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Lane estaba encantado y lo demostró:

– ¡Bendito caos! -exclamó-. Bendita anarquía italiana. Espero que no le importe que se lo diga.

Weisz se encogió de hombros.

– No me importa, la verdad. En mi país no nos gustan los jefes, es nuestra forma de ser.»

– ¿Y su tirada…?

– Unos dos mil.

– Los comunistas sacan veinte mil.

– Desconocía la cifra, suponía que era mayor, pero a ellos los arrestan más que a nosotros.

– Comprendo. No podemos dejar que eso pase en exceso. ¿Lectores?

– Quién sabe. A veces uno por periódico, otras veces veinte. Sería imposible hacer una conjetura, pero se comparten, no se tiran: lo pedimos en la misma cabecera.

– ¿Podría decirse que veinte mil?

– ¿Por qué no? Es posible. El periódico se deja en los bancos de las salas de espera de las estaciones de ferrocarril y en los trenes. En infinidad de lugares públicos.

– ¿Y la información? Si me permite la pregunta.

– Del correo, de boca de nuevos emigrados, de chismes y rumores.

– Naturalmente. La información posee vida propia, lo sabemos de sobra, para bien y, en ocasiones, para mal.

Weisz asintió comprensivo.

– ¿Qué tal su whisky?

Weisz bajó la mirada y vio que casi se lo había terminado.

– Deje que le ponga otro. -Lane se puso en pie, se dirigió hacia un mueble bar que había junto a la puerta y sirvió otras dos copas. Cuando volvió dijo-: Me alegro de que hayamos tenido oportunidad de charlar. Tenemos planes para usted, en Londres, pero quería ver con quién estábamos trabajando.

– ¿Qué clase de planes, señor Lane?

– Bueno, lo que le he comentado. Más amplio, mejor distribución, más lectores, muchos más. Y creo que podríamos ayudarlos, de vez en cuando, con la información. Se nos da bien. Ah, por cierto, ¿qué hay del papel?

– Imprimimos en un diario de Génova y nuestro impresor, ya sabe, más de lo mismo, se las arregla, un amigo en la oficina, o tal vez la cuenta de las resmas de papel no se llevan debidamente.

De nuevo Lane se mostró encantado y rompió a reír:

– Italia fascista -dijo, meneando la cabeza ante lo absurdo de la idea-. ¿Cómo diablos…?

Al igual que el resto del mundo, Weisz tenía sus noches malas: que si un amor frustrado, el estado del mundo, el dinero… pero ésta era, con mucho, la peor: horas lentas, mirando el techo de la habitación de un hotel. El día anterior se habría sentido entusiasmado con aquella reunión con el señor Lane: un giro de la fortuna en la guerra que libraba. ¡Buenas noticias! ¡Un inversor! Su pequeña empresa le interesaba a uno de los grandes. Pero era posible que al final la noticia no fuese tan buena, y Weisz lo sabía. Sin embargo ¿en qué punto se hallaban? No cabía duda de que aquello era un acontecimiento, un repentino golpe de suerte, y Weisz era de los que aceptaban los desafíos, aunque ahora lo único en lo que podía pensar era en Christa. En Berlín. En una celda. Siendo interrogada.

El miedo y la rabia se apoderaron de él, primero el uno y luego la otra. Odiaba a los captores de Christa, se lo haría pagar caro, pero ¿cómo localizarla? ¿Cómo averiguar qué había sido de ella? ¿Qué podía hacer para salvarla? ¿Estaba aún a tiempo? No, era demasiado tarde. ¿Podía ir a Berlín? ¿Podía ayudarlo Delahanty? ¿La dirección de Reuters? Necesitaba desesperadamente echar mano de los poderosos, pero sólo se le ocurría una fuente: el señor Lane. ¿Lo ayudaría? No si se trataba de un favor. Lane venía a ser un alto ejecutivo, y compartía con los de su mundo un tremendo talento para gafarse de los problemas, Weisz lo había notado. Su objetivo en el mar en que nadaba eran los logros, los éxitos. No se le podía rogar, sólo se le podía obligar, obligar a negociar para conseguir lo que quería, ¿Negociaría?

Weisz se planteó tocar el tema, pero se contuvo. Necesitaba tiempo para pensar, para dar con la forma de hacerlo. Sabía perfectamente con quién estaba tratando: un hombre cuyo trabajo era, esa semana, difundir periódicos clandestinos en un país enemigo. ¿Se lo pediría únicamente a Weisz? ¿Sólo al Liberazione? ¿A quién más habría visto esa noche? ¿A qué otros diarios de emigrados se habría dirigido? No, pensó Weisz, mejor dejarlo ganar, dejar que se fuera a casa satisfecho. Y luego atacar. Sabía que sólo podría lanzar una ofensiva, así que tenía que funcionar. Y, como buen ejecutivo, lo cierto es que Lane no le había planteado la pregunta cruciaclass="underline" ¿Querrá usted hacerlo? Evitando así la embarazosa respuesta que no deseaba oír. No, se lo pediría a Brown. Sí, al señor Brown.

Esa noche Weisz no durmió, no se quitó la ropa, tan sólo dio alguna que otra cabezada hacia el amanecer, finalmente exhausto. Luego, otra mañana de junio como llovida del cielo, fue a trabajar temprano y llamó a Pompon, que no estaba, pero le devolvió la llamada una hora más tarde. Quedaron en verse después del trabajo, en el ministerio del Interior.

Aún no había oscurecido del todo cuando Weisz llegó a la rue des Saussaies. El vasto edificio llenaba el cielo, los hombres con maletines entrando y saliendo por su sombra sin parar. Igual que la vez anterior, lo condujeron a la sala 10: una mesa alargada, unas cuantas sillas, una alta ventana tras una reja, el aire viciado, con un fuerte olor a pintura y humo de cigarrillo. El inspector Pompon lo estaba esperando, acompañado de su colega de mayor edad, su superior, el polizonte, como le llamaba Weisz para sus adentros, entrecano y encorvado, que afirmó ser el inspector Guerin. Esa tarde vestían de manera informaclass="underline" sin chaqueta, la corbata floja. Así que iba a ser una reunión informal. Con todo, Weisz notaba cierta tensión y expectación. «Éste ya es nuestro.» En la mesa que había delante, los expedientes verdes, y de nuevo era Pompon quien tomaba notas.

Weisz no perdió tiempo y fue al grano.

– Tenemos una información que tal vez les interese -espetó.

Pompon dirigía el interrogatorio.

– ¿Tenemos? -repitió.

El comité de redacción del periódico de emigrados Liberazione.

– ¿Qué es lo que tiene, monsieur Weisz? Y ¿cómo lo ha conseguido?

– Tenemos pruebas de la existencia de una célula del servicio secreto italiano en esta ciudad. Está en marcha ahora mismo, hoy.

Weisz pasó a describir, sin dar nombres, la persecución por parte de Elena del tipo que abordó a su superiora, el interrogatorio de Véronique y la posterior reunión con Elena, su propia llamada telefónica a la agencia Photo-Mondiale y sus dudas acerca de su legitimidad, la tentativa del comité de vigilar el número 62 del bulevar Estrasburgo, y las cartas que encontró en el buzón de la agencia. Luego, de las notas que había traído consigo, leyó en voz alta los nombres del banco francés y la dirección en Zagreb.

– ¿Jugando a los detectives? -terció Guerin, más divertido que enojado.

– Supongo que sí. Pero teníamos que hacer algo. Ya mencioné los ataques de que fue objeto el comité.

Pompon le entregó el expediente a su colega, el cual leyó, valiéndose del dedo índice, las notas relativas a una reunión con Weisz en el café de la Ópera.

– No es gran cosa para nosotros, pero la investigación del asesinato de madame LaCroix continúa abierta, y ésa es la razón por la que estamos hablando con usted.

– Y cree que este material guarda alguna relación. Este asunto del espionaje… -dejó caer Pompon.

– Sí, eso pensamos.

– Y el idioma que su colega oyó bajo la escalera ¿era serbocroata?

– No supo qué era.

Tras un momento de silencio los inspectores se miraron.

– Puede que lo investiguemos -aseguró Guerin-. ¿Y el periódico?