Weisz anotó los nombres de Véronique y Elena, y agregó las direcciones de la galería y de la casa de esta última.
– Es con ellas con quienes han establecido contacto -observó Weisz, que además precisó que Véronique no tenía nada que ver con el Liberazione.
Pompon apareció a los pocos minutos con unos expedientes y un abultado sobre de papel manila.
– No lo entretendremos demasiado hoy, sólo queremos que eche un vistazo a unas fotografías. Tómese su tiempo, mire bien los rostros y díganos si reconoce a alguno.
Sacó del sobre una fotografía de veinte por veinticinco y se la entregó a Weisz. No lo conocía. Un tipo pálido, de unos cuarenta años, complexión robusta, cabello rapado, fotografiado de perfil cuando bajaba por una calle, la instantánea tomada desde cierta distancia. Mientras analizaba la foto vio, en el extremo izquierdo, el portal 62, bulevar Estrasburgo.
– ¿Lo reconoce? -preguntó Pompon.
– No, no lo he visto nunca.
– Tal vez de pasada -apuntó Guerin-. Por la calle, en alguna parte. ¿En el metro?
Weisz se esforzó, pero no recordaba haberlo visto. ¿Sería el hombre en el que estaban especialmente interesados?
– Creo que no lo he visto en mi vida -se reafirmó Weisz.
– ¿Y a ésta?
Una mujer atractiva que pasaba por un puesto en un mercado callejero. Llevaba un traje elegante y un sombrero con ala que ocultaba un lado de su rostro. La habían cogido caminando, probablemente a buen paso, su expresión absorta y resuelta. En la mano izquierda una alianza. El rostro del enemigo. Pero parecía normal y corriente, inmersa en la vida que llevara, la cual, daba la casualidad, incluía trabajar para la policía secreta italiana, cuyo cometido era acabar con determinadas personas.
– No la reconozco -aseguró Weisz.
– ¿Y a este tipo?
Esa vez no se trataba de ninguna fotografía clandestina, sino de una foto de archivo: de frente y de perfil, con un número de identificación en el pecho, debajo el nombre, «Jozef Vadic». «Joven y brutal», pensó Weisz. Un asesino. En sus ojos un gesto desafiante: los policías podían sacarle todas las fotos que quisieran, él haría lo que le diera la gana, lo que tenía que hacer.
– Nunca lo he visto -contestó Weisz-. Y diría que me alegro.
– Cierto -convino Guerin.
A la espera de la siguiente instantánea, Weisz pensó: «¿Dónde está el tipo que intentó entrar en mi habitación del Dauphine?»
– ¿Éste? -le preguntó Pompon.
Ése sí sabía quién era. Cara picada, bigote a lo Errol Flynn, si bien desde ese ángulo no se veía la pluma en la cinta del sombrero. Lo habían fotografiado sentado en una silla en un parque, las piernas cruzadas, perfectamente tranquilo, las manos unidas en el regazo. Esperando, pensó Weisz, a que alguien saliera de un edificio o un restaurante. Se le daba bien lo de esperar, soñando despierto, tal vez, con algo de su agrado. Y -recordó las palabras de Véronique- había algo extraño en su rostro, que bien podía describirse como «petulante y ladino».
– Creo que es el hombre que interrogó a mi amiga, la de la galería de arte -respondió Weisz.
– Tendrá ocasión de identificarlo -aseguró Guerin.
Weisz también conocía al siguiente. De nuevo, en la foto aparecía el 62 del bulevar Estrasburgo. Era Zerba, el historiador del arte de Siena. Cabello rubio, bastante apuesto, seguro de sí, no excesivamente preocupado por el mundo. Weisz se aseguró. No, no se había equivocado.
– Este hombre es Michele Zerba -contó Weisz-. Era profesor de Historia del Arte en la Universidad de Siena y emigró a París hace unos años. Forma parte del comité de redacción del Liberazione. -Weisz le pasó la foto por la mesa.
A Guerin aquello le divertía.
– Debería ver la cara que ha puesto -comentó.
Weisz encendió un cigarrillo y se acercó un cenicero. Era el de un café, probablemente del que había al lado.
