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Cuando Weisz volvió a París, el mediodía del nueve, en la oficina había jaleo.

– Vaya a ver de inmediato a monsieur Delahanty -le pidió la secretaria, en los ojos un brillo malicioso. Hacía tiempo que sospechaba que Weisz estaba metido en algún tejemaneje, y ahora parecía que tenía razón y que él iba a recibir su merecido.

Pero se equivocaba. Weisz tomó asiento en la silla de las visitas, frente a Delahanty, el cual se puso en pie, cerró la puerta del despacho y luego le guiñó un ojo.

– Tenía algunas dudas sobre ti, muchacho -confesó mientras volvía a su mesa-, pero ahora todo se ha aclarado.

Weisz estaba perplejo.

– No, no, no digas nada, no es preciso. No puedes culparme, ¿no? Todo este ir de acá para allá, me preguntaba ¿qué demonios le pasa? Los emigrados siempre parecen tramar algo, es la opinión común, pero el trabajo ha de ser lo primero. Y no estoy diciendo que no lo haya sido, casi siempre, desde que empezaste aquí. Has sido fiel y leal, puntual con las noticias, y no has hecho tonterías con los gastos. Pero, en fin, no sabía qué pasaba.

– ¿Y ahora lo sabe?

– Por las alturas, muchacho, de lo más alto. Sir Roderick y los suyos, en fin, si valoran algo es el patriotismo, el viejo rugido del viejo león británico. Sé que no te aprovecharás de esta situación, porque te necesito, necesito las noticias todos los días o nos quedamos sin delegación, pero si tienes que, bueno, desaparecer, de vez en cuando, sólo házmelo saber. Por amor de Dios, no te esfumes sin más, bastará una palabra. Estamos orgullosos de ti, Carlo. Y ahora sal de aquí y amplíame la noticia de Orléans, lo del banquero travieso y su traviesa novia. Tenemos su fotografía, del periodicucho local, está en tu mesa. Una lolita con el vestido de la confirmación, ni más ni menos, y un puto ramo de flores en su lujuriosa manita. Ponte a ello, muchacho. Ya sabes, Tahiti, Gauguin, sarongs

Weisz se levantó para irse, pero cuando abría la puerta Delahanty añadió:

– Y en cuanto al otro asunto, no volveré a mencionarlo, salvo para decir buena suerte y ten cuidado.

En algún lugar entre los bastidores de su vida, pensó Weisz, alguien había accionado un resorte.

10 de junio, 21:50. Hotel Tournon.

Es algo por lo que no querría volver a pasar, pero me hermanó con todas las almas de Europa que miran el mundo a través de una alambrada, y hay miles de ellas, por mucho que sus gobiernos traten de negarlo. Tuve la buena suerte de contar con amigos que se encargaron de liberarme y después me ayudaron a comenzar una vida nueva en la ciudad donde estoy escribiendo estas líneas. Es una buena ciudad, una ciudad libre en la que la gente valora su libertad, y lo único que deseo es que las gentes de Europa entera, del mundo entero, puedan, algún día, compartir esta preciada libertad.

No será fácil. Los tiranos son fuertes, más fuertes cada día. Pero sucederá, creedme, será así. Y hagáis lo que hagáis, sea cual fuere vuestro devenir, yo estaré a vuestro lado. O alguien como yo. Hay más de los nuestros de los que pensáis, en la calle, en la ciudad de al lado, dispuestos a luchar por aquello en lo que creemos. Luchamos por España, y ya sabéis lo que pasó, perdimos la guerra. Pero no hemos perdido la esperanza, y cuando llegue la próxima lucha estaremos allí. En cuanto a mí, personalmente, no me rendiré. Seguiré siendo, al igual que todos estos años, un soldado de la libertad.

Weisz encendió un cigarrillo y se retrepó en la silla. Ferrara se situó a su espalda y leyó el texto.

– Me gusta -aseguró-. Entonces ¿hemos terminado?

– Querrán hacer cambios -respondió Weisz-. Pero han estado leyendo las páginas regularmente, así que yo diría que es más o menos lo que quieren.

Ferrara le dio unas palmaditas en el hombro.

– Jamás pensé que escribiría un libro.

– Pues ya lo has hecho.

– Deberíamos tomar una copa para celebrarlo.

– Tal vez lo hagamos, cuando aparezca Kolb.

Ferrara consultó el reloj, nuevo, de oro y muy lujoso.

– Suele venir a las once.

Bajaron al café, situado por debajo del nivel de la calle, en su día el sótano del Tournon. Estaba oscuro y casi vacío, tan sólo un cliente con media copa de vino junto al codo que escribía en unas hojas de papel amarillo.

– Siempre está aquí -comentó Ferrara.

Pidieron dos coñacs en la barra y se sentaron a una de las maltrechas mesas, la madera manchada y marcada por quemaduras de cigarrillo.

– ¿Qué harás ahora que el libro está terminado? -se interesó Weisz.

– Quién sabe. Quieren que vaya por ahí a dar charlas, después de que se publique el libro. A Inglaterra, quizá a América.

– Es algo habitual para un libro como éste.

– ¿Quieres que te diga la verdad, Carlo? ¿Guardarás el secreto?

– Adelante. No se lo cuento todo.

– No voy a hacerlo.

– ¿No?

– No quiero ser… su soldadito de juguete. No va conmigo.

– No, pero se trata de una buena causa.

– Lo es, pero no para mí. No me veo dando un discurso ante algún grupo religioso…

– ¿Entonces?

– Irina y yo nos vamos. Sus padres son emigrados, viven en Belgrado, ella dice que podemos ir allí.

– A Brown no le cae bien, supongo que lo sabes.

– Ella es mi vida. Hacemos el amor toda la noche.

– Bueno, no les gustará.

– Nos vamos a escabullir sin más. No voy a ir a Inglaterra. Si estalla la guerra, iré a Italia, lucharé allí, en las montañas.

Weisz le prometió no contárselo a Kolb ni a Brown, y cuando le deseó buena suerte lo dijo de corazón. Estuvieron bebiendo un rato y luego, justo antes de las once, volvieron a la habitación que aún seguía llena de humo. Esa noche Kolb fue puntual. Tras releer el final, comentó:

– Bonitas palabras. Muy inspiradoras.

– Hágame saber si va a haber algún cambio -comentó Weisz.

– La verdad es que tienen mucha prisa, no sé qué les pasa, pero dudo que vayan a robarle mucho más tiempo. -Luego su voz se tornó confidencial y agregó-: ¿Le importaría salir un momento?

En el pasillo, Kolb dijo:

– El señor Brown me ha pedido que le cuente que tenemos noticias sobre su amiga, de nuestra gente en Berlín. No ha sido detenida, aún. Por el momento la están vigilando. Estrechamente. Me da la impresión de que los nuestros han mantenido las distancias, pero la están vigilando, los nuestros saben cómo va. Así que manténgase alejado de ella y no intente usar el teléfono. -Hizo una pausa y continuó, la voz teñida de preocupación-: Espero que la chica sepa lo que hace.

Por un instante Weisz se quedó sin habla. Por fin logró contestar:

– Gracias.

– Se encuentra en peligro, Weisz, es mejor que lo sepa. Y no estará a salvo hasta que salga de allí.

Durante los días siguientes, silencio. Fue hasta Le Havre para ocuparse de un trabajo de Reuters, hizo lo que tenía que hacer y regresó. Cada vez que sonaba el teléfono de la oficina, cada tarde que se pasaba por la recepción del Dauphine, concebía unas esperanzas que no tardaban en esfumarse. Lo único que podía hacer era esperar, y hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mal que se le daba. Pasaba los días, y sobre todo las noches, preocupado por Christa, por Brown, por su viaje a Italia… y sin poder hacer nada al respecto.

Luego, a última hora de la mañana del día catorce, Pompon llamó. Weisz tenía que acudir a la Sûreté a las tres y media de esa tarde. Así que de nuevo en la sala 10. Pero esa vez no estaba Pompon, sólo Guerin.

– El inspector Pompon ha ido por los expedientes -explicó éste-. Pero mientras esperamos hay algo que me gustaría dejar claro. Usted no mencionó los nombres de su comité de redacción, y lo respetamos, muy noble por su parte, pero si queremos seguir con la investigación, tendremos que entrevistarlos para que nos ayuden con las identificaciones. Es por su propio bien, monsieur Weisz, por la seguridad de todos ellos, al igual que por la suya propia. -Le pasó a Weisz un bloc y un lápiz-. Por favor -añadió.