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– Si esto termina algún día y los fascistas se largan, nos ocuparemos de él, en Italia. De todas formas deberíamos celebrarlo, porque esto significa que el Liberazione vuelve a la vida. Dentro de una semana, un mes, la Sûreté habrá hecho su trabajo y ésos no volverán a molestarnos, al menos ésos no.

– Tal vez otros.

– Es muy probable. No van a rendirse, pero nosotros tampoco, y ahora nuestras tiradas serán mayores, y la distribución más amplia. Tal vez no lo parezca, pero esto es una victoria.

– Conseguida con dinero británico y sujeta a su presunta ayuda.

Weisz asintió.

– Era inevitable. Somos apátridas, Arturo, eso es lo que pasa. -Durante un rato estuvieron andando en silencio, luego Weisz dijo-: Y me han pedido que vaya a Italia, a organizar la expansión.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace unos días.

– Y dijiste que sí.

– Sí. Tú no puedes ir, así que tendré que ser yo, y necesitaré todo lo que tengas: nombres, direcciones.

– Lo que tengo es un puñado de personas en Génova, gente a la que conocía cuando vivía allí, dos o tres consignatarios de buques, trabajábamos en lo mismo, el número de teléfono de Matteo, en el departamento de Impresión de Il Secolo, y algunos contactos en Roma y Milán que sobrevivieron a las detenciones de los giellisti hace unos años. En suma, no mucho; ya sabes cómo funciona: amigos y amigos de amigos.

– Lo sé. Sólo tendré que hacerlo lo mejor que pueda. Y los británicos cuentan con sus propios recursos.

– ¿Te fías de ellos, Carlo?

– En absoluto.

– Y sin embargo te vas a meter en esto, en un asunto tan peligroso.

– Sí.

– Hay confidentes por todas partes, Carlo. Por todas partes.

– Lo sé.

– En tu fuero interno, ¿crees que vas a volver?

– Lo intentaré, pero si no vuelvo, pues no vuelvo.

Salamone fue a responder, pero no lo hizo. Como de costumbre, su rostro era un espeja de lo que sentía: perder a un amigo era la cosa más triste del mundo. Al poco, preguntó con un suspiro:

– ¿Cuándo te vas?

– No me dirán ni cuándo ni cómo, pero necesitaré tu información lo antes posible. En el hotel. Hoy, si puedes.

Continuaron hasta la galería que rodeaba el jardín y se metieron por otro camino. Estuvieron un rato sin decir nada, el silencio interrumpido únicamente por los gorriones y por el sonido de los pasos en la gravilla. Salamone parecía sumido en sus pensamientos, pero, al final, se limitó a menear la cabeza muy despacio y musitar, más para sí y para el mundo que para Weisz:

– Esto es una mierda -repuso Weisz-. Será un buen epitafio.

Se estrecharon la mano y se despidieron. Salamone le deseó buena suerte y echó a andar hacia el metro. Weisz se quedó mirándolo hasta que desapareció bajo el arco que asomaba a la calle. Tal vez no volviera a ver a Salamone, pensó. Permaneció en el jardín un rato, recorriendo los senderos, las manos en los bolsillos de la gabardina. Cuando oyó el golpeteo de las primeras gotas de lluvia pensó: «Ya está», y se resguardó bajo los soportales, ante el escaparate de una sombrerería. Docenas de modelos de lo más curioso trepando por los percheros: plumas de pavos reales y lentejuelas rojas, lazos de raso, medallones dorados. Las nubes cubrieron el jardín y se fueron dispersando, pero no llovió más. Y le sorprendió, le sucedía a menudo, lo mucho que le gustaba esa ciudad.

17 de junio, 10:40.

Una última reunión con el señor Brown, en el bar de un callejón perdido de Le Marais.

– Se acerca el momento -anunció Brown-, así que necesitaremos algunas fotografías de carnet. Déjelas en el Hotel Bristol, mañana. -A continuación le leyó una lista de nombres, números y direcciones que Weisz apuntó en una libreta. Cuando hubo terminado, le recordó-: Se aprenderá todo esto de memoria, naturalmente, y destruirá las notas.

Weisz le aseguró que lo haría.

– No llevará encima nada personal, y si tiene ropa comprada en Italia, póngasela. De lo contrario, corte las etiquetas francesas.

Weisz se mostró conforme.

– Lo importante es que lo vean allí, que esté en escena en todo momento. Significará mucho para quienes han de realizar el trabajo, poniéndose en peligro, que usted tenga el coraje de volver a Italia. En las mismísimas narices del viejo Mussolini, esa clase de cosas. ¿Alguna pregunta?

– ¿Ha sabido algo más sobre mi amiga en Berlín?

Ésa no era la pregunta que Brown tenía en mente, y se lo dio a entender.

– No se preocupe por eso, se están ocupando de ello, sólo concéntrese en lo que tiene que hacer ahora.

– Lo haré.

– La concentración es importante. Si no es consciente en todo momento de dónde está y con quién, algo podría salir mal. Y no queremos que eso pase, ¿verdad?

20 de junio. Hotel Dauphine.

Al amanecer llamaron a la puerta. Weisz gritó:

– ¡Un minuto!

Se puso unos calzoncillos. Al abrir vio la sonrisa de S. Kolb, que se llevó la mano al sombrero y dijo:

– Bonita mañana. Un día perfecto para viajar.

¿Cómo demonios había subido?

– Pase -lo invitó Weisz, frotándose los ojos.

Kolb depositó un maletín en la cama, soltó las hebillas y desplegó la parte de arriba. Luego echó un vistazo al interior y comentó:

– ¿Qué tenemos aquí? ¡Una persona nueva! Veamos, ¿quién puede ser? Aquí está el pasaporte, un pasaporte italiano. Por cierto, tiene que saberse su nombre. Resulta bastante embarazoso en los puestos fronterizos no saberse el propio nombre. Puede despertar sospechas, aunque debo decir que hay quien ha sobrevivido. Anda, mira, si son papeles. De toda clase, hasta -Kolb sostuvo el documento a cierta distancia, el gesto típico de los hipermétropes- libretto di lavoro, un permiso de trabajo. Y ¿dónde trabaja esta persona? Es funcionario del Istituto per la Ricostruzione Industriale, el IRI. Pero, bueno, ¿qué demonios hace ese instituto? Negocia con banqueros, compra acciones, transfiere dinero del gobierno al sector privado, un organismo fundamental para la planificación de la economía fascista. Y, lo que es más importante, contrata a este caballero, a este recién nacido como burócrata arrogante, cuyo poder es desconocido y, por tanto, aterrador. No habrá un solo policía italiano que no palidezca en presencia de un cargo tan importante, y nuestro caballero cruzará los controles callejeros a toda mecha. Vaya, nuestro muchacho no sólo tiene papeles, también están debidamente sellados y ajados. Doblados una y otra vez. Weisz, debo admitir que he pasado algún tiempo pensando en este trabajo. Es decir, ellos nunca te dicen quién lo hace, lo de doblar una y otra vez, pero alguien ha de hacerlo. ¿Qué más? Anda, mira, ¡dinero! Montones, miles y miles de liras. Nuestro caballero es rico, está forrado. ¿Alguna cosa más? Mmm, supongo que eso es todo. No, un momento, hay algo más. Casi se me pasa: ¡un billete en primera a Marsella! Para hoy. A las 10:30. Vaya, resulta que sólo es de ida, pero no deje que ese detalle le ponga nervioso. Es decir, no sería buena idea que nuestro hombre llevara en el bolsillo un billete de vuelta; uno nunca sabe, se mete la mano para sacar el pañuelo y ¡zas! Así que primero volverá a Marsella y luego sacará un billete para París, y todos celebraremos un trabajo bien hecho. ¿Algún comentario? ¿Alguna pregunta? ¿Algún insulto?

– Ninguna pregunta. -Weisz se alisó el cabello hacia atrás con la mano y se puso a buscar las gafas-. Usted ya ha hecho esto antes, ¿no?

Kolb esbozó una sonrisa melancólica.

– Muchas veces. Muchas, muchas veces.

– Le agradezco que le haya quitado hierro.

Kolb hizo una mueca. «Es lo que hay que hacer.»

22 de junio. Porto Vecchio, Génova.

El carguero griego Hydraios, de pabellón panameño, atracó en el puerto de Génova justo antes de medianoche. El barco, que zarpó de Marsella en lastre, ya que debía recoger un cargamento de lino, vino y mármol, contaba con un miembro de más entre su tripulación. Mientras los marineros bajaban a toda prisa por la plancha, riendo y bromeando, Weisz permanecía junto al segundo maquinista, que lo había recogido en el puerto de Marsella. La mayoría de la tripulación era griega, pero algunos chapurreaban algo de italiano, y uno le gritó al adormilado agente encargado del control de pasaportes que se hallaba a la puerta de un tinglado.