"Transcurrían los días; únicamente cuando entraron a Port-Said, el capitán de La Nuit, Piontevil, reparó que la mar estaba excesivamente picada. Vasonier también observó que los buques junto al murallón de la ciudad se meneaban constantemente.
"Piontevil, desde el puente de mando, miró a su oficial y exclamó:
"-¡Que bajen las dos anclas!
"René dejó de vigilar la maniobra para volverse espantado.
"-¿Las dos anclas? Siempre trabajamos con una, capitán.
– "Esto está muy picado.
"René sintió que un sudor frío le bañaba el cuerpo con su viscosidad repugnante. ¿Las dos anclas? No era posible. ¿Y la mujer que iba metida en el tubo de acero? La aventura se transformaba en una tragedia. Balbuceó:
"-Hace como diez años que no funciona esa ancla, capitán.
"Piontevil no le escuchaba, mirando el mediodía de Port-Said y sus confines de espuma agitada.
"En tanto el primer oficial se decía que descubrir a la fugitiva era perder su carrera, someterse a un proceso por soborno. Callarse era condenar a muerte a la mujer. Pero su carrera…
"-¡Y esas anclas! -gritó Piontevil.
"Ya no había tiempo de avisar a la mujer. El capitán de La Nuit, sin esperar a que su oficial diera la orden, gritó por el portavoz:
"-¡Las dos anclas! -Y entonces René le hizo una señal a los hombres de los cabrestantes de vapor. Rechinaron las palancas, una columnita de humo se escapó de los cilindros oxidados, comenzó a girar un tambor, y de pronto un grito agudísimo cru- zó los aires sobre la superficie del mar; todos se miraron al rostro sin poder especificar de dónde partía aquel grito; luego estalló otro más agudo y cargado de horror, las cadenas rechinaban en los escobenes y ya no volvió a escucharse nada.
"Las anclas entraron en el agua agitada; de pronto, un pescador que rondaba la nave con su botecilio exclamó:
"-¡Una pierna sale por el escobén!…
"Todos los desocupados del puerto se precipitaron a mirar.
"Del ojo de acero, por donde se había deslizado la cadena, colgaba una pierna de mujer. Hilos de sangre se coagulaban en el acero del casco.
"Después de dos años de este suceso, René Vasonier no podía aún encontrar trabajo en ninguna compañía marítima.
"Un día en París se encontró con el fotógrafo Abraham, el mismo fotógrafo de Tánger. El fotógrafo no le preguntó ni una palabra por el destino de aquella desconocida que embarcara una noche en el puerto de Tánger. René pensó:
"-Se han olvidado.
La muerte de Leonesa se borraba de su mente.
Otro día volvió a encontrarse con un arquitecto italiano de Tánger. Le ofrecieron trabajo en las construcciones de cemento armado de la colonia italiana. Aceptó. Pasaban los meses; el drama había tenido menos repercusión de la que él supusiera. Una vez preguntó por Yama Mohamed y le dijeron que estaba lejos. La tragedia de Port Said era un mal negocio. Pero él se levantaría nuevamente.
"Una noche, dirigiéndose a Ceuta, a poco de salir del Borch, su automóvil tropezó con un hombre tendido en la carretera. Se detuvo, abrió la portezuela; cuando puso el segundo pie en el suelo, un palo cayó sobre su cabeza; cuando despertó estaba amarrado de pies y manos; dos hombres cubiertos por el capuchón de la chilaba, con gruesas barbas hasta los pómulos, le miraban en silencio. Un tercero avivaba el fuego en un hornillo donde enrojecía lentamente una barra de hierro.
"Cuando la varilla alcanzó el rojo blanco, los dos hombres se precipitaron sobre él; con sus robustos dedos le abrieron los párpados, mientras el tercero aproximaba la punta de la barra de hierro al rojo blanco, primero a un ojo, después a otro.
"Se desmayó. Algunas horas después le encontraron unos turistas. Le desataron, pero René Vasonier no pudo verles. Estaba ciego."
ACCIDENTADO PASEO A MOKA
Cuando el Caballo Verde salió del puerto de Santa Isabel, el noble anciano, apoyado de codos en la pasarela del paquete, cargado de negros hediondos y pirámides de bananas, me dijo al mismo tiempo que miraba entristecido cómo la isla de Fernando Po empequeñecía a la distancia:
– ¡Cómo ha cambiado todo esto! ¡Cuánto! Y de qué modo!
Clavé los ojos en el rostro del noble anciano, que en su juventud había sido un conspicuo bandido, y moví también la cabeza, como si participara de sus sentimientos. El viejo continuó:
– Fue allá por el año 80. Entonces no existía el puerto que usted ha visto, ni la catedral con sus dos torres de cemento, ni el hospital, ni la Escuela de Artes e Industrias, ni alumbrado eléctrico en la calle de Sacramento, ni negros en bicicleta. No. Nada de eso existía.
Fijé la mirada en el lomo de una ballena que se sumergía y luego lanzaba un surtidor de agua al espacio, pero el viejo bandido no vio a la ballena. Su mirada estaba detenida en el pasado. Emocionado, prosiguió:
– Cuando llegué a Fernando Po, la aduana era una valla de bambú y la Casa de Gobierno una choza al pie de la colina. Algunos indígenas descalzos, embutidos en fraques donde habían zurcido charreteras de oro y sombrero de copa, desempeñaban funciones burocráticas con un puñal en el cinto y un paraguas en la mano. En el mismo paraje donde se levanta hoy la catedral de Santa Isabel conocí al rey de los bupíes, un granuja pintado de ocre y amarillo que se pavoneaba, semidesnudo, por el islote, cubierto con un sombrero de mujer y diez collares de vértebras de serpiente colgando del cuello. Cuando comía en presencia de forasteros, una de sus mujeres, de rodillas frente a él, soportaba en sus manos el plato de madera, en el cual él y yo hundíamos los dedos para recoger puñados de arroz, que antes de comer apelmazábamos en una bola, porque ésa era la costumbre.
El noble anciano movió la cabeza.
– ¡Cuánto, cuánto ha cambiado todo esto! África ya no es África. África ha muerto, mi querido joven.
No respondí palabra, aunque me halagó el epíteto de joven. La costa de la isla se alejaba; las cimas cobrizas del cráter de San Agustín y el pico de Rosa Gándara superponían sus moles triangulares en el horizonte; la bola de fuego del sol naufragaba en un mar ígneo de vellones escarlatas.
Súbitamente la inmensidad atlántica pareció inflamarse en rojo de piedra, el rojo subió por los flancos del Caballo Verde, bajo los puentes; los negros parecían diablos hacinados en una caldera, las pirámides de plátanos irradiaban una atmósfera bermeja y la isla de Fernando Po, ennegrecida en un juego de contraluces, en este fondo de fuego, quedó reteñida de violeta. Mágicamente sus valles aparecieron cargados de brumas violetas, sus montes tallados en bloques de terciopelo violeta, y de pronto, por el rostro del noble anciano, rodaron dos lágrimas, a las que el reflejo del Atlántico rojo dio apariencias de lágrimas de sangre. Luego, bruscamente, se hizo la noche. El tantán de los negros resonó a bordo del Caballo Verde; una luna perlática fosforeció en la inmensidad entre enormes estrellas rebosantes de temblorosas luces, y el noble anciano, que en su juventud había sido un conspicuo bandido, dijo, mientras vertía sobre el hielo de su copa el oro de un whisky viejo:
– Esta tarde me acordé de mi primer viaje al valle de Moka. Yo tenía dieciocho años. Todo ocurrió en la primavera del año 80.
– Mi choza de ramas y techo de hojas de palma se levantaba en la isla de Leben. Allí me dedicaba a vivir desnudo en las caletas. Una mañana, como de costumbre, mi criado Alí me despertó con sus palabras rituales:
"-Que tu día sea bendecido…
"Alí era un chiquillo de quince años, que yo encontré vagabundeando, muerto de hambre, en las orillas del río de Oro. Cuando tropecé con él andaba descalzo, su turbante era un trapo indecente y su chilaba hubiese avergonzado a un mendigo del zoco. A cambio de esa pobreza de bienes terrenales, Alí era valiente como un tigre y docto como un ulema, pues hablaba holandés y un montón de dialectos africanos. Contra la seca carne de su pecho guardaba un puñal.
"Adecenté a Alí dentro de la posibilidad de mis recursos, y me lo llevé a la isla de Leben, en la de Fernando Po.
"Ahora estaba frente a mí, más perezoso y adormilado que nunca, rezongando con la boca abierta por un bostezo: