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La oficina de Grassone era una habitación de tres por tres. Spedzionare Genovese -Transportes genoveses- en la puerta, un calendario subido de tono en la pared, una ventana con barrotes que daba a un respiradero, dos teléfonos en una mesa y Grassone en una silla giratoria. Grassone era un apodo, significaba «gordo», y ciertamente le hacía justicia: cuando cerró la puerta y volvió a su mesa, Weisz recordó la vieja frase: «Caminaba como dos cerdos que estuvieran follando debajo de una manta.» Más joven de lo que éste esperaba, tenía cara de angelito malévolo, con unos ojos brillantes y vivaces que miraban un mundo al que él nunca había agradado. Tras fijarse con más detenimiento vio que era ancho además de gordo, ancho de espaldas y grueso de brazos. Un luchador, pensó Weisz. Y si alguien lo dudaba, no tardaría en percatarse, bajo la papada, de la cicatriz blanca que le cruzaba el cuello de parte a parte. Al parecer alguien le había rajado la garganta, pero ahí seguía. En palabras del señor Brown, «nuestro hombre en el mercado negro de Génova».

– Y bien ¿qué va a ser? -preguntó, las rosadas manos sobre la mesa.

– Puede conseguir papel? ¿Papel de periódico, en grandes rollos?

Aquello le resultó divertido.

– Le sorprendería la cantidad de cosas que puedo conseguir. -Y acto seguido-: ¿Papel de periódico? Claro, ¿por qué no? -«¿Es todo?»

– Querríamos un suministro constante.

– No será ningún problema. Siempre que paguen. ¿Van a sacar un periódico?

– Podemos pagar. ¿Cuánto costaría?

– No sabría decirle, pero mañana por la noche lo sabré. -Se echó hacia atrás en la silla, que no se lo tomó muy bien y gimió-. ¿Ha probado esto alguna vez? -Metió la mano en un cajón e hizo rodar por la mesa una bola negra-. Opio. Recién llegado de China.

Weisz le dio vueltas entre los dedos a aquella pelotilla pegajosa y se la devolvió, aunque siempre había sentido curiosidad.

– No, gracias, hoy no.

– ¿No quiere tener dulces sueños? -repuso Grassone, devolviendo la bola al cajón-. Entonces ¿qué?

– Papel, un suministro fiable.

– Ah, yo soy fiable, señor X. Pregunte por ahí. Todos le dirán que se puede contar con Grassone. La regla aquí, en los muelles, es que lo que sube a un camión baja. Sólo pensaba que, ya que había hecho el viaje, tal vez quisiera algo más. ¿Jamones de Parma? ¿Lucky Strike? ¿No? ¿Qué le parece un arma? Corren tiempos difíciles, todo el mundo está nervioso. Usted está un poco nervioso, señor X, si me permite que se lo diga. Quizá lo que necesita sea una automática, una Beretta, le cabrá en el bolsillo, y el precio es bueno, el mejor de toda Génova.

– Dice que mañana por la noche sabrá el precio del papel, ¿no es eso?

Grassone asintió.

– Venga a verme. Si quiere los rollos grandes, tal vez necesite un camión.

– Tal vez -replicó Weisz, poniéndose en pie para irse-. Le veré mañana por la noche.

– Aquí estaré -prometió Grassone.

De vuelta en la via Corvino, Weisz tuvo demasiado tiempo para pensar, atormentado por los fantasmas del piso, inquieto al imaginar a Christa en Berlín. E inquieto, además, por una llamada telefónica que tendría que hacer por la mañana. Pero si querían que el Liberazione tuviera su propia imprenta, debía ponerse en contacto con alguien antes de marcharse, alguien contra quien le habían prevenido. «No lo haga a menos que resulte imprescindible», le advirtió Brown. Se trataba de un hombre conocido como Emil, que, según Brown, podía «ocuparse de cualquier cosa que requiera absoluta discreción». Después de su charla con Matteo, era imprescindible, y tendría que utilizar el número que había memorizado. Emil no era un nombre italiano, podía ser de cualquier parte. O tal vez fuera un alias o un nombre en clave.

Intranquilo, Weisz iba de habitación en habitación: armarios llenos de ropa, cajones vacíos en el escritorio. Ni fotos ni nada personal en ningún sitio. No podía leer, no podía dormir; lo que quería era salir fuera, alejarse del apartamento, aunque fuera pasada la medianoche. Al menos en la calle había vida, una vida que, se le antojó a Weisz, seguía más o menos como siempre. El fascismo era poderoso, y estaba por doquier, pero la gente aguantaba, se acomodaba al viento, improvisaba, se defendía y esperaba a que llegaran tiempos mejores. Bah, otro gobierno corrupto, y qué. No todos eran así: Matteo no lo era, las chicas que repartían los periódicos no lo eran, y tampoco lo era Weisz. Pero tenía la impresión de que nada había cambiado realmente en la ciudad. El lema nacional seguía rezando: «Haz lo que tengas que hacer, mantén la boca cerrada, guarda tus secretos.» Así era la vida allí, gobernara quien gobernase. La gente hablaba con los ojos, con pequeños gestos. Dos amigos coinciden con un tercero, y uno de ellos le hace una seña al otro: los ojos cerrados, un rápido y sutil meneo de cabeza. «No te fíes de él.»

Weisz fue a la cocina, al despacho y, por último, al dormitorio. Apagó la luz, se tumbó encima del cubrecama y esperó a que pasara la noche.

A mediodía llamó de nuevo a su casa, y esa vez lo cogió su madre.

– Soy yo -dijo, y ella soltó un grito ahogado.

Pero no preguntó dónde estaba y tampoco utilizó su nombre. Una conversación breve, tensa: su padre se había jubilado, sin hacer ruido, sin prestarse a firmar el juramento de lealtad del profesorado, pero sin poner mucho empeño en oponerse. Ahora vivían de su pensión y del dinero de la familia de su madre, gracias a Dios.

– Últimamente no hablamos por teléfono -le dijo su madre, una advertencia. Y al minuto añadió que lo echaba mucho de menos y se despidió.

En el café tomó un Strega y luego otro. Quizá no debiera haber llamado, pensó, pero probablemente no pasara nada. Creía que no, esperaba que no. Una vez terminado el segundo Strega, recordó el número de Emil y volvió al teléfono. Una mujer joven, extranjera, pero que hablaba con fluidez el italiano de Génova, descolgó en el acto y le preguntó quién era.

– Un amigo de Cesare -contestó, tal y como le había indicado el señor Brown.

– Un momento -dijo ella.

Según el reloj de Weisz tardó más de tres minutos en volver al teléfono. Se reuniría con el signor Emil en la estación de ferrocarril Brignole, en el andén de la vía doce, a las cinco y diez de esa tarde.

– Lleve un libro -le dijo-. ¿Qué corbata se pondrá?

Weisz bajó la vista.

– Una azul con listas plateadas -repuso. Y ella colgó.

A las cinco, la Stazione Brignole estaba atestada de viajeros: toda Roma había acudido a Génova, donde empujaban y propinaban codazos a los genoveses que intentaban subirse al tren de las 17:10 con destino a Roma. Weisz, con un ejemplar de L'Imbroglio, una colección de relatos de Moravia, era arrastrado por la multitud hasta que un viajero que venía de frente lo saludó. Luego sonrió, cómo se alegraba de verlo, y lo cogió por el codo.

– ¿Cómo está Cesare? -se interesó Emil-. ¿Lo ha visto últimamente?

– No lo he visto en mi vida.

– Ah -respondió Emil-. Vamos a dar un paseo.

De modales muy suaves, Weisz no sabría decir qué edad tenía. Lucía el rostro rubicundo del recién afeitado -era de los que siempre parecen recién afeitados, pensó Weisz-, un rostro sin expresión bajo un cabello castaño claro que llevaba peinado hacia atrás desde una frente ancha. ¿Sería checo? ¿Serbio? ¿Ruso? Hacía tiempo que hablaba en italiano y le resultaba natural, pero no era su lengua materna, un leve acento extranjero teñía sus palabras, de algún lugar al este del Oder, pero Weisz no sabía decir más. Y había algo en él -sus modales suaves y su rostro inexpresivo, con la eterna sonrisa- que le recordó a S. Kolb. Weisz sospechaba que eran del mismo gremio.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó Emil;