Weisz se quedó helado. ¿Podía llamar? ¿Enviar un cable? No, hasta podía empeorar las cosas. ¿Podía llamar a Alma Bruck? No, tal vez estuviese implicada. Christa sólo había dicho que era una amiga. Pues a Eric Wolf. Quizá. Tenía la sensación de que podía pedirle un favor, pero no más. Wolf ya estaba bastante ocupado, y no le había hecho mucha gracia involucrarse en los líos amorosos de un colega. Además, Weisz no tuvo más remedio que admitirlo, posiblemente Wolf ya hubiese hecho todo lo que había podido. Seguro que había pedido nombres, pero no los habían dado. No, debía mantener a Wolf en la reserva, ya que, si milagrosamente ella sobrevivía, si milagrosamente se trataba de otra red de espionaje, tendría que sacarla de Alemania, lo cual requeriría ponerse en contacto con él al menos una vez.
Pero era incapaz de aparcar el asunto. Con las manos encima del cable, que descansaba en la mesa, su cabeza saltaba de una posibilidad a la siguiente, dándole vueltas a todas, hasta que la secretaria entró con otro cable. «Alemania propone negociaciones para alianza URSS.»
Adiós a Christa. «No puedes hacer nada.» Angustiado, intentó trabajar.
Por la tarde se sentía peor. Las imágenes de Christa en manos de la Gestapo no lo abandonaban. Incapaz de comer, llegó pronto al trabajo de las ocho en el Tournon, pero Ferrara no estaba, la habitación cerrada con llave. Weisz bajó las escaleras y le preguntó al recepcionista si monsieur Kolb se hallaba en su cuarto, pero la respuesta fue que en el hotel no había nadie llamado así. «Típico», pensó Weisz. Kolb surgía de la nada y volvía al mismo sitio. Probablemente se hospedara en el Tournon, pero con un nombre distinto. Weisz salió a la rue de Tournon, cruzó la calle y entró en los jardines de Luxemburgo, se sentó en un banco y fumó un cigarrillo tras otro mientras la cálida tarde primaveral y todas las parejas de enamorados de la ciudad se burlaban de él. A las ocho y veinte regresó al hotel, donde Ferrara lo estaba esperando.
Aquella ciudad, aquel río, el heroico cabo que cogió una granada de mano del fondo de una trinchera y se la devolvió al enemigo. Lo que ayudó a Weisz esa noche fue el automatismo del trabajo, tecleando las palabras de Ferrara, corrigiendo a medida que escribía. Luego, poco después de las diez, apareció Kolb.
– Hoy terminaremos pronto -anunció-. ¿Va todo bien?
– Estamos llegando al final -informó Ferrara-. Queda lo del campo de internamiento y se acabó. Supongo que no querrá que hablemos de mi estancia en París.
Kolb esbozó una sonrisa lobuna.
– No, eso lo dejaremos a la imaginación del lector. -Y a Weisz-: Usted y yo vamos a ir al decimosexto. Hay alguien en la ciudad que quiere conocerlo.
Por la forma de decirlo, Weisz supo que no tenía elección.
El apartamento se encontraba en Passy, el aristocrático corazón del très snob decimosexto distrito. Rojo y dorado, al estilo parisino, pesados cortinajes y tapicerías, boiseries, una pared llena de estanterías. Una habitación a oscuras, iluminada únicamente por una lámpara oriental. La portera había anunciado su llegada por teléfono desde abajo, de modo que, cuando Kolb abrió el ascensor, el señor Brown los estaba esperando a la puerta.
– Hombre, me alegro de que haya venido.
Un recibimiento alegre y un señor Brown bastante distinto. Ya no era el caballero afable y de aspecto desaliñado con la pipa y el chaleco. En su lugar lucía un traje nuevo y caro en un tono azul marino. Cuando Weisz le dio la mano y entró en el apartamento supo por qué.
– Éste es el señor Lane -dijo Kolb.
Un hombre alto y delgado surgió de un sofá bajo, estrechó la mano de Weisz y dijo:
– Señor Weisz, encantado de conocerlo. -Camisa blanca almidonada, corbata sobria, traje de exquisita confección… la resplandeciente clase alta británica, con el cabello del color del acero y una media sonrisa muy profesional. Los ojos, en cambio, hundidos y surcados de profundas líneas, unos ojos preocupados, rayanos en la inquietud, que casi contradecían los demás signos de su estatus-. Venga, siéntese -le sugirió a Weisz, señalando el otro extremo del sofá. Y acto seguido-: ¿Brown? ¿Puede traernos un whisky, tal cual?
Aquello significaba cinco centímetros del líquido ambarino en un vaso de cristal. Lane dijo:
– Hablaremos después, Brown. -Kolb ya se había esfumado, y ahora fue el aludido quien se fue a otra habitación del apartamento-. Así que usted es nuestro escritor -le dijo a Weisz, la voz baja y melosa.
– Sí -afirmó Weisz.
– Muy buen trabajo, señor Weisz. Pensamos que Soldado de la libertad debería venderse bien. Me da la impresión de que ha puesto mucho entusiasmo en el proyecto.
– Es cierto -aseguró Weisz.
– Una lástima lo de su país. No creo que sea feliz con sus nuevos amigos, pero es inevitable, ¿no? Al menos usted lo ha intentado.
– ¿Se refiere al Liberazione?
– Así es. He visto los números atrasados y es, con mucho, el mejor de su categoría. Deja a un lado la política, gracias a Dios, y se centra en la vida. Y su dibujante es deliciosamente desagradable. ¿Quién es?
– Un emigrado, trabaja para Le Journal. -Weisz no le dijo el nombre, y Lane tampoco insistió.
– En fin, esperamos ver muchos números más.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Auguramos un futuro brillante al Liberazione.
La voz de Lane acarició la palabra como si fuera el título de una ópera.
– Tal como andan las cosas en este momento, la verdad es que no existe, ya no.
Si algo hacía bien el rostro de Lane era reflejar «decepción».
– No, no, no; no diga esas cosas, debe continuar.
El debe servía para expresar una idea doble: es necesario y es imprescindible… si no…
– Nos han estado acosando -explicó Weisz-. Creemos que la OVRA, y hemos tenido que suspender su publicación.
Lane dio un sorbo a su whisky.
– Pues tendrán que reanudarla, ahora que Mussolini se ha pasado al otro bando. ¿A qué se refiere con acosando?
– Un asesinato, ataques a miembros del comité, problemas en el trabajo, un incendio posiblemente intencionado, un robo.
– ¿Han acudido a la policía?
– Aún no, pero puede que lo hagamos, lo estamos sopesando.
Lane asintió categóricamente: «Buen muchacho.»
– No lo pueden dejar morir sin más, señor Weisz, sencillamente es demasiado bueno. Y tenemos razones para pensar que también es eficaz. En Italia la gente habla de él. Nos consta. Bueno, nosotros podríamos echarles una mano, con la policía, pero deberían intentarlo por su cuenta. A tenor de la experiencia es lo mejor. De hecho, su Liberazione debería ser más amplio y tener más lectores, y a ese respecto sí podemos hacer algo. Dígame, ¿cuáles son sus canales de distribución?
Weisz se paró a pensar un instante en la manera de describirlo.
– Desde 1933, cuando el comité de redacción del Giustizia e Libertà trabajaba en Italia, nunca ha habido una estructura como tal. Es… en fin, creció por sí solo. Primero había un único camionero en Génova, luego otro, un amigo del primero, que iba a Milán. No se trata de una pirámide con un emigrado parisino en el vértice, es sólo gente que se conoce entre sí y desea tomar parte, hacer algo, lo que puede, para enfrentarse al régimen fascista. No somos comunistas, no estamos organizados en células, con disciplina. Contamos con un impresor en Milán que entrega paquetes de periódicos a tres o cuatro amigos, y éstos los distribuyen entre sus amigos. Uno coge diez, otro veinte. Y se va distribuyendo.