– Hemos aplazado su publicación -explicó Weisz.
– Pero si sus, eh, problemas desaparecieran…
– Seguiríamos adelante. Ahora que Italia se ha aliado con Alemania tenemos más que nunca la impresión de que es importante.
Guerin lanzó un suspiro.
– Política, política -dijo-. Te hacen ir de acá para allá.
– Y te hacen ir a la guerra -apuntó Weisz.
– Sí, está al caer -convino Guerin.
– Si abrimos una investigación, es posible que volvamos a ponernos en contacto con usted -aseveró Pompon-. ¿Algún cambio? ¿Empleo? ¿Domicilio?
– No, todo sigue igual.
– Muy bien, si se entera de alguna otra cosa, háganoslo saber.
– Lo haré -prometió Weisz.
– Pero no intente ayudarnos más, ¿de acuerdo? Déjenoslo a nosotros -apuntó Guerin.
Pompon repasó sus notas para cerciorarse de los nombres y las direcciones de Zagreb y, acto seguido, le dijo a Weisz que podía marcharse.
Cuando se iba, Guerin sonrió y dijo:
– A bientôt, monsieur Weisz.
Hasta pronto.
De vuelta en la rue des Saussaies, Weisz encontró un café, probablemente el habitual de los funcionarios del ministerio del Interior, pensó, a juzgar por el aspecto de los hombres que cenaban y bebían en el bar y por el tono apagado de las conversaciones. Acuciado por la prisa, engulló el plat du jour, un estofado de ternera, tomó dos copas de vino y llamó a Salamone desde un teléfono público situado al fondo del local.
– Hecho -informó-. Van a abrir una investigación. Pero tengo que verte, y tal vez a Elena.
– ¿Qué te han dicho?
– Bueno, que tal vez investiguen. Ya sabes cómo son.
– ¿Cuándo quieres que nos veamos?
– Esta noche. ¿Es muy tarde a las once?
Al poco Salamone repuso:
– No, pasaré a recogerte.
– En la rue de Tournon esquina con Médicis.
– Llamaré a Elena -se ofreció Salamone.
Weisz cogió un taxi a la puerta del café y antes de las ocho estaba en el hotel de Ferrara.
Esa noche trabajaron duro, escribiendo más páginas de lo normal. Estaban en la entrada de Ferrara en Francia y su internamiento en el campo próximo a Tarbes, al suroeste del país. Ferrara seguía enfadado, y no escatimó detalles, centrándose en el pecado burocrático de la indiferencia, pero Weisz lo suavizó: una oleada de refugiados de España, los tristes restos de una causa perdida, los franceses hicieron lo que pudieron. Y es que el Pacto de Acero había cambiado el clima político y, después de todo, ese libro era propaganda, propaganda británica, y ahora Francia era, más que nunca, el aliado de Gran Bretaña en una Europa dividida. A las once, Weisz se levantó, dispuesto a irse. ¿Dónde estaba Kolb? Se lo encontró en el pasillo, cuando se dirigía a la habitación.
– Tengo que ver al señor Brown -aseguró-. Lo antes posible.
– ¿Ocurre algo?
– No tiene que ver con el libro -contestó Weisz-. Es otra cosa, sobre la reunión de la otra noche.
– Hablaré con él -respondió Kolb- y lo organizaremos.
– Mañana por la mañana -propuso Weisz-. Hay un café llamado Le Repos en la rue Dauphine, más abajo del Hotel Dauphine. A las ocho.
Kolb enarcó una ceja.
– Nosotros no funcionamos así.
– Lo sé, pero se trata de un favor. Por favor, Kolb, el tiempo apremia.
A Kolb no le gustó.
– Lo intentaré, pero si no aparece no se extrañe. Ya conoce la rutina: Brown decide la hora y el sitio. Hemos de ser cuidadosos.
Weisz estaba a punto de suplicar.
– Inténtelo, es todo lo que le pido.
Ya en la calle, Weisz echó a andar a buen paso hacia la esquina. El Renault se hallaba allí, el motor fallaba ya incluso al ralentí. Elena ocupaba el asiento contiguo a Salamone. Weisz se montó en la parte de atrás y se disculpó por el retraso.
– No importa -respondió Salamone al tiempo que accionaba la palanca de cambios para meter primera-. Esta noche eres nuestro héroe.
Weisz relató la reunión en el ministerio del Interior y agregó:
– Ahora lo que tenemos que discutir es otra cosa… algo que pasó la otra noche.
– ¿De qué se trata? -quiso saber Salamone.
Weisz le contó a Elena, de forma breve y midiendo las palabras, lo del libro de Ferrara, de que era una operación del SSI británico.
– Y ahora me han hablado del Liberazione. No sólo tienen ganas de que volvamos a editarlo, quieren que crezcamos. Más tirada, más lectores, mayor distribución. Dicen que nos ayudarán a hacerlo y que nos proporcionarán información. Y debo añadir que quiero aprovechar la oportunidad para salvar la vida de una amiga mía que está en Berlín.
Todos guardaron silencio un instante hasta que Salamone dijo:
– Carlo, nos pones difícil decir que no.
– Si es que no, es que no. Ya encontraré otro modo de salvar a mi amiga.
– ¿Proporcionarnos información? ¿Qué quiere decir eso? ¿Nos dirán lo que tenemos que escribir?
– Es por el pacto -razonó Elena-, Querían que Italia fuera neutral, pero, hicieran lo que hiciesen, no funcionó, y ahora tienen que apretarle las tuercas.
– Por Dios, Carlo -dijo Salamone mientras giraba el volante y se metía por una bocacalle-. Precisamente tú, se diría que quieres dejar que lo hagan. Pero ya sabes lo que pasará. Primero meten la cabeza y luego un poco más, y en menos que canta un gallo son nuestros dueños. Nosotros, ¿espías? -rió ante la idea-. ¿Sergio? ¿El abogado? ¿Zerba, el historiador del arte? ¿Yo? La OVRA nos hará pedazos, no podemos sobrevivir en ese mundo.
Weisz repuso con voz tensa:
– Tenemos que intentarlo, Arturo. Siempre hemos querido cambiar las cosas en Italia, contraatacar. Ésta es nuestra oportunidad.
El oscuro interior del coche se vio iluminado de repente por los faros de un vehículo que había entrado en la calle detrás de ellos. Salamone miró por el retrovisor cuando Elena dijo:
– Y ¿cómo vamos a hacerlo? ¿Encontrar a otro impresor? ¿Más mensajeros? ¿Más gente que reparta ejemplares? ¿En más ciudades?
– Ellos saben cómo, Elena -contestó Weisz-. Nosotros somos aficionados, ellos profesionales.
Salamone miró de nuevo el retrovisor. El otro coche se les había acercado.
– Carlo, la verdad, no te entiendo. Cuando decidimos continuar aquí la lucha de los giellisti en Italia nos enfrentamos a esta clase de intromisiones y las combatimos. Somos una organización de la Resistencia, y ello entraña sus riesgos, pero hemos de seguir siendo independientes.
– Va a estallar una guerra -aseguró Elena-. Como en el catorce, pero peor, si es que es posible. Y todas las organizaciones de la Resistencia, todos esos idealistas exquisitos se verán arrastrados a ella. Y no por sus virtuosas ideas.
– ¿Estás con Carlo?
– No me hace gracia, pero sí.
Salamone dobló la esquina y aceleró.
– ¿Quiénes son esos que van detrás de nosotros? -El Renault se hallaba de nuevo en la calle que discurría paralela a los jardines de Luxemburgo e iba cada vez más deprisa, pero los faros del otro vehículo seguían fijos en el retrovisor. Weisz se volvió para echar un vistazo y vio dos siluetas oscuras en el asiento delantero de un gran Citroën-. Tal vez debamos dejar que nos ayuden -admitió Salamone-. Pero creo que lo lamentaremos. Dime una cosa, Carlo, ¿lo que te ha hecho cambiar de opinión es ese motivo personal, esa amiga tuya, o lo harías de todos modos?
– La guerra no se avecina, ya está aquí. Y si no son los británicos hoy, serán los franceses mañana. La presión acaba de empezar. Elena tiene razón. Sólo es cuestión de tiempo. Todos tendremos que luchar, unos con armas y otros con máquinas de escribir. Y, en cuanto a lo de mi amiga, es una vida que merece ser salvada, independientemente de lo que ella signifique para mí.