se estaba empapando. ¿Por qué demonios no había cogido el paraguas? El cielo estaba nublado y tenía un aspecto amenazador cuando salió a trabajar. ¿Y si decía que buscaba empleo? Después de todo era periodista, y Photo-Mondiale sería un sitio lógico al que acudir. O, quizá mejor, podía decir que estaba buscando a un amigo. ¿El viejo Duval? Le había dicho que trabajaba allí. Pero, bueno, ¿qué vería? ¿A unos cuantos hombres en una oficina? ¿Y qué? Maldita sea, ¿por qué tenía que llover? Una mujer que había pasado por delante hacía unos minutos regresaba ahora con una malla llena de patatas y lo miró con recelo.
Bueno, a hacer puñetas: o subía o volvía a la oficina. Pero tenía que hacer algo. Se acercó al edificio despacio y se detuvo en seco cuando vio llegar al cartero, cojeando, la pesada cartera de cuero colgando en el costado. Paró, delante del 62, miró la cartera y entró en el edificio. Salió en menos de un minuto y se dirigió al número 60.
Weisz esperó a que llegara al final de la calle, respiró hondo y se acercó a la puerta del 62; la abrió de golpe y entró. Por un instante se quedó quieto, el corazón desbocado, pero el vestíbulo estaba tranquilo y silencioso. «Diles que vienes a buscar al viejo Duval -se dijo- y no levantes sospechas.» Subió deprisa las escaleras y en el rellano se paró a escuchar de nuevo. A; continuación, recordando la descripción de Elena,: giró a la izquierda. La puerta que había al fondo tenía una tarjeta de visita clavada bajo un «1.° B» estarcido. «Agence Photo-Mondiale.»; Weisz contó hasta diez y alzó la mano para llamar, pero vaciló. Dentro se oyó un teléfono, un doble pitido más bien quedo. Esperó a que lo cogieran, pero sólo oyó un segundo tono, un tercero y un cuarto, seguido del silencio. «¡No hay nadie!» Weisz llamó dos veces a la puerta -el sonido retumbó, en el pasillo vacío- y esperó a oír pasos. «No, no hay nadie.» Con cautela, probó el pomo, pero la puerta estaba cerrada. «¡Salvado!» Dio media vuelta y echó a andar a buen paso hacia el otro extremo del pasillo.
Bajó la escalera a toda velocidad, ansioso por alcanzar la seguridad de la calle, pero justo cuando llegó a la puerta, los sobres que salían de los buzones de madera llamaron su atención. El que ponía «1.° B» tenía cuatro. Sin perder de vista la puerta, listo para devolverlos a su sitio en un segundo si aquélla se movía un milímetro, echó una ojeada. El primero era una factura de la compañía eléctrica. El segundo venía de la sucursal de Marsella del Banque des Pays de l'Europe Centrale. En el tercero leyó una dirección escrita a máquina en un sobre color manila con un sello de un país lejano: «Jugoslavija, 4 dinars» y la imagen en tonos azules de una campesina con un pañuelo, las manos en las caderas, mirando con seriedad un río. El matasellos, primero en cirílico, luego en caracteres latinos, decía «Zagreb». La cuarta carta era personal, escrita a lápiz en un sobre pequeño y barato y dirigida a «J. Hravka», con las señas del remitente, «I. Hravka», también en Zagreb. Con un ojo en la puerta, Weisz metió la mano en el bolsillo, sacó lápiz y papel y copió las dos direcciones de Zagreb. Del banco francés para los países de Europa central se acordaría.
Cuando se dirigía al metro deprisa y corriendo, Weisz se sentía nervioso y eufórico. Había funcionado, Salamone tenía razón. «Zagreb -pensó-, Croacia.»
Claro.
SOLDADOS DE LA LIBERTAD
5 de junio de 1939.
Carlo Weisz contemplaba la primavera de París por la ventana de su oficina: los castaños y los tilos con sus hojas de vivos colores retoñando, las mujeres con los vestidos de algodón, el intenso azul del cielo, las nubes coronando la ciudad. Entretanto, según los tristes papeles que se amontonaban en su bandeja de asuntos pendientes, también era primavera para los diplomáticos: los pretendientes franceses y británicos requebraban a la doncella soviética en el bosque encantado, pero ella reía tontamente y salía corriendo. Hacia Alemania.