– Un espía de la OVRA -apuntó Pompon, la voz saboreando la victoria-. ¿Cómo dicen ustedes? ¿Un confidente?
Ajá.
– «Jamás habría sospechado…» -empezó a decir Guerin como si fuese Weisz.
– No.
– Así es la vida. -Guerin se encogió de hombros-. Cree que no tiene la pinta.
– ¿Es que hay una pinta concreta?
– Para mí, sí: con el tiempo uno acaba desarrollando un sexto sentido. Pero, dada su experiencia, para usted diría que no.
– ¿Qué será de él?
Guerin se paró a pensar la pregunta.
– Si lo único que ha hecho es informar sobre los pasos del comité, no gran cosa. La ley que ha infringido, no traicionar a los amigos, no aparece en el código penal. No ha hecho más que ayudar al gobierno de su país. Tal vez hacerlo en Francia no sea técnicamente legal, pero no se puede relacionar con el asesinato de madame LaCroix, a menos que alguien hable. Y, créame, esa gente no hablará. En el peor de los casos, lo mandaremos de vuelta a Italia. Con sus amigos. Y ellos le darán una medalla.
– ¿Es zeta, e, erre, be, a? -quiso saber Pompon.
– Sí.
– ¿Siena lleva dos enes? Nunca me acuerdo.
– Una -corrigió Weisz.
Había otras tres fotografías: una mujer robusta con trenzas rubias a ambos lados de la cabeza, y dos hombres, uno de ellos de aspecto eslavo, el otro mayor, con un bigote blanco y gacho. Weisz no los conocía. Cuando Pompon devolvió las fotografías al sobre, Weisz preguntó:
– ¿Qué les van a hacer?
– Vigilarlos -aclaró Guerin-. Registrar la oficina de noche. Si los pillamos con documentos, si están espiando a Francia, irán a la cárcel. Pero enviarán a otros, con otra tapadera, en otro distrito. El que se hizo pasar por inspector de la Sûreté acabará yendo a la cárcel, le caerán un año o dos.
– ¿Y Zerba? ¿Qué hacemos con él?
– ¡Nada! -respondió Guerin-. No le digan nada. Acudirá a sus reuniones y elaborará sus informes hasta que hayamos terminado con la investigación. Y, Weisz, hágame un favor: no le peguen un tiro, ¿de acuerdo?
– No vamos a pegarle un tiro.
– ¿De veras? -se sorprendió Guerin-. Yo lo haría.
Ese mismo día quedó con Salamone en los jardines del Palais Royal. Era una tarde cálida y nublada que amenazaba lluvia. Se encontraban solos, recorriendo los senderos festoneados de parterres y arriates de flores. A Weisz, Salamone se le antojó viejo y cansado. El cuello de la camisa le venía demasiado grande, tenía ojeras y al caminar hundía la punta del paraguas en la gravilla.
Weisz le contó que ese día le habían pedido que fuera a la Sûreté.
– Han estado sacando fotos -comentó-. Disimuladamente. De la gente que está relacionada con la Agence Photo-Mondiale. Unas en distintas partes de la ciudad, otras de gente entrando o saliendo del edificio.
– ¿Pudiste identificar a alguno?
– Sí, a uno. A Zerba.
Salamone se detuvo y se volvió para mirar a Weisz, su expresión una mezcla de asco e incredulidad.
– ¿Estás seguro?
– Sí, por desgracia.
Salamone se pasó una mano por la cara, y Weisz pensó que iba a llorar. Luego respiró hondo y espetó:
– Lo sabía.
Weisz no se lo creyó.
– Lo sabía pero no lo sabía. Cuando empezamos a quedar con Elena y con nadie más fue porque empecé a sospechar que uno de nosotros trabajaba para la OVRA. Ocurre en todos los grupos de emigrados.
– No podemos hacer nada -advirtió Weisz-. Eso me han dicho. No podemos decir que lo sabemos. Quizá lo envíen de vuelta a Italia.
Reanudaron la marcha, Salamone clavando el paraguas en el sendero.
– Debería aparecer flotando en el Sena.
– ¿Estás dispuesto a hacer eso, Arturo?
– Puede. No sé. Probablemente no.