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– ¿Quiénes son?

– Aischa, mi esclava, y Baba el Ciego. Baba el Ciego acostumbra a dormir en el pórtico de la mezquita de Ez Zinaniye. ¿Me permites mandarle a llamar con mi esclava?

El cadí pensó: "Evidentemente, el ciego sería portador de algún mensaje que permitiría establecer quién era el vendedor de armas que las conducía a Fez. Haría detener al ciego a la salida de la casa de su hijo." Respondió:

– Llama a tu esclava.

"El hombre de la limosna" golpeó el gong, y Aischa apareció:

– Aischa, vé a la puerta de la mezquita de Ez Zinaniye y trae a Baba el Ciego.

Salió Aischa, y el anciano cadí insistió:

– ¿Quieres rezar conmigo "la oración del miedo"? Marbruk ben Hassan compungió el rostro y dijo,

finalmente:

– Perdóname, padre. No soy digno de estar a la sombra de tu cuerpo. Pero ahora creo que la paz de Alá estará en mí. Que jamás mi madre, ni mi hermana; ni mi hermano sepan del benévolo castigo que has tenido a bien suministrarme. Dale también las gracias al piadoso Ililla. Te ruego ahora, padre, que me dejes solo.

Por un instante la sombra de una emoción pareció temblar a través del semblante del anciano. Señaló con su mano amarillenta el cielo estrellado y tan bajo como el techo de la tienda de un beduino, y dijo:

– Pronto nos encontraremos allá. La paz en ti… Y, grave, después de vacilar un instante, le alargó la mano. "El hombre de la limosna besó piadosamente la diestra de su padre, y el anciano salió…

Marbruk ben Hassan quedó solo. ¿Quién era el perro que le había traicionado? Muy tarde ya para imaginarlo. Tenía que intentar la fuga. Si alcanzaba a reunirse con Mahomet Bey se reiría de los asesinos mudos que traía su padre. Los haría acuchillar a todos… ¿Y si Mahomet Bey se negaba a mezclarse en la partida perdida? Podía refugiarse en el consulado alemán. Von Freser había varias veces intentado insinuárselo. ¿Ofrecer su experiencia al Servicio Secreto Alemán? El tiempo que restaba era precioso. Rápidamente se despojó de su túnica, de sus finos pantalones, de su chaqueta bordada de oro, de sus medias de seda blanca. Rápidamente bajó a la cocina; en el almirez de Aischa echó algunos ajos y los machacó, luego comenzó a friccionarse el cuerpo. No se podía estar a un paso de él, tan repugnante era el hedor que despedía. Luego se friccionó con carbón. Entró al cuarto de la esclava; allí había colores. Su oído percibió la puerta de calle que se abría y corrió al encuentro de Aischa. Gracias a Alá, la esclava volvía trayendo por una mano al ciego. Sin embargo, la esclava casi gritó al verle: no lo había reconocido… Violentamente, Marbruk ben Hassan se llevó un dedo a los labios, se acercó al ciego, y apoyándole el puñal sobre el corazón le dijo:

– Como hables una palabra te mataré. -Y dirigiéndose a Aischa, ordenó-: Llévalo a la sala de abluciones.

– La casa debía pertenecer a un hombre muy rico -continuó narrando el ciego al círculo de oyentes que a la luz del farol escuchaban su relato-, porque en el interior flotaban perfumes y el suelo estaba cubierto de finas alfombras. Sin embargo, cuando el hombre que apoyó el puñal en mi pecho me dijo: "Si hablas una palabra, te mataré", le reconocí inmediatamente por la voz. Todos los días pasaba él junto a la puerta de la mezquita, y arrojándome una moneda en la mano, me decía: "La paz en ti."

La esclava me tomó de un brazo y me condujo a la sala de abluciones. Se oía allí el ruido del agua de una fuente. "El hombre de la limosna", le dijo a su esclava:

– Aischa, desnúdalo rápidamente…

Yo estaba atemorizado. ¿Qué iría a ocurrirme? Pensaba que siempre había cumplido con mis deberes para con el Profeta…

– Abrevia -gritó una voz-: No nos cuentes la historia de tus deberes religiosos, sino lo que te ocurrió dentro de la casa.

El que interpelaba así al ciego era un tahonero impaciente por conocer el final de la aventura.

Prosiguió el "jefe de la conversación":

– Entonces comenzaron a desnudarme, y me despojaron de mi hermosa chilaba negra, porque yo en aquellos tiempos tenía una muy fina chilaba negra que me había…

Estalló un curtidor:

– Maldito hablador. Deja en paz tu chilaba. Cuéntanos lo que te pasó en el interior de la casa.

Pacientemente, continuó el ciego:

– Los vuestros son paladares de asnos, no de gacelas. Bueno. Me despojaron de mi hermosa chilaba negra y de mi turbante, ¡ay, mi turbante!… Un turbante que, arrollado en torno de mi cabeza, me daba el aspecto de un gran visir. La esclava que me desnudaba le decía de tanto en tanto al "hombre de la limosna": "¿Qué pasa, mi señor; qué pasa?" Pero "el hombre de la limosna" terminó por contestarle:

"-Ten más alto el espejo…

"Luego 'el hombre de la limosna' dijo:

"-¿Me parezco a él?

"-Sí… ponte más sangre en los párpados.

"Yo escuchaba que dos personas se movían a mi lado, pero como Alá me ha quitado el don de la vista, sólo puedo suponer que 'el hombre de la limosna' se estaba pintando para tener mi aspecto."

– ¿Qué hacías tú en tanto? -preguntó un fundidor de metales.

– Sentado en cuclillas en una estera, rezaba mis oraciones. Aunque estaba desnudo, no sentía frío, porque era verano. Finalmente 'el hombre de la limosna' le dijo a Aischa:

"-Dale una moneda de oro a ese hombre.

"Y la esclava puso una moneda de oro entre mis manos. Luego 'el hombre de la limosna' dijo:

"-Tómame de una mano, Aischa.

"Y oí el ruido de unas pisadas, luego mi propia voz, porque el desconocido imitaba muy bien mi propia voz, oí mi propia voz que decía desde muy lejos:

"-Bendecida sea la clemencia de Alá y la caridad del señor de esta casa. Que sus esposas le den abundantes hijos. Que sus sementeras sean tan fecundas que los graneros le resulten pequeños. Que sus hijos sean nobles, valientes y generosos como es valiente, noble y generoso su poderosísimo padre…

"Luego ya no oí más la voz del 'hombre de la limosna', y quedé desnudo en medio de la sala de un palacio desconocido, con una moneda de oro en la mano. Y aunque la moneda de oro estaba muy apretada en mi mano, el miedo también estaba muy apretado en mi corazón, y comencé a orar para que el Profeta iluminara la noche de mi ceguera y me enviara alguna esclava piadosa que me hiciera salir de allí.

"No había rezado tres oraciones, cuando de pronto oí unos ruidos, luego una voz grave y desconocida que decía, encolerizada:

"-¡Perro!, ¿no habías prometido matarte? ¿Estos son tus juramentos?… Alí, prepara la soga. Ahora te ahorcaremos nosotros.

"Un gran frío entró en mi corazón. 'El hombre de la limosna', a pesar de su disfraz, había sido atrapado. Pero yo, sentado en medio de la sala, no me atrevía a moverme. De pronto el mismo hombre que tenía la voz grave y encolerizada apoyó su mano rugosa sobre mi espalda desnuda, y me dijo:

"-Ciego, toma estas monedas, pero te juro sobre el Corán que como digas una sola palabra de lo que escuchaste aquí, te haré cortar la cabeza, aunque eres un ciego.

"Luego, un hombre que no hablaba, y que debía ser mudo, me vistió con mi hermosa chilaba y me devolvió mi turbante, y tomándome de una mano me condujo hasta el pórtico de la mezquita de Ez Zinaniye… Siempre en silencio, porque era un asesino mudo.

"Y al día siguiente, en el mercado, supe una noticia asombrosa:

"El hijo del cadí de Fez se había ahorcado voluntariamente, porque su esclava Aischa le había abandonado. Y aunque muchos buscaron a la esclava, nadie pudo nunca más encontrarla."

EJERCICIO DE ARTILLERÍA

Esta historia debía llamarse no "Ejercicio de artillería", sino "Historia de Muza y los siete tenientes españoles", y yo, personalmente, la escuché en el mismo zoco de Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las encaladas arcadas que ocupan los mercaderes del Garb; y contaba esta historia un "zelje" que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez, donde ya pueden cazarse los corpulentos elefantes; y aunque, como digo, dicho "zelje" era de Ouazan, parecía muy interiorizado de los sucesos de Larache.

Este "zelje" es decir, este poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en hazañas de guerra, decía él; yo supongo que manco porque por ladrón, le habrían cortado la mano en algún mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan andrajosa, que hasta llegaba a inspirarles piedad a las miserables campesinas del aduar de Mhas Has. Le cubría la cabeza un rojo turbante (vaya a saber Alá dónde robado), y debía tener un hambre de siete mil diablos, porque cuando me vio aparecer con zapatos de suela de caucho y el aparato fotográfico colgando de la mano, me hizo una reverencia como jamás la habrá recibido el Alto Comisionado de España en el protectorado; y en un español magníficamente estropeado, me propuso, en las barbas de todos aquellos truhanes que, sentados en cuclillas, le miraban hablar: