En el compartimento del otro lado del pasillo Weisz vio a Boutillon, del diario comunista L'Humanité, y a Chisholm, del Christian Science Monitor, compartiendo unos bocadillos y una botella de tinto. Weisz se volvió hacia la ventanilla y contempló la maleza, de un verde ceniciento, que bordeaba la vía.
El oficial español tenía razón en lo de su inglés: era bueno. Al terminar la enseñanza secundaria en un colegio privado de Trieste había pasado a la Scuola Normale -fundada por Napoleón a imagen y semejanza de la École Normale de París y, en gran medida, cuna de primeros ministros y filósofos- de la Universidad de Pisa, probablemente la universidad más prestigiosa de Italia. Estudió Economía Política, La Scuola Normale no fue elección suya, sino más bien algo dispuesto desde que nació por el Herr Doktor Professor Helmut Weisz, ilustre etnólogo y padre de Weisz, por ese orden. Y después, tal como estaba previsto, ingresó en la Universidad de Oxford -de nuevo para estudiar Economía Política-, donde aguantó dos años, momento en el cual su tutor, un hombre tremendamente amable y benévolo, sugirió que su destino intelectual se hallaba en otra parte. No es que Weisz no fuera capaz de lograrlo -ser profesor-, sino que, en realidad, no quería. En Oxford en realidad era una variante ortográfica de fatalidad. De modo que, tras una última noche de borrachera y canciones, se fue. Pero con un inglés muy bueno.
Y, gracias a los extraños y maravillosos avatares de la vida, esto acabó siendo su tabla de salvación. De vuelta en Trieste, que en 1919 había dejado de ser austro-húngara para ser italiana, se pasaba los días en los cafés con los amigos. Nada de catedráticos, sino muchachos desaliñados, listos, rebeldes: un aspirante a novelista; un aspirante a actor; dos o tres «no sé, me da igual, no me fastidies»; un aspirante a buscador de oro en el Amazonas; un comunista; un gigoló y Weisz.
– Deberías ser periodista -le decían-. Ver mundo.
Consiguió trabajo en un periódico de Trieste. Escribió necrológicas, informó de algún que otro delito, entrevistó de vez en cuando a un funcionario municipal. En un momento dado, su padre, siempre frío, gélido, tocó algún resorte y Weisz volvió a Milán, a escribir para el periódico más importante de Italia, el Corriere della Sera. Más necrológicas al principio, luego un trabajo en Francia, otro en Alemania. Ya con veintisiete años, se empleó a fondo, más a fondo que nunca, ya que por fin había descubierto la gran motivación de la vida: el miedo al fracaso. La poción mágica. Presto.
En verdad fue una lástima, ya que en 1922 comenzó el dominio de Mussolini, con la marcha sobre Roma (Mussolini fue en tren). No tardaron en imponerse restrictivas leyes de prensa, y para 1925 la propiedad del periódico ya había pasado a manos de simpatizantes fascistas y el director se había visto obligado a dimitir. Con él se fueron los redactores más importantes, mientras que un Weisz resuelto aguantó tres meses. Después salió por la puerta igual que ellos. Se planteó la posibilidad de emigrar, después volvió a Trieste, conspiró con sus amigos, arrancó un cartel o dos, pero en líneas generales mantuvo la cabeza gacha. Había visto a gente apaleada, había visto a gente con sangre en el rostro, sentada en la calle. Eso no era para Weisz.
Al fin y al cabo Mussolini y los suyos no tardarían en marcharse, sólo era cuestión de esperar, el mundo siempre se enderezaba, y volvería a hacerlo. Aceptó trabajos de poca monta en los periódicos de Trieste -un partido de fútbol, un incendio en un carguero del puerto-, dio clases particulares de inglés a unos cuantos estudiantes, se enamoró y se desenamoró, pasó dieciocho meses escribiendo para una revista de comercio de Basilea, otro año en un periódico marítimo de Trieste… sobrevivió. Sobrevivió y sobrevivió. Obligado por la política a vivir en los márgenes de la profesión, veía que la vida se le escapaba como si fuera arena.
Después, en 1935, con la horrible guerra de Mussolini en Etiopía, no fue capaz de soportarlo más. Tres años antes se había unido a los giellisti de Trieste; el aspirante a novelista estaba encerrado en la prisión de la isla de Lipari; el comunista se había vuelto fascista; el gigoló se había casado con una condesa y ambos tenían amantes, y el aspirante a buscador de oro lo había encontrado y había muerto rico, pues en el Amazonas no sólo había tesoros.
Así que Weisz se fue a París, encontró habitación en un minúsculo hotel del barrio de Belleville y empezó a alimentarse a base de aquello que imaginaba todo soñador que va a París: pan, queso y vino. Pero pan muy bueno -el precio controlado por el gobierno francés, despiadadamente astuto-, queso bastante bueno, complementado con aceitunas y cebollas, y horrible vino argelino. Pero cumplía su finalidad. Las mujeres constituían un clásico y eficaz complemento de la dieta: si se pensaba en mujeres no se pensaba en comida. La política era un complemento aburrido de la dieta, pero ayudaba. Era más fácil, mucho más fácil, sufrir en compañía, y la compañía a veces incluía una cena, y mujeres. Luego, después de siete meses de leer periódicos en cafés y buscar trabajo, Dios le envió a Delahanty. El Gran Autodidacta, Delahanty. El mismo que había aprendido solo a leer francés, a leer español, a leer -¡Dios mío!- griego y a leer, afortunadamente, italiano. Delahanty, el jefe de la agencia de noticias Reuters en París: ¡Ecco, un empleo!
Delahanty, de cabello blanco y ojos azules, había abandonado los estudios hada muchos años en Liverpool y, según sus palabras, «había trabajado para periódicos». Al principio vendiéndolos, después pasando de chico de los recados a periodista novato. Sus progresos impulsados por la firmeza, la insolencia y un oportunismo refinado. Hasta que llegó a la cima: jefe de la oficina de París. En calidad de tal, y como probado especialista que era, recibía copia de los despachos procedentes de las oficinas importantes, como Berlín o Roma, lo cual lo convertía prácticamente en la araña en el centro de la tela. Y allí, en el barrio de las agencias cerca de la plaza de la ópera, un glacial día de primavera se presentó Carlo Weisz.
– Señor Weisz, se pronuncia Weiss, no Veisch, ¿correcto? Así que escribía para el Corriere. No queda gran cosa de él. Triste suerte para un periódico de calidad como ése. Y dígame, ¿no tendrá por casualidad los recortes de lo que escribía? -Los artículos recortados, que Weisz llevaba de un lado a otro en una cartera barata, no estaban en muy buen estado, pero se podían leer, y Delahanty los leyó-. No, señor -aclaró-, no es preciso que traduzca, me defiendo con el italiano.
Delahanty se puso las gafas y leyó con el índice.
– Mmm -dijo-. Mmm. No está mal. He visto cosas peores. ¿A qué se refiere con esto, esto de aquí? Ah, tiene sentido. Creo que puede hacer esta clase de trabajo, señor Weisz. ¿Le gusta hacerlo? ¿No le importa lo que va a tener que hacer, señor Weisz? ¿Las nuevas alcantarillas de Amberes? ¿El concurso de belleza de Düsseldorf? ¿No le importa hacer esta clase de cosas? ¿Cómo anda de alemán? ¿Lo hablaba en casa? ¿Algo de serbocroata? Nunca viene mal. Ah, entiendo, Trieste, ya, allí se habla de todo, ¿no? ¿Cómo anda de francés? Sí, igual que yo, me defiendo, y te miran con esa cara rara, pero te las apañas. ¿Español? No, no se preocupe, ya lo irá cogiendo. Ahora seré franco: aquí hacemos las cosas a la manera de Reuters. Aprenderá las reglas, lo único que tiene que hacer es cumplirlas. Y permítame que le diga que no será el hombre de Reuters en París, pero sí será un hombre de Reuters, y eso no está mal. Es lo que yo era, y escribía acerca de todo. Así que dígame, ¿qué le parece? ¿Podrá hacerlo? ¿Montar en trenes y carros de mulas y qué sé yo qué más y hacerse con la noticia? ¿Con sentimiento? ¿Captando el lado humano, el del primer ministro en su grandioso escritorio y el del campesino en su huerto? ¿Cree que sí? ¡Sé que sí! Y lo hará estupendamente. Así que ¿por qué no se pone a ello ya mismo? Digamos ¿mañana? Su predecesor, bueno, hace una semana se fue a Holanda, se emborrachó y se desmayó en el regazo de la reina. Es la maldición de esta profesión, señor Weisz, estoy seguro de que lo sabe. Bien, ¿alguna pregunta? ¿No? De acuerdo, entonces pasaremos a la triste cuestión crematística.