Y así pasaba la vida -para siempre, se le antojaba a Weisz- hasta que el tedioso redoble de conferencia y tratado se vio interrumpido, de repente, por una verdadera tragedia. Ese día llegó la noticia del SS St. Louis, que había zarpado de Hamburgo con novecientos treinta y seis judíos alemanes que huían del Reich, pero no encontraba puerto. Al prohibírseles desembarcar en Cuba, los refugiados apelaron al presidente Roosevelt, que en un principio dijo sí y después lo siento. En Norteamérica las fuerzas políticas se oponían rotundamente a la inmigración judía, así que, el día anterior, se emitió un comunicado definitivo: St. Louis, que aguardaba en el mar entre Cuba y Florida, no le sería permitido atracar, Tendría que regresar a Alemania.
En la oficina de París habían tratado de conocer la reacción de los franceses, pero el Quai d'Orsay, en seis párrafos, no tenía nada que decir. Lo cual incitó a Weisz a mirar por la ventana, sin ganas de trabajar, con la cabeza en Berlín, el corazón ajeno a aquel hermoso día de junio.
Dos días antes, al volver del bulevar Estrasburgo a la oficina de Reuters, había telefoneado a Salamone sin demora para contarle lo que había hecho.
– Alguien de esa oficina tiene contactos con Croacia -anunció, y pasó a describirle los sobres-. Lo cual sugiere que puede que la OVRA esté utilizando agentes de la Ustasha.
Ambos sabían lo que eso significaba: Italia y Croacia mantenían una relación larga, complicada y a menudo secreta; los croatas buscaban la alianza de los católicos en su eterno conflicto con los serbios ortodoxos. La Ustasha era un grupo terrorista -o nacionalista o guerrillero, en los Balcanes todo dependía de quién hablara- del que se servían los servicios secretos italianos en ocasiones. Juramentada en lograr la independencia de Croacia, era posible que la Ustasha hubiese tomado parte en el asesinato del rey Alejandro, perpetrado en 1934 en Marsella, así como en otras operaciones terroristas, en particular la colocación de bombas en trenes de pasajeros.
– No son buenas noticias -afirmó Salamone con seriedad.
– No, pero al menos son noticias. Noticias para la Sûreté. Y hay motivos para sospechar que podrían estar transfiriendo fondos a través de un banco francés de Marsella, un banco que también opera en Croacia. Seguro que con eso pican.
Salamone se había ofrecido voluntario para acudir a la Sûreté, pero Weisz le dijo que no se preocupara. Puesto que ya se había mezclado con ellos, lo lógico sería que fuera él.
– Pero -dijo-, que quede entre nosotros dos.
Luego le preguntó a Salamone si la vigilancia había dado algún otro fruto. Sergio había visto una vez al de la pluma verde, repuso Salamone. Weisz le aconsejó que diera por terminada la vigilancia. Con lo que tenían bastaba.
– Y la próxima vez que convoquemos una reunión -añadió-, será del comité de redacción, para el siguiente número de Liberazione.
Eso era más que optimista, pensó mientras miraba por la ventana, pero primero tendría que llamar a Pompon. Se planteó hacer la llamada, estuvo a punto de marcar el número, pero, una vez más, lo pospuso. Más tarde, ahora tenía que trabajar. Tomó el primer papel del montón, un comunicado de la embajada soviética en París relativo a las continuas negociaciones con los británicos y los franceses para establecer una alianza en caso de un ataque alemán. Una larga lista de posibles víctimas, a cuya cabeza se situaba Polonia. ¿Una visita al Quai d'Orsay? Quizá, tendría que consultárselo a Delahanty.
Apartó el comunicado. Lo siguiente era un cable de Eric Wolf que había entrado hacía una hora. «Ministerio de Propaganda informa red espionaje desmantelada en Berlín.» Una crónica escueta: un número indeterminado de arrestos, algunos en ministerios, de ciudadanos alemanes que habían pasado información a agentes extranjeros. No se mencionaban nombres, las investigaciones continuaban.