Nuevamente volvió la cabeza con disimulo. Nadie le seguía y ello le regocijó, porque su conciencia no estaba sumamente tranquila.
Su conciencia no se encontraba sumamente tranquila porque él había vivido en las más diversas regiones de África. Claro está que él no podía confesar desde el alto de un alminar cuáles eran los motivos que le indujeron hacía tres años a refugiarse en plena selva congolesa, donde muchos meses vivió penosamente, alimentándose con carne de elefante. Tampoco podía decir qué era lo que buscaba en los alrededores de Dahomey, donde se le vio atracarse, como un miserable, de horribles gusanos fritos o indigestarse de langosta seca en las puertas mismas de Fez, o pasearse como un cadí prevaricador por las calles de Túnez en un automóvil flamante.
Su existencia había sido variada y culposa. ¡Hasta llegó a ser miembro de una banda de ladrones de elefantes!
Ahora, el decente turbante verde que adornaba su cabeza, la escrupulosamente limpia chilaba que con hacendosos pliegues revestía su flaco cuerpo, la renegrida barba que le caía sobre el pecho indicaban que Abdalá el Susi era un musulmán devoto, que no sólo había cumplido con su peregrinación a La Meca, sino que también era muy probable que disfrutara de ciertas rentas.
Y efectivamente, las rentas de que Abdalá el Susi disfrutaba eran el producto de un robo de alhajas cometido en El Cairo, en perjuicio de una gorda y estúpida turista americana. Estas alhajas habían sido vendidas a un judío del ghetto de Tetuán; su propietaria no las encontraría jamás, mientras que él, Abdalá el Susi, con el producto de aquel robo podría aún vivir tres meses sin necesidad de cometer ningún acto de violencia o astucia.
De pronto el tortuoso callejón se abrió como el tubo de un embudo en una plazuela, entoldado por el follaje de una vid. En el centro de este zoco se veía una fuente; el suelo, de puntiaguda piedra, estaba cubierto de sombras movedizas, y más allá, bajo un inmenso toldo amarillo, junto a un muro encalado, se abría la arcada de un café musulmán. Sillas esterilladas invitaban a reposar. Siempre con paso grave llegó Abdalá el Susi hasta el toldo amarillo, y con respetable talante se instaló en un sillón, cruzándose de piernas. Encendió un cigarrillo y golpeó las manos. Un mofletudo muchacho, con bombachas anaranjadas y un fez rojo, se detuvo frente a él; el Susi pidió café y luego comenzó a meditar.
Un imbécil, por ejemplo, se presentaría ahora mismo en la Alta Comisaría de Dimisch esh Sham para solicitar autorización al Alto Comisionado para descubrir a los contrabandistas, y los porteros y los covachuelistas de la Alta Comisaría, simultáneamente, en sus casas, en el café, en el mercado, dirían:
– Por fin se ha presentado un musulmán prudente que va a intentar descubrir a los contrabandistas de ametralladoras.
Y este musulmán prudente, como es lógico, antes de descubrir nada, moriría cualquier noche con el cuerpo hecho una criba de tiros y puñaladas. No, no, no. Abdalá el Susi no cometería ninguna de estas tonterías. Primero descubriría a los contrabandistas, si podía, y luego vería el Alto Comisionado.
El Susi echó la mano al bolsillo interno de su chilaba y extrajo un periódico de la mañana.
"Es evidente -decía el articulista- que los contrabandistas se valen de un nuevo medio para sacar fuera de las murallas de la ciudad las ametralladoras y los proyectiles.
"Hasta ahora, inútilmente, han sido registrados los automóviles, los ejes de los carros, las más mínimas cargas que transportaban los bueyes, los camellos, los mulos y los campesinos. Todo aquel que sale fuera de las puertas de Dimisch esh Sham llevando el más insignificante paquete en sus manos está seguro de ser registrado. Todas las viviendas cuyas ventanas se abrían sobre las murallas habían sido desalojadas, las casas clausuradas y las ventanas tapiadas. Sin embargo, de la ciudad continúan saliendo respetables cargas de proyectiles para ametralladoras no sólo livianas, sino pesadas, que se distribuyen entre los bandidos de la campiña."
Por supuesto, "los bandidos" eran los líderes nacionalistas extremistas, que luchaban activamente, organizando a los campesinos para la próxima revuelta.
Un gandul se detuvo en la boca del zoco, junto mismo al arco de la fuente, y comenzó a gritar:
– ¡La renuncia de Djamil! ¡Mardan Bey, primer ministro!
Abdalá el Susi, parsimoniosamente, volvió a doblar el periódico en ocho dobleces y se lo guardó entre el pecho y la chilaba. Su mirada, cargada de melancólica dulzura, volvió a posarse, complacida, sobre el arco encalado que se abría sobre una callejuela techada y tan estrecha que parecía un túnel enfardado de sombras azules.
De pronto, en lo alto de un alminar revestido de azulejos amarillos y negros, se vio recortarse la silueta de un hombre. El hombre del alminar, apoyándose en el antepecho sobre el vacío, gritó:
– Dios es grande. Yo atestiguo que no hay más a que un Dios. Yo atestiguo que Mahoma es el Profeta. Venid a la oración. Dios es grande y único.
Precipitadamente Abdalá el Susi abandonó su cómodo sillón de esterilla y, cayendo sobre sus rodillas en las ásperas piedras, se inclinó en dirección hacia La Meca, con los brazos extendidos delante de su cabeza, mientras pensaba:
– Me disfrazaré de Taleb.
Algunos días después de estas pacientes meditaciones podíamos encontrar a Abdalá el Susi sentado sobre una esterilla a la sombra del arco de ladrillo que forma la puerta de Bab el Estha. Frente a él, en una pequeña mesa laqueada de rojo, se veían algunos coranes forrados de pieles teñidas de diferentes colores, y a otro costado algunos pliegos de pergamino auténtico, con pequeñas bolsas de cuero rojo encima.
– Llevad un versículo del Corán, que os libra de enfermedades, falsos testimonios, aojamiento, muerte de ganado…
De tanto en tanto un campesino se acerca a Abdalá el Susi, y Abdalá el Susi escribe en un pergamino, con gruesos caracteres, un versículo del Corán, lo introduce en la bolsa de cuero rojo y se lo entrega al campesino, que deja caer algunos cobres sobre la mesa.
– No te apartes nunca de él -le dice el Susi-. Tu ganado se multiplicará.
Mientras habla, el Susi no pierde de vista ni una sola de las personas que entran o salen por la puerta de Bab el Estha.
Yuntas de bueyes y rebaños de carneros pasan frente a sus ojos, vendedores con los pellejos de cabra repletos de aceite, campesinas con pilastras de carbón amarradas por juncos a los sobacos, barberos que se dedican a sangrar. Al lado mismo de Abdalá el Susi se instala un freidor de buñuelos que, de tanto en tanto, frente a la asombrada mirada de los queseros y floristas, arroja por los aires todos.los buñuelos que contiene una sartén y luego los recoge sin perder uno. El mismo Abdalá el Susi está asombrado de no recibir una salpicadura de la nauseabunda grasa que utiliza el tunecino.
Con las piernas cruzadas sobre su esterilla, grave el talante y pensativa la mirada, Abdalá el Susi ve llegar los camellos agobiados bajo tremendas cargas con grandes manchones de alquitrán en su piel, para defenderlos de la sarna; pasan los cadíes de las tribus, en visita de ceremonial al Alto Comisionado, revestidos por magníficos albornoces escarlatas.
Pero si es fácil la entrada por la puerta, la salida es difícil. Todo aquel que lleva un bulto, un paquete o una carga es revisado implacablemente por los soldados de capa azul. Inútiles son las protestas de los campesinos, de los turistas. Para registrar a las mujeres de éstos, en una garita tras la puerta de ladrillo hay dos empleadas de policía.
Un día, irónicamente, un soldado le dice a otro:
– Los contrabandistas van desnudos.
Y ambos se ríen de la guasada.
El que no se rió fue Abdalá el Susi.
Con la frente grave bajo su turbante verde, el ex ladrón de elefantes medita, envuelto en las nubes de polvo que levanta el ganado al entrar.
Conoce a todos los bribones de los alrededores. Ha identificado al entregador de una banda de asaltantes. Ha reconocido a un estafador inglés que se pasea jactanciosamente con un bastón de bambú y un casco de corcho. Pero él no está allí para ocuparse de bagatelas.