El hombre de Ceilán se inclinó y tomó una navaja. Una navaja pesada, de filo ancho, que comenzaba a repasar pulcramente sobre una lonja de cuero…
– A ver si te apuras -rezongó Mahomet.
El barberillo le dio a la navaja dos últimos toques sobre la palma de su mano, se inclinó sobre Mahomet, suspendió la navaja sobre la garganta del sedero y le susurró con voz sumamente dulce:
– ¿Te acuerdas de Azerbaijan?
Mahomet desencajó los ojos en el espanto de su situación, sin atreverse a moverse.
– Está escrito que Alá pierde a los que quiere perder, hermano. Está escrito. ¿Te acuerdas del noble Azerbaijan? Le dejaste por muerto junto a la Silla del Buda, pero vivió el tiempo suficiente para hacerle jurar a mi madre que yo, su hijo, lo vengaría. Me ha sido fácil encontrarte. Mi madre sabía que tú vendrías a Tánger a deslumbrar a los creyentes con tu fortuna robada.
Gruesas gotas de sudor crecían en la frente de Mahomet. Su boca entreabierta dejaba ver el fondo de la garganta, y no se atrevía a moverse. Sabía que el barberillo estaba allí, trabajando en el Bazar de los Sederos hacía dos años, con el exclusivo fin de tomarse venganza cortándole el pescuezo.
– Puedes rezar "la oración del miedo" -susurró el hombre de Ceilán-. Quizá el Misericordioso te la tenga en cuenta.
A pocos pasos del sedero, sus camaradas, agrupados en torno de un vendedor de té, reían una historia de mujeres negras. ¡Y ellos no sospechaban que él estaba entre las manos de un hombre que, dentro de algunos instantes, lo degollaría como a un cordero, profundamente; y ya sentía el filo de la navaja penetrar en su carne, y quería gritar y no podía. Grandes nubes rojas circulaban frente a sus ojos; el hombre de Ceilán le parecía un gigante inclinado sobre él entre bloques de montañas escarlatas. Dentro de su cuerpo una tensión misteriosa le asfixiaba, retorciéndole fibra por fibra; de su enemigo ahora sólo distinguía la doble hilera brillante de los blancos dientes; y, de pronto, al sentir el frío acero rozando su piel, un dolor tan atroz, como si fuera un dolor de muelas en el corazón, le paralizó la respiración. Y, súbitamente, el corpachón encogido se relajó sobre el respaldar del sillón, y la cabeza se deslizó hacia un costado.
El mancebo retrocedió. Un hilo de sangre escapaba de la boca del sedero. Y el mancebo comprendió que Mahomet se había muerto de miedo.
LA CADENA DEL ANCLA
Cuando a fines del año 1935 visité Marruecos, el tema general de las conversaciones giraba en torno a las actividades de los espías de las potencias extranjeras. Tánger se había convertido en una especie de cuartel general de los diversos Servicios Secre- tos. En Algeciras comenzaba ya esa atmósfera de turbia vigilancia y contravigilancia que se extiende por toda África costera al Mediterráneo.
Entre las verídicas historias y aventuras de espías que me fueron narradas, ésta que se titula "La cadena del ancla" es la que conceptúo la más terrible.
Estaba una noche sentado en la mesa de un café de ese patio de calle que se llama el Zoco Chico de Tánger, en compañía de un hombre uniformado con el modestísimo traje azul de agente de hotel. Este hombrecillo, de ojos repletos de malicia, miraba pasar los burros de los indígenas entre las mesas, al tiempo que me decía caritativamente:
– En África no hable nunca de política. Desconfíe siempre y de todo el mundo.
Por seguir su consejo, empecé a desconfiar de él.
Hacía el servicio de corredor de hotel, entre dos importantes establecimientos de Algeciras y Tánger. Es decir, un pie en España y otro en África. Su verdadero oficio era de policía. Lo que ignoro es a qué policía servía, si a la inglesa, a la francesa, a la española o a la italiana. l era muy amigo de otro hombre que atendía el surtidor de nafta, estratégicamente ubicado a la salida del camino que conduce de Tánger a Tetuán.
El hombre del surtidor de nafta era un ciudadano de cara sonrosada, ojos celestes y sonrisa estúpida, que hablaba en francés, inglés y… árabe. De este ciudadano modesto, que con el conocimiento de tres idiomas se consagraba al cuidado de un surtidor de nafta me dijo un día Sergia Leucovich:
– Fíjese usted. Ese hombre en el sitio que trabaja controla la filiación de todo el pasaje que va de Tánger a Melilla, a Ceuta o Tetuán.
El hombre del surtidor de nafta pertenecía al Intelligence Service.
Estaba, como comencé narrando, una noche bajo los focos voltaicos del Zoco Chico con el corredor de hoteles, que no se quitaba jamás su uniforme azul y gorra de inmensa visera de hule, cuando acertó a pasar, guiado por un lazarillo, un europeo gigantesco, andrajoso, ciego, tan melenudo como un indígena del Borch, la barba en collar y los pies calzados con unas pantuflas de piel de cabra. Extendió la mano y todos dejaron caer en su platillo algunas monedas. Cuando el mendigo se hubo alejado, el corredor de hoteles me dijo:
– Ha visto bien a ese hombre, ¿no?
– Demasiado.
– ¿Y qué cree usted que es él?
– ¡Hombre, no lo sé!
– Pues ese ciego es un oficial de marina.
– ¡Oficial de marina… y mendigando!
– ¿Le interesaría conocer esa historia?
– Sí.
El corredor de hoteles se respaldó en la silla, le pidió un té verde al camarero y comenzó su relato:
– Para Leonesa, acusada del asesinato de un oficial de marina británico, hubiera sido preferible que jamás una coincidencia la librara de la horca, que la esperaba en Inglaterra. Ella había matado para salvarse; posiblemente lo que le interesaba a la policía británica no era castigar a la asesina de un súbdito de su Majestad, pero el Intelligence Service también necesitaba interrogarla.
"En cierto modo, el responsable de todo lo que ocurrió fue el fotógrafo judío Ismael Abraham, agente confidencial del caudillo musulmán nacionalista Yama Mohamed, nieto del gran Raisuli.
"La cosa ocurrió así:
"Ismael Abraham entró a la oficina de la policía marítima del puerto de Ceuta. Tenía que visar su pasaporte, pues esa noche se embarcaba para Málaga, donde diligenciaría diversos asuntos. Ismael entró al despacho de policía e hizo estos gestos:
"Echó la mano al bolsillo interior de su saco y extrajo una libreta negra. Dentro de la libreta negra estaba su pasaporte. Dejó la libreta negra sobre la mesa y le entregó el pasaporte al oficial. Éste conocía al fotógrafo y conversaron de algunas bagatelas. El oficial selló el pasaporte de Abraham y el fotógrafo se echó al bolsillo el pasaporte y la libreta. Luego salió, echando a caminar por los muelles en dirección hacia la compañía de navegación.
"Sin embargo, a mitad del tránsito tuvo una sensación extraña. Su bolsillo estaba excesivamente abultado. Posiblemente había puesto la libreta entre los forros y no en el bolsillo, y estaba por caerse. Llevó la mano al bolsillo y experimentó una sorpresa extraordinaria. En su bolsillo había dos libretas en vez de una: la suya y otra, otra de canto rojizo.
"Inadvertidamente se había llevado una libreta que estaba sobre la mesa de la oficina de policía marítima. Abrió la libreta y encontró varios telegramas.
Uno decía: 'Vigílese escrupulosamente al ciudadano Italo Lomberti. Usa armas.
"Otro: 'Deténgase a Leonesa Bolesvi, acusada de asesinato de un oficial de la marina británica. Lleva en su poder una máquina para cifrar telegramas en clave.'
"Lo de la máquina para cifrar telegramas en clave fue una sorpresa para el agente de Yama Mohamed, pues ignoraba la existencia de tales aparatos.
"Luego otro telegrama: “Leonesa Bolesvi se encuentra en Tánger o Tetuán, pero se sabe que tiene que pasar a Ceuta. Vigílese la casa de Antón López y la de Efraín el Negro, en la Cuestecilla del Monte.”
"Cuando el fotógrafo Abraham terminó de leer estos telegramas, se había olvidado en absoluto de lo que conversara con el oficial del puesto. Bendijo a Jehová.
"La casualidad, la más extraordinaria de las casualidades le había puesto en coyuntura de servirlo a Yama Mohamed. El informe le valdría una buena bolsa de duros “assanis”, porque Leonesa estaba refugiada en la casa del nieto de Raisuli. Lo que posiblemente ignoraba la embajada inglesa era que Leonesa pensaba dirigirse a El Cairo.
"Era necesario ponerse en comunicación con Yama Mohamed, pero él no podía utilizar el telégrafo. El teléfono de su casa también estaría bajo el control de la policía; el único recurso era escribir, pero recientemente, por un empleado indígena, había sabido que en el correo central había un puesto de policía donde se abrían las cartas de todos aquellos individuos conceptuados como sospechosos de espionaje o actividades políticas. Las cartas eran fotografiadas y luego se remitían al destinatario